sábado, 31 de julio de 2010

La cena japonesa


En esta división que supone Oriente y Occidente uno no se para a pensar realmente en la diferencias que nos alejan. Lo más necesario para toda persona, sin duda, la comida, es una de estas diferencias más pronunciadas. Anoche descubrí que si me tiraran en paracaídas sobre un poblado perdido en una de las islas de Japón no sobreviviría, no por no saber hablar japonés, sino por su comida.

Estos días me estoy viendo con una chica francesa que me está ayudando bastante a practicar un poco de francés. El plan era ir primero al Louvre y más tarde cenar en un restaurante japonés situado en Saint Michel. Nos citamos como siempre en la Torre Eiffel, entre la marabunta de turistas y los paquistaníes vendiendo banderas de Francia y luces alucinógenas. Tras coger el metro más cercano, descubrimos que el Louvre, el museo que nunca duerme, estaba cerrado.

La tarde siguió su curso en un francés prehistórico y ayudado de gestos, pero la explosión de la noche se produjo al introducirnos en el Barrio Latino. Decidimos entrar en un japonés donde en su interior todo estaba plagado de fotos de hombres haciendo judo y de volcanes. No había cubiertos, solamente dos enormes palillos negros y una cuchara. Pedimos sushi y demás manjares impronunciables. Quedó demostrada mi poca habilidad con los palillos, mientras la simpática camarera oriental me miraba con ojos sorprendidos y no dejaba de sonreír. Parecía una escena de la película “Domicilio Conyugal” de Truffaut. El sushi es uno de los peores platos que he poblado en mi vida. Me acordé durante la cena de todos los schawarman que no tomé en Granada y me arrepentí por cada uno de ellos.

Pero la tarde fue un encanto. Terminamos hablando de los distintos pasos de tango argentino y debatiendo sobre si es más sexy bailarlo o jugar al futbol. Alguien dijo una vez que bailar tango era como hacer el amor mientras danzabas.

Es maravilloso el mundo cosmopolita. Que un español vaya por primera vez a un restaurante japonés en París, para hablar del baile típico argentino.

miércoles, 28 de julio de 2010

La vie en rose





Tal vez no lo sepan, pero cerca del Boulevard Magenta vive una de las personas más extraordinarias que he conocido en mi vida. Trabaja como telefonista en el Instituto Cervantes y su principal vocación es hacerle la vida más fácil a los demás.

Lo que aún no conocía yo en una noche cualquiera, mientras comprobaba el número de los edificios hasta llegar al escogido, era que iba a probar la mejor paella valenciana que he tomado en mi vida.

Nos sentamos cuatro a la mesa, dos valencianas y dos murcianos, como si fuéramos jugadores de cartas. Apenas nos conocíamos los unos a los otros; París nos había llevado una noche como esa a una casa determinada en un punto de la ciudad. Y fue París.

El champán empezó a correr por las copas y las venas, al son de un disco de Edith Piaf con su humo en la garganta y sus noches de vela fundida y otro disco de un negrito americano que clavaba los boleros y los tangos como nadie. La conversación se hacía alegre, saltaban las palabras en español y en catalán, en ocasiones en francés, pero nos entendíamos perfectamente.

Y allí estábamos, extractos de cuatro vidas diferentes, con rumbos distintos y con pasados desiguales, que coincidieron para escuchar el canto francés y como transitaba la noche en una guardilla parisina. Y a un lado de la mesa, ella, hablando de sus mil historias de amor y desamor con la ciudad y con la vida, de sus recuerdos de España cuando era niña, de los treinta y siete años de vida en París, del mar, desde sus ojos se podía ver la Malvarrosa, los ojos de aquella musa del tiempo y de la ciudad que nos había juntado para hacernos saber que todo es posible, que la vida vale más que un ticket de metro, que toda la gramática francesa junta y que la cola para entrar al Louvre, porque esa noche nos sentimos habitantes de un mundo diferente al que se nos ofrecía fuera.

Si alguna vez llaman por casualidad al Instituto Cervantes de París y les atiende al otro lado del teléfono una voz dulce y alegre denle recuerdos de mi parte, y sabed que hace las mejores Paellas de este ciudad y que una cena a su lado vale más que todos los museos parisinos juntos.

