miércoles, 29 de junio de 2011

El último café



Yo estaba sentado en Odeon, en la boca de la salida de metro, justo a los pies de la estatua de Danton, que reza “Después del pan, la educación es lo primero para el pueblo”. Miré el reloj en un par de ocasiones. Solamente eran diez minutos de retraso. Los coches hacían del Boulevard Saint Germain una playa visitada los domingos, un verano de parques y bicicletas. A lo lejos las torres de Saint Sulpice se escondían, gemelas, entre las buhardillas y las nubes.

La noche de antes se sucedieron las despedidas. Los amigos cantábamos y bebíamos vino. Se abrían las heridas que nos han formado el cuerpo este año. Los amores, los fracasos, que al final, son los mayores triunfos, porque ponen voz a los escenarios. Todos se desnudaban encima de los vasos vacíos, y contaban sus verdades, que han sido las batallas y los ecos de un año, los cristales rotos en el suelo.

Y el rumor amargo se asomaba en mi boca, y no me dejaba pasar bien los tragos. Estos últimos tragos que aparecen cuando el mes de Mayo se está acabando. Busqué mi móvil. Me evadí de los asuntos y de las noches, y encontré su número, perdido entre un recuerdo de una noche de Noviembre, que casi era un rumor, y varias respuestas negativas.

Y pasaba el tiempo en Odeon. ¿Cuándo fue la última vez que la vi? Hace siete meses. Quizá ya ni se acuerde de mi cara. Todos cambiamos y la ciudad nos ha ido moldeando, ha ido inyectando carne en lugares donde el rostro representaba cadencia. Ha ido iluminando facciones que antes no existían. Ensombreciendo párpados y haciendo ligeras las manos, metidas en las sombras de la noche y los rincones más románticos.

Me armé de valor y las palabras se escribieron. Me voy mañana, solo pido un café. Y allí me encontraba. En la misma calle que me había visto pasear cada día, en invierno, con bufandas y sin paraguas para la lluvia, y en otoño, con manifestaciones y fotografías que olían a tiempos viejos y sabios.

Y ella llegó. Puntualmente retrasada, como se espera en las mejores citas. No la vi desde lejos. Escucho como pronunciaba mi nombre, como si leyera un salmo, como si acabara de descubrir un hallazgo, un resto arqueológico. Me llamó, y me levanté avergonzado. Si, han sido siete meses, y ahora que te estoy viendo tan cerca, los siete meses han sido siete horas, han sido muchas cervezas en las que esperaba tu entrada en un bar, por sorpresa, han sido muchas recogidas solitarias, muchos paseos en bicicleta, sin un carril compartido. Siete meses. ¿Pero dónde has estado este tiempo? ¿Y yo? ¿Cómo me voy ahora de esta ciudad? Solo un café, que mañana los trenes parten llenos, y la ciudad se quema en el crepúsculo de la ausencia.

Ella iba vestida con una chaqueta azul marina y con las mangas dobladas. Me recordaba una canción de los Beatles que no sabría definir con exactitud. Caminamos unos diez minutos, y encontramos la primera terraza idónea para recuperar siete meses en dos horas de café. ¿Siete meses? No has cambiado nada. Estás estupenda. ¿Me has echado de menos? Solo un café, que tengo prisa. Me voy mañana. ¿Qué quiere decir mañana? Siete meses.

Hablamos de Machu Pichu, esas ruinas que viven dentro de mi, esa Lorca perdida y detenida entre la selva. Algún día iré a Perú, quiero conocer tu país. ¿Me llamarás? Solo un café, que siete meses dan para mucho olvido. Y yo me sentía Ricardito, que estaba delante de La niña mala. Sabía que con su sonrisa podía inmovilizarme. Pasaban los minutos y nosotros hablábamos. Desde que te conozco, creo en las casualidades, creo en los autobuses nocturnos y en los tes a media tarde en la mezquita. ¿Tú sigues aquí el año que viene? Vendré a visitarte. París no será más un cuadro en mi pared. ¿Qué has hecho en París en estos siete meses? Y yo callo, porque no siempre he sido el hombre del traje gris, y en las orillas del Sena he visto el gran desfile de la vida, en su plenitud, en su decadencia, en sus sombras y en sus lagunas de luces.