La revolución caliente



Es cierto que las ciudades varían dependiendo de las personas que las habitan. Ayer por la tarde se fue mi hermano para Escocia, esa tierra de acantilados y centeno, en su búsqueda particular de la felicidad. En realidad como hacemos todos. Lo dejé en la puerta del autobús, con un extraño recogimiento entre los dientes. Tal vez pasaron delante de mis ojos muchos años, muchos meses, muchos días. Se sentó y apoyó la cabeza en el cristal y el auto salió dirigido hacia algún aeropuerto del norte de Francia. Sentía que se cerraba un gran año a su lado.

Caminé evitando lo máximo posible el metro. El arco del triunfo se veía a lo lejos y apenas esperé a que el bus se desvaneciera entre el tráfico de París. Miraba los rostros de la gente y parecían totalmente ajenos a cualquier sentimiento aproximado que rondaba mi cabeza. De las tiendas salían bocanas humanas con bolsas y marcas deportivas. Torcí la calle, buscando algo más de intimidad y París se me presentó por primera vez como un laberinto enorme contra el que hay que luchar. No miré los edificios, esquivaba los rostros, sólo me guiaban los símbolos de la calzada.

Encontré de repente el Sena, como quieto entre la multitud. Me senté en uno de sus puentes sin querer mirar el reloj. Los barcos pasaban agnósticos, alumbrando las dos orillas. Inesperadamente empezó a hacer frío. Me acerqué a la Torre Eiffel demorándome lo máximo posible en cada rincón ajeno a la humanidad. Cuando llegué a ella cientos de miles de personas ocupaban los jardines de Champ de Mars. En efecto, 14 de Julio, día de la revolución francesa, el día en que cambió la historia y nació el mundo contemporáneo, el que conocemos hoy en día. Oscureció en seguida, y con la noche llegaron los fuegos artificiales sobre Trocadero. Todo el mundo se abrazaba y los más afortunados se besaban. Conversé unos minutos con una chica muy simpática de Azerbaiyán, en francés. Llegué a tres frases seguidas.

No escribiré que me sentía mal. Estar en París en un día tan importante como este es un privilegio, pero como en todas las revoluciones, siempre falta alguien al lado para atestiguar que todo es cierto, que los fuegos en París explotan para mí y que hay un verano de erres guturales esperándome.

Digamos que el 14 de Julio fue también la revolución para este que os escribe, una revolución sin sangre, pero que se nutre de ella. Una revolución caliente que me hará fuerte en los días en los que no haya fuegos artificiales.

lunes, 26 de julio de 2010

Los tres dedos del ciclista


Llegó de nuevo el momento. Lo anuncia siempre el calendario como la última semana de Julio. Yo, como todos, con mi bañador y la espalda descubierta, me hubiera sentado un año normal en la butaca y hubiera sustituido por un día la siesta por la televisión, le hubiera quitado el mando al jefe del salón y con el sonido del mar que va y viene hubiera visto a aquel hombre de amarillo que tanto le gusta sonreír.

Pero este año es distinto. Cambié el bañador por pantalones largos y un maillot y el salón de la casa de la playa por Champs Elysee, esa avenida que por fotos se ve tan larga y que en directo es mucho más, se lo aseguro. Pero no estaba solo. Me acompañaba un viejo amigo de los veranos, con quien tantas conversaciones he tenido, hace años, sobre la mala suerte de Beloki, el americano imparable (a ver si pilla a nuestro Indurain) y ese joven murciano, Valverde, que pinta tan bien, y con el que también simulaba ser ciclista y hacíamos nuestro propio Tour del Hornillo.

A eso de la una nos situamos en la línea de meta. Quedaban (aún no lo sabíamos) cerca de cinco horas de espera, el calor de la gente y sus cámaras de fotos, y muchas banderas de todos los países ondeando en la avenida más célebre del mundo.

Y de repente se escucharon millones de palmas y el estruendo de los adoquines. Los helicópteros sobrevolaban constantemente la zona y las motos se apresuraban a sacar sus pizarras. Apareció todo el equipo del Astana a la cabeza, con un chico menudo bien cubierto, vestido de amarillo, ese chico que nos está acostumbrando a esto del éxito por estas calles glamorosas.

Pasaron los ciclistas como un viento huracanado, sin apenas dejar tiempo a reconocer las caras. El primero Contador, como una luz entre la confusión. Por ahí Petacchi, con su pelo rubio, Sastre el último, acusando la fatiga, y entre medias, muy de vez en cuando asomaba un tejano cuarentón que es muy amado por estas zonas.

Acabó la carrera y la gente se agolpaba en el podium. Esta vez no hubo fallo. El madrileño levantó los tres dedos de la mano derecha y sonó el himno de España correctamente, esa cancioncita hecha por un lorquino que tanto está sonando últimamente en un país con el mejor himno del mundo.

miércoles, 21 de julio de 2010

Iniestazo made in París



La bola cayó para aquel larguirucho patoso. Una vez, dos veces. No fue necesario una tercera. Atinó antes de llegar al refrán. El defensa se quedó clavado, como si las botas le pesasen y el césped fuera arcilla. Se la llevó el calvito prematuro, el chico sin sangre en las venas. Cuatro pasos, mirada al frente. El portero tirado antes del fusilamiento. Silencio. Y una ciudad muere de gritos extranjeros.

Miré a mi hermano y nos abrazamos llorando. Había mucho de verdad en esas lágrimas, muchos hechos que no tenían nada que ver con el cuero. A nuestros lados, el chico venezolano que habitaba en Escocia y un gigantón colombiano que buscaba en París su amor perdido. Todos lloramos por llorar, por sentirnos vivos en esta ciudad, por sentirnos por primera vez más fuertes que ella, por cantar gol en castellano, a pesar de los kilómetros de nuestros nacimientos y por el falso vino francés que absorbían nuestras venas hispanas.

Pitó el final del partido aquel hombre de negro. La cerveza empezó a arrojarse por la sala. Todo el mundo que vestía de rojo era un familiar querido. Besos, abrazos, llantos. En el metro la gente nos miraba como anquilosados, celosos y a la vez sumisos de la victoria. Nadal y Contador subieron con nosotros a los vagones. Salimos a Champs Élysée y toda la eterna calle era una bengala roja encendida. La gente se amaba tumbada en el asfalto, los coches pitaban de alegría y las personas salían de sus ventanillas para mostrar las banderas españolas.

El Arco del Triunfo humeaba, como si fuera el punto de partida de la Castellana. Cada buzón de la Poste francesa era una Cibeles en potencia y no nos sentíamos polizones en tierra lejana. Cada metro de París era parte de España, unos barrios el sur, otros el norte, pero en todos había eñes.

Y al fondo, majestuosa, con colores amarillos y dispuesta, aparecía la Torre Eiffel, muda, silenciosa, esperando, mirando al frente, con los cuatro pilares clavados en el césped y dos locos que creían ver porterías en sus arcos y balones en cada lata arrojada al suelo.

lunes, 19 de julio de 2010

Bonjour, París



Y esto de París se hizo realidad. Apenas quedaban unas pocas luces en el cielo y el autobús me acercaba a mi destino. Mi casa durante un año. La primera vista de la ciudad fue el Sacré-Coeur, resplandeciendo en lo alto de París. Quizá haya sido la mejor imagen que se me ha mostrado de París hasta ahora.

El primer día fue una especie flash-back continuo en mi cabeza sobre todas las veces que he alabado esta ciudad por encima de todas. Nos dirigimos mi hermano y yo temprano en la mañana hacia la universidad donde estudiaré literatura clásica. Fue uno de los peores momentos de mi vida. La secretaria nos hablaba en francés y mi única defensa era mi hermano pidiendo clemencia sobre mí en inglés. Las últimas palabras de la secretaria fueron: “¿Cuáles son los criterios de selección de su universidad? Usted no puede venir aquí si no habla francés. Es una deshonra para la institución.” Mi hermano y yo pensamos irnos corriendo en mitad de la conversación y dar la estampada. Pero hubiera sido muy sucio.