Me voy mañana. ¿Qué quiere decir mañana? Siete meses. La vida muchas veces no dura tanto. ¿Cuántos cafés caben en siete meses? Dos horas no justifican siete meses. Me tengo que ir, he quedado con mis amigos. Estamos hablando. Sabes que puedes volver cuando quieras. La miro. Le clavo los ojos en sus ojos. Sus ojos color miel oscura, su pequeña boca de acantilados. Yo vengo del Mediterráneo. Tu mirada es un continente que llora y se levanta. Siete meses, y ninguna respuesta. ¿Por qué no me insististe? Los imperios no se crean a la primera. No se salvan en dos horas.

Yo sé que Odeon siempre me hablará de ti. Yo sé que París me hablara de ti. Les hablará de ti a mis amigos, cuando todo sea confuso, cuando cuente alrededor de mis fantasmas que yo fui dichoso en esta ciudad de ceniza y caricias azules. Que fui joven y conocí a una peruanita que me hacía enloquecer cuando no respondía a mis mensajes. Yo sé que has sido parte del cuadro en mi pared. Has sido siete meses de silencio, que sonaban más que las campanas de Notre Dame los domingos. Dame dos besos. Que tengas mucha suerte. Nos veremos en el futuro. Yo me voy mañana. Soy un verbo y una ciudad. En siete meses le demostramos al mundo que eras La niña mala, que el café dura dos horas, y que las despedidas se sienten toda una vida, porque nunca terminan de cerrarse.

jueves, 16 de junio de 2011

Veinte Años



Solía fumarse un Romeo y Julieta a media tarde, sentado en su silla, y poniendo algo de ópera, o tal vez alguna canción de Víctor Jara, mientras me explicaba en que consistía el último que estaba leyendo, o cómo había escrito Marx el Manifiesto Comunista, en pleno Soho de Londres, entre borrachos y luces que olían a moviola. Estiraba sus piernas hacia la mesa, donde descansaban todo tipo de objetos inútiles: un adoquín parisino, capturado años atrás, botellas de vino recién abiertas, de las cuales siempre acabábamos una, un ejemplar de algún libro de Adam Smith, y su inseparable ejemplar diario de Liberation. En las paredes que le hacían dormir un cartel de Yo soy Cuba, la película que nunca terminamos de ver, otro de la revolución de los claves, donde una chica muy mona levantaba el puño, y otro de Miguel Hernández hecho con lápiz.

En Septiembre veíamos películas políticas, en la sombra del jardín de la universidad. A veces paseábamos. Otras veces dormíamos la siesta, yo en su cama, él en la silla de su cuarto. El invierno trituró aquello que los demás llaman monotonía. Y nos alejamos por buena salud de los dos.

A pocos metros vivía una chica tunecina. El mayor torbellino que he visto en mi vida. Compaginaba a la misma vez clases de alemán, chino, yoga, literatura, iba una vez al día al cine, tocaba el piano solo por el placer de sentir las teclas en su piel, y dormía doce horas. No creía en un mundo alejado de los muros de la universidad. El patio central era para ella el universo concentrado. Siempre llevaba el pelo suelto, y se perfilaba los ojos de una forma irresistible, como si de ellos dependiera el orden y el caos. Su español era muy bueno. Su sonrisa también. Los primeros meses solíamos comer juntos, tomar un helado en Mouffetard y caminar hasta la Mezquita. La revolución árabe la apagó entre llamadas telefónicas a su casa y la sensación de que la historia no quería subirla a ella en el mismo vagón. Cuando la vi por última vez, nos abrazamos como si tuviéramos miedo de no vernos más.

En el otro lado del corredor, si llaman a la puerta, una chica italiana les abrirá. En lo primero que se fijarán será en su lunar que le baja por la mejilla, un lunar hecho para las miradas y las piedades. Sin saberlo, sin predestinarlo, compartimos una genética que es más dramática que festiva. Una genética que tiene que ver con un tres y con un noviembre. Los cafés con ella siempre fueron más dulces que con ninguna otra persona. Recuerdo que sus abrazos eran una mezcla de sabiduría y tranquilidad. Hablar con ella de mis problemas era como buscar en la enciclopedia de todas las dudas la respuesta. Lo mismo hablábamos de sexo que de política. De cine que de locura. Siempre me pareció algo más que una amiga. Era una hermana mayor. Un buen día de Junio, su habitación se vacío y nadie llamó a la puerta para comprobar si el lunar en la mejilla seguía ahí.

Hacia el sur, a unos pocos kilómetros de la ENS, se encuentra la facultad de Montrouge. Una chica de piel tostada, abrasada por el sol de Venezuela vivía entre libros, seminarios de latín y revistas de Virginia Woolf. Paseábamos por el jardín de Luxemburgo en la hora de la comida y hablamos del gran continente que tenemos en común, de lo buenas que son las noches en un teatro francés, y de que la llamara si algún día volvía por este lado del planeta. Se la llevaron las mareas y los exámenes. En su fiesta de despedida yo no estuve presente. Me requerían las necesidades y los falsos dorados. Escuché por última vez su voz al teléfono.

Ahora recorro todos estos pasillos, todas las calles que sé que han sido de ellos. Hablo en sus lenguas y me siento en los mismos bancos donde se sentaban. Eran pequeñas costumbres. Verlos significaba que el día estaba siendo normal, que no habían cerrado el restaurante, que la revolución que esperábamos se estaba retrasando, que el Sol se pondría esa noche por el lado del Grand Palais, que la línea 38 nos unía a todos bajo una misma parada. Miro sus puertas deshabitadas, como un cuerpo que ha perdido la vida. No escucho el rumor de sus pasos, debajo de la puerta, ni el brillo de los rostros al zafarse de la madera. Esos ojos que se hacen uno solo. Todas estas pequeñas vidas, que sin quererlo, han formado la mía.

martes, 14 de junio de 2011

Uno de los grandes





El inicio y el final, como dos puntos que se juntan en una esquina, o detrás de una cerveza a la que se le sale la espuma, o frente a un barco que transporta arena mientras nosotros decimos que se trata de cocaína.

Fue un quince de Septiembre, el día de la independencia de México, a la altura donde se junta Saint Germain y Saint Michel, ya saben, esa explosión de tráfico y mujeres que huelen a verano. Lo vi por primera vez. Esa clase de tipos que conocido un año antes no sería nada, ni un nombre, ni un teléfono, ni un rostro. Pero lo conocí en París, y era Septiembre, y era sol y era a la vez incertidumbre.

Él pronto fue para nosotros el hombre de la filosofía. Siempre había una palabra justa para cada situación, una mirada de seguridad que definía cualquier gesto de la vida: qué las chicas no nos miran: bueno, relájate, estamos en París; que no queda bebida: atravesamos tres barrios para comprar unas latas; que el sol nos daña los ojos a esta altura de Saint Louis: tío, sabes que mis gafas de sol me hacen guapo, y eso nos gusta.

Y todas las vueltas a casa eran excusas siemp

re para quedarnos un poco más. Desde que supimos que eres Egos, y que yo soy Jimmy, las esperas al Nocturno 14 siempre eran más amenas, los asientos más cómodos, los partidos donde veíamos perder al Madrid menos dolorosos, las comidas rápidas y las incursiones a la lengua turca más humanas.

¿Sabes?, esas tardes son la que nos hacen grandes, las tardes donde no me pasabas el balón, porque tu ansia de gol te hacía no ver amigos en el campo de tierra; esas tardes donde no existía un reloj ni un tren, y nos acomodábamos en cualquier rincón de la ciudad, un poco enamorados de lo que pasaba por nuestro lado, un poco nostálgicos de lo que había pasado ya; esas tardes donde nos quedábamos callados, como esperado encontrar una sombra de repente, o montados en bicicleta, donde cualquier caída era evento de risa y besos al asfalto y al vino.Pero bebíamos muchas noches porque no sabíamos si íbamos a estar despiertos al día siguiente. Y cada paso se nos aparecía más incierto y más maravilloso. Conocíamos gentes de todos los lugares. Dos chicas que venían de Suecia, y se sentaban a nuestro lado en un bar, un grupo de latinas, que hacían de nuestro idioma el mejor de los juegos y de los acertijos. Era entonces, en la quietud de una farola, cuando te ponías con tu pose de malo del Bronx, pegabas el último trago a la botella, y exclamabas por todo lo alto que no somos de este mundo, que nosotros somos otra cosa, que los centímetros demuestran que no todos somos iguales, que hubiéramos sido más felices si Elías hubiera sabido tocar la trompeta, yo el trombón, y tu la armónica, porque la felicidad residía en un puente, en algo de frío, y en una música que venía de todas partes.

Al final, descubrimos cadáveres, descubrimos que ciertos seres humanos tienen semejanza con las vías del metro, que los rinocerontes existen, caminan sueltos por Venecia, que la comida del vasco es un lujo para estudiantes, y que si se toma acompañado siempre es mejor, que el apartamento de Francesco es el mejor lugar del mundo para fumar, que los italianos son unos guarros, pero nosotros también, aunque con estilo y filosofía, que no te metas esta noche en el ordenador, que te va a hacer daño, que tu estás ahora y aquí, en París, que eso es otra guerra y hay otros ojos a los que mirar y otras manos a las que prometer amor eterno, que las discotecas, por regla general, son agujeros negros en los que no hay salida, que los museos son para parecer interesante, pero teniendo el sol y teniendo la vida, los cuadros permanecen mejor lejos, que los aviones dan miedo, que nosotros, fugitivos del tiempo y de la juventud, somos indignados en Beauvais, que Joseph, si estás muerto, ¿Por qué coño sigues en la escalera?