Tras la humillación nos dirigimos a la Soborna a pedir un curso de francés, y tras recorrernos todos sus pasillos, todos sus siglos de historias, una rígida señora se dignó a darnos un papel informativo sobre las tarifas del curso. Nos dijo que el examen de acceso era esa misma tarde y los cursos rondaban los 1000 euros por mes.

Mientras se me pasaban muchas formas distintas de tirarme por un puente hacia el Sena, nos acercamos a la embajada de España, buscando un poco de consuelo en el idioma conocido. Entramos por la puerta y atravesamos un pequeño jardín exterior. En la puerta un hombre nos recibió con los brazos abiertos para echarnos inmediatamente de ahí, haciéndonos entender que aquello no era una ONG. Me dieron ganas de llorar, pero todo aquello se transformaba en una risa amarga cuando miraba a mi hermano.

Como último escalón de la cadena, entramos a un supermercado cercano de mi apartamento y descubrimos que el precio de todo oscilaba entre el doble y el triple que en España.

Cuando cerré los ojos, a eso de las dos de la noche, amé mi casa como nunca en mi vida, mi pequeña ciudad con sus fallos y mi pequeño país con sus fallos (menos la embajada). Ante todo siempre es mejor reír que llorar.

viernes, 16 de julio de 2010


Todo empezó como las grandes historias, con un poco de casualidad y cierto misterio que uno no termina de explicarse. El día que me acerqué a la ventanilla de secretaria de la Universidad de Granada y vi en letras mayúsculas mi nombre seguido de las iniciales de Bruselas encontré la derrota. Bruselas, esa ciudad desconocida, la ciudad de la burocracia y las banderitas azules con círculos de estrella, la ciudad de las estatuas orinando y la ciudad de Tin-Tin, ese aventurero apuesto de mirada gutural. Bruselas, el destino esquivado por todos y que sin buscarlo vino a mis manos sin tener escapatoria.

Corría el mes de Febrero del año 2009 cuando le puse rostro a la ciudad y a sus habitantes. La encontré como un gran salón cerrado, donde en sus plazas se celebraban banquetes y el vino se servía tan frío que apenas se podía tragar. Una luz maravillosa, casi cegada por la nieve y el aguacero. Algunas despedidas más sentidas de lo esperado y después un silencio dentro del ser que no me dejaba estar un año entero entre sus calles.

La idea de rechazar mi erasmus a Bruselas fue realmente dura. Era el año de las optativas vacías, el punto de inflexión perfecto donde todo el mundo tenía una casa en Europa, desde el Este más eslavo al Oeste más tejano. Me recuerdo un día de Navidad mirando en mi casa junto a mis padres unas fotografías de París en invierno, de sus puentes efímeros de pasajeros y sus luces de farol colgando de cualquier punta elevada de hierro. Fue demasiado para renunciar del todo. En todas las miradas hacia los mapas del mundo París combatían con Roma casi con las mismas armas. Una tercera ciudad era demasiado arriesgada.

Aquel no a Bruselas me costó ciertamente muchos paseos sin sentido, con la desesperación de sentirse de más en una ciudad, Granada, que empezaba a hacerse monótona. Sin embargo, me reencontró en un piso de veinticinco años cuadrados a mi hermano, ese pequeño personajes americano que se hará, de una forma onírica o consciente, un sitio fijo en todas estas líneas. Me devolvió los mejores años, a la sombra de las humedades de la lluvia granadina, aquel año en el Colegio Mayor, las mejores horas de radio, los mejores libros, los mejores goles, los mejores guiones de cine, las mejores ensaladas y también las mejores broncas. Me dio la oportunidad de descubrir la fuerza de la amistad en muchos hogares que antes apenas existían y cada anochecer contemplando la Al-hambra como si fuera la última escena de una película muda.

Valía la pena esperar un año más para comenzar este blog, queridos navegantes en barcas ajenas. Mis remos ya están listos. Paris nos espera. Nos aguarda. Bruselas sólo fue el preludio fallido de esta tragicomedia.