Y llega el autobús, a lo lejos, sin poder asimilarlo. Sin poder creerlo. Tú agarras tus maletas, que son dos, y son muy pesadas. Me regalas las botas de futbol, las mismas que no me querían pasar el balón, porque los goles son solo tuyos. Y el autobús se acerca, con su paso de ejército alemán. Y nos miramos. Nos espera Granada, carajo. Ha sido un honor. Esta noche beberé por ti. Esta noche no beberé, por respeto. Joder, eras uno de los grandes y te has ido. Gracias, Egos, por demostrarme que el amor también está en dos piernas y en unos dieciséis años.

lunes, 6 de junio de 2011

Tierra de embajadas



Lo llamamos a eso de las ocho de la tarde. Todos sabíamos que estaba cansado, que lleva unas semanas muy duras de ajetreo, y que nadie vuelve a ser el mismo después de los últimos años: un avión que te deja en New York, un mes en Asia, comiendo un poco de todo, llamando de noche a casa, para no despertar a nadie con el cambio horario, y apenas tener los ojos activos para visitar las ciudades, esas que cambian en cada Lunes y que se vuelven amarillas y portadas en los periódicos los viernes.

Y todos éramos conscientes. La tarde empezó el día anterior. Estábamos sentados en cualquier parte de la ciudad. Apenas nos quedaban ánimos para continuar con la noche. Ya van muchas así, y al final sabes que sucede lo inesperado, y que ves el Aleph, lo que nadie consigue ver. Aguanta un poco, que las puertas nunca se dejan abiertas. Y la noche quedó abierta para el día siguiente: una comida en el 58 Boulevard Saint Germain. ¿Les suena esta calle? Muchos amigos me preguntan qué se siente al pasear por esos adoquines. Tanta emoción como el segundo antes de abrir una botella de champán, les contesté a algunos.

Unos llegaron puntuales. Otros no. Las secuelas de las noches se amoldan al reloj y lo hacen veloz y travieso, hasta que se despega del control de tu cabeza y hace que pierdas un metro, o que no encuentres la salida exacta de tus zapatos. Pero nos sentamos unos ocho a comer. Pusimos el ordenador mirando hacia la ventana y desde la pantalla dos tenistas comenzaban a pasarse las pelotas en una superficie de arena. Algunos pensarían que la vida tiene que ser exactamente un manto de arena dispuesto para que dos genios intervengan en su disposición, tocando una pelota y haciéndola rodar ante el asombro de cientos de personas. Pero esos dos dioses de arcilla se movían a una velocidad infinita, y levantaban las voces de toda la ciudad, que sobrevolaba por encima de las propias nubes, que a eso de las cinco de la tarde, se dejaron arrasar por el agua.

Y el partido continuaba sus directrices. Ese ejército concentrado nacido en Manacor corría de un lado para otro, dominaba el partido, hacía suyo el terreno, le ponía nombre y lo deshacía con los dientes. Sus brazos se hacían cuerdas y su voz llegaba a la garganta de todos los espectadores. Pasaron dos horas más. La lluvia dejó de ser un peligro y la bola definitivamente se paró de un lado de la pista. En el otro lado, un suizo que ha hecho de la historia un mero ejercicio de estadística, caía de nuevo derrotado.

Compramos seis botellas de vino. Las victorias saben mejor afrutadas. Nos dirigimos hacia el Sena, ese templo de sabiduría y de felicidad universal, y nos sentamos, como tantas otras veces, a ver la tarde pasar en un anochecer anaranjado, como la tierra batida. Entonces llegaron las conversaciones. El vino hacía sus efectos y todos estábamos exultantes por nuestro amigo. Tiene que venir más veces a París. Ese tío despierta lo mejor de nosotros. Entonces el plan empezó a tramarse.

Nos enteramos que había una fiesta en la embajada de España. Una fiesta de gala y etiqueta, donde van los políticos y la clase dirigente del país. La fiesta la hacían en honor de nuestro amigo, así que decidimos que nosotros también estábamos invitados. Pensábamos ponernos traje y corbata, pero entre discusiones y vasos de vino, la hora de la partida se retrasaba. Tuvimos que posponer nuestro plan en una segunda vertiente.

Buscamos su contacto en Facebook. Nos apareció una foto suya vestido de azul. Comprobamos que se trataba de él, y no de un impostor. Y le escribimos, en un castellano que variaba entre lo formal y lo amigable: “Hola, somos unos erasmus españoles que hemos disfrutado mucho viéndote estas dos semanas en París. Solo queríamos decirte que si te aburres de esa fiesta en la embajada, llena de cortesías y protocolos, nosotros te ofrecemos una botella de vino barata, en el lado izquierdo del Sena, enfrente de Notre Dame.” Y adjuntamos un número de teléfono para esperar su llamada.

Entre una lluvia que empezó siendo fina, y que se transformo en un refugio del verano, fuimos apagando las botellas de vino que nos quedaban, a las dos de la mañana, mojados, debajo de un puente para protegernos, y fieles a nuestro amigo, que seguro que a lo largo de la noche se aburriría de las etiquetas y se vendría con nosotros a emborracharse.

sábado, 4 de junio de 2011

Miedos y Trovadores






Era de noche y no hacía demasiado frío. Una tarde primaveral, de esas que se abren a una botella de vino o a colgar los pies sobre un puente volante. Estábamos descamisados, sin ningún lugar fijo en la memoria al que ir. Hoy hay que ir a un sitio nuevo, que para eso somos jóvenes y es Viernes.

Dejamos las bicicletas apoyadas en una pared, al otro lado del río. Compramos unas cervezas y nos fuimos acercando al Sena como si nos hubiéramos convertido en perros que buscan el calor de una manta.

Las primeras horas fueron metros que se cerraban (adiós a otra noche por debajo de las tres de la mañana), grupos de chicas que ni siquiera nos miraban, y manifestaciones etílicas de extranjeros que no saben que las piedras también quieren dormir. Un libro cerrado que alguien olvidó, como si los libros no tuvieran frío y se sintieran solos, y una noche que parecía ser, lo normal en estos casos, el fracaso de un bus que se agarra a media carrera.

¿Pero cómo te permites, insolente? ¿Cómo explicar que en esta ciudad las cosas no funcionan así? Que tomas una calle cualquiera, abres la mirada hacia los grandes espacios luminosos de la noche y encuentras una respuesta a tus dudas, a tus miedos, a tus consejos malintencionados de tu conciencia. Una esquina pensada siglos atrás: una nube de amores que se quedaron en el pozo de los despidos. Un vagabundo que busca su cama entre cartones: Paul Auster vive en cada uno de estos pequeños diablos. El rastro de las luces de los coches en el agua: una canción que suena solamente en las noches.

Y apareció el miedo. Ese sentimiento solitario que viene cuando uno está rodeado de gente. La antesala a la calle oscura. El deseo de escapar del destino, que está firmado, que está sellado. Vicente, ese gran trovador de los silencios, nos descubrió un lugar que mis ojos nunca habían visto. Aquí nació París, nos dijo. Y yo pensaba para mí, aquí nacimos un poco todos nosotros. Entramos en las entrañas de la Ille de la Cite, delante del Palacio de Justicia. Yo había oído algo sobre que en esa plaza quemaron al último templario que agarraron vivo. Morir delante de Ponte des Arts, con todos los besos que te miran y todas las trompetas que te dan la espalda. Y Notre Dame al fondo, para acrecentar las llamas que te consumen.

Yo sentí miedo. Sentí eso que se ama y se odia al mismo tiempo. Cada farola era una sombra y cada sombra era un cuchillo que sobresalía, luminoso y plateado. Y vinieron las historias de la infancia. Mis imperios contra la oscuridad, mis carreras contra las caras que se formaban en mi pared, cuando mi edad se hacía con ocho años, y mis templos de misterio se derrumbaban por cada ruido que la noche desprendía. Y mis miedos no vinieron solos. Vinieron los miedos de los demás. Y Antonio hablaba de cuerdas que se atan al cuello y autopistas y columpios que penden cuerpos. Y Fer hablaba por teléfono, junto a una señora sin años ni estaciones, que cambiaba de rostro en cada impulso del cielo. Y Elías nos decía que hubo una época en la que todo era difuso y la gente le perseguía por las calles, cuando se ponía el sol. Y poco a poco nos fuimos levantando, sintiendo, que entre fantasmas, estábamos traspasando una línea que no nos convenía. Los cinco miramos con disimulo a aquella señora que cambiaba de rostro, y que a su vez, no se dejaba ver. Pero Vicente, el trovador de los silencios, manos en los bolsillos, se mostraba impasible, porque aquella plaza era su paraíso en la tierra para él. Y sentí cierta ternura al descubrir que de todos nosotros, el único que no sentía miedo era el descubridor de Place Dauphine.Y Vicente iba el primero. Se sabía el camino. Estamos en el centro de París y este lugar se me había escapado. No, chaval, ese lugar tenías que verlo con gente como Vicente, el trovador de los silencios. La plaza estaba iluminada con tenues farolas que poco a poco se iban apagando. Nuestras conversaciones, en cambio, crecían con el calor de la oscuridad y de la cerveza. No escuchábamos ni el rumor de las olas cuando pasa un barco, ni los coches haciendo cruces de humo por la carretera, ni la fricción de la Luna cuando choca con las nubes.

Nos fuimos con el miedo colgando de la chaqueta. Esos miedos irracionales que te traen las órdenes de tus padres al acostarte, que ya es tarde. Pero en el fondo, en lo más profundo de nuestro ser, todos sabíamos que todos esos miedos se dirigían aquella noche, en la Place Dauphine, hacia un único y compartido miedo: el de dejar París dentro de un mes.

jueves, 2 de junio de 2011

Historia de un vestido II: Cuatro truchas, dos besos


- ¿Cómo te llamas?

- Yo me llamo Margarita.

Se llama Margarita y lleva un vestido morado que le queda por encima de las rodillas. Es primavera en la ciudad, y lo saben las terrazas, que sacan sus bebidas alcohólicas a relucir, y lo saben los brazos y los hombros, que se desnudan a su paso por la media tarde.

A mi no me gusta el té, señora de las miradas fingidoras de enfados, a mi me gusta el vino cuando se hace de noche y me gusta hablarte en francés para que tu me contestes con ese acento que tanto me recuerda a las películas de Truffaut. Invítame a tu casa, tengo ganas de ver como queda París desde este lado del río.

- Esta noche, chico bueno, te vienes a mi casa a cenar. Llama a un amigo, que yo llamaré a una amiga. Lleva el vino. Yo haré lo demás.

En Parmentier las líneas de metro se dividían, como vidas que caminan solas desde sus primeros pasos. Oberkampf subía la cuesta hacia Belleville, rebosante de jóvenes, muchachas y negros que vendían vidas a muy bajo precio. Ella y yo nos mirábamos, en un bar muy elegante, de esos modernos que ponen música cubana cuando la tarde te esta pidiendo que la beses.

- Con ese vestido morado va a ser muy difícil resistir toda la noche.

Y ella se levanta de la silla, que estaba pegada a la tierra como mis labios a las palabras. En el cielo habrá miles de aves migrando, pero Margarita y yo subíamos a un quinto piso sin ascensor. Al tras luz de las ventanas, mientras las escaleras se hacían poemas y excusas, yo veía sus piernas lindas chocarse, y como nacía un monte luminoso y violeta.

- Yo algún día te escribiré en una novela, bonita, y diré a la gente que fuiste París, y fuiste hermosa.

En el horno las bocas se repartían entre cuatro. En la mesa, los platos y las copas se multiplicaban. Llamaron a la puerta con el lujo de los invitados. Entró Francesco. Camisa morada y barba perfilada de los Lunes. A su lado, Nadia, esa niña blanquita que llego de las estepas y de los idiomas cirílicos. Cuando cuatro son las bocas, dos son los besos. Cuatro truchas para dos bocas.

- Pon vino a esta sonrisa, Margarita, que tu nombre no se quede en estos muros y salga por toda la ciudad.

Pasaban algo de música en la radio. Esas canciones francesas que nunca terminan de pasar de moda. En las paredes colgaban cuadros que hablaban de revoluciones pasadas. Amo tu pintura como amo los pinceles que están por llegar.

Las doce de la noche llegó al reloj universal de las copas de cristal.

- Francesco, si me dejas solo, yo no sé actuar.

El diablo se salió de sus guaridas. Malditas las noches y malditas sus constelaciones de coincidencias. Nadia agarró su abrigo. La puntualidad rusa la llamaba al orden. Francesco se retiró con la mejor de las excusas, tocando el himno nacional. El diablo se plantó ante mí. Si me dices que me quede yo me quedo, pero prométeme que esta noche no será mañana la otra noche.

Se cerró la noche. En la mesa quedaban dos copas de vino. Margarita tenía su vestido morado, ávido de caricias y de recortes presupuestarios cuando se apagaran las luces. En la calle habrá orquestas tocando a los pies del Sena. El vino se consumió en una copa de cristal. Miles de brujas sobrevolando el cielo más negro, más incierto, más poblado. Y nosotros aquí, buscando esquinas a la soledad.

martes, 31 de mayo de 2011

Historia de un vestido I: Las dos sombras del egipcio


Llevábamos sentados media hora en la banqueta de aquella sala del Louvre. La luz terracota entraba por la ventana. Hacía un sol de mil demonios en París. ¿Cómo harán las palomas para volar por aquellos espacios tan luminosos? Que se metan debajo de alguna fuente. Que asomen la cabeza al río.

Yo la miraba de vez en cuando. No me gusta ser grosero y dejar ver mis intenciones. Entre las tres y cuarto y las tres y media apareció una de las primeras sonrisas de la tarde en su cara. Llevaba un vestido morado por encima de la rodilla y que le hacía un arco de medio punto inverso en el escote. Iba realmente preciosa aquella tarde la niña. El pelo suelto, a modo de cascada por lo hombres, y los zapatos azules, con un tacón que la hacía más o menos a la altura de mis labios. Mientras estaba sentada movía las rodillas con un gesto nervioso, y ponía sus manos sobre mis hombros, como si estuviera prestando atención a la cantidad de mentiras que le estaba contando. Si logras creerte esto, te juro que soy un maestro, pensaba yo, mientras la habitación de la sala de egipcios se hacía cada vez más pequeña, cada vez más para nosotros.

Sobre los besos no se ha escrito mucho en las obras de arte. Pero yo en ese momento la hubiera besado apasionadamente sin importarme el guardia de seguridad, que intentaba conciliar el sueño entre moscas y flashes, sin importarme el grupo de estudiantes de parvulario que caminaba en ese instante por la misma sala, o sin importarme que en la calle cientos de besos superarían el mío por la forma y por el contenido. Pobres infelices, no saben lo que es besar a la chica del vestido morado.

La miré. Estaba decidido a hacerlo. Dos horas de museo, treinta grados al sol, una sala oscura, llena de cabezas de barro y un pálpito de que esta vez nada podría fallar. Y ese vestido. Ese morado que viola los sentidos, que hace ser republicano al propio rey de Inglaterra, que hace sucumbir a Napoleón, y lo hace bailar danza clásica con una alemana cuarentona. Ese vestido morado que me hace revolucionario y bolchevique. Allá voy. La suerte es para los perdedores. Yo hoy tengo seguridad. Los egipcios están conmigo. ¿Y qué pasa ahora?

Athon se me reveló como una señal funesta. La chica se levantó del banco de madera y se puso a observar una escultura que estaba situada en el otro extremo de la sala. Era una cara fraccionada. Solamente se conservaba la parte delantera. No tenía orejas. Solo ojos, labios y nariz. La chica examinaba la figura como si fuera la obra más impresionante que hubiera visto en su vida. La miraba, pasaba sus ojos entre cada grieta, y no existía otra cosa en el mundo que aquella maldita figura olvidada de la mano de la historia. Ella me miró, me agarró de la mano y me pidió que le contara quien era el señor de la cara partida. Yo le dije que no lo sabía, que era imposible saberlo. Ella me apretó la mano con fuerza, como si tuviera miedo a caer, como si nunca más me la volviera a dar, y me exigió que le contara una historia. Invéntatela chico, ¿No dicen que tienes imaginación?

De esta forma nación Athon, hijo de Amenofis IV, que para emular a sus antepasados, construyo una pirámide invertida, como la que se encuentra en la planta interior del Louvre, y donde enterró a todas las personas que osaran mirarle a la cara al pasar por la calle. Así como los animales tampoco podían hacer el más mínimo gesto hacia la persona del faraón, porque serían condenados a muerte en la pirámide invertida.

¿Y qué más? Me decía ella, ¿Dónde está el amor en esta historia? Yo sudaba porque mi francés no ha sido creado para tales mentiras. Pero la miré a los ojos y describí a una esclava egipcia, de la cual se enamoró el faraón, Athon, perdidamente. Y la egipcia que describí en ese momento era exactamente igual a ella, con el mismo vestido morado y los mismos tacones azules que la ponían a la altura de mis labios. Y para concluir la historia, hice que el faraón y la esclava se besaran un día delante de su propia escultura.

Se hizo el silencio en la sala. Desaparecieron todos. Solo quedamos la chica del vestido morado, la cara partida de Athon y yo. La mano de la chica se dejaba correr por mis dedos. Dos sombras hacían el rostro de Athón bimembre. Ella empezó a decirme algo sobre las dos sombras proyectadas en la pared. Yo le dije que representaban el existencialismo humano a través de la tragedia de la historia y de la sensación de represión de la especie humana antes su legado de libertad. Ella se quedó sin palabras, pero con una expresión entre el miedo y la risa. Me dio un beso en la mejilla izquierda y me dijo que para besarme en los labios tenía que trabajarlo más. Pero me invitó a cenar a su casa.

Athon se quedo con sus dos sombras en la pared, y un aroma del vestido morado que jamás podrá olvidar por muchas grietas y fracturas que presente su escultura.

sábado, 28 de mayo de 2011

Vidrios rotos



Y por si acaso cae la lluvia a nuestro paso, procuraremos mojarnos lo suficientes para saber lo que estamos sintiendo. Porque minutos antes, Élmer se encontraba en un Quai cualquiera, enfrente de la Ile de Saint Louis, a su izquierda Notre Dame, y veía como los aviones quebraban por sus torres y se escapaban hacia Johannesburgo, hacia Buenos Aires, hacia Sidney o hacia Nueva York, y no comprendía como la gente podía salir de esta ciudad, que está viva, que hace a las personas estar vivas, como los ángeles que descubren en una noche de pasajeros que tienen sexo, y que ese sexo es un pecado placentero.

A su lado estaba Viernes, que había llegado a la ciudad en tren, en un mes equivocado, con un pañuelo multicolor que le hacía el cuello más esbelto y misterioso, y unas gafas de pasta sin cristales, y con un aíre de “yo ya me conozco París y no es para tanto”. Pero Nena, París es mucho más que una calle y un vino, es una luz que de repente explota en un bar de Saint Germain, o una columna de fuego que nace en Bastille y arrasa Saint Paul hasta llegar a tus ojos.

Hablaban como si nada. Llevaban casi un año sin verse pero parecía que el tiempo había dejado de existir. Élmer notaba que sus manos no le respondían. Cerraba los ojos e intentaba guiarse con el aire que olía salado. Caray, desde aquí se ve el mar, pensaba mirándole a los ojos a Viernes. Él, ajeno a todo, no sabía que ella estaba igual de nervioso que ella.

Y en el cielo asomo de tormenta. ¿Cómo tiene que ser mojarse paseando por el Marais? Ambos se levantaron. Dejaron las cervezas, vacías, como recuerdos vanos, en el primer contenedor que encontraron, y atravesaron la Ile de Saint Louis, deteniéndose en cada puente, porque se sentían vivos, y se sentían jóvenes como nunca se habían sentido. ¿Cuántas peleas han hecho falta para traerte hasta aquí? ¿Cuánta mierda en nuestras palabras? Cállate Élmer, que ya estoy aquí. Mira si los puentes tiemblan ante los besos de las parejas. Y ella se alejaba con una mirada que parecía una ráfaga de arena.

Entraron en el Marais. Élmer me dijo que era sábado, y que el cielo tenía una luz impropia para estar a punto de llover. Caminaban cada vez más lentos. En el otro lado de la calle los rabinos rezaban con su Torá abrazada y los pecados salían del cuerpo de los turistas, que buscaban esquinas para besarse y echarse fotos. Esta tarde es un año en el desierto. Necesito que llueva. Viernes no soportaba ver a las parejas haciendo ejercicios de amor mientras ella se quedaba sin su beso. Agarró de repente a Élmer de la mano. Sin que él le diera tiempo para replicar, ella ya le estaba diciendo que se callara, que no se podía pasear por París sin agarrar de la mano a alguien.

Luego sucedieron laberintos que morían en plazas cerradas. Casas de ocupación momentánea. Grupos de Jazz que miraban la música como una diosa poseída y negra. Homosexuales que sentían la libertad del beso ante una parada de semáforo. Burgueses con pañuelos que tomaban vino en las mejores terrazas. Pistolas afiladas que suenan como campanas. Joder Viernes, por qué no viniste antes, pensó Élmer, pero no llegó a decírselo.

Se sentaron en una terraza. El camarero era español, pero ninguno hizo el ademán de demostrarlo. Un vino. Una cerveza. Qué quietos se quedan los ojos cuando ya se han acabado las palabras. Élmer sintió un charco en su interior. Viernes se aproximó hacia el cuerpo menudo de Élmer. Élmer lo venía venir. Cerró los ojos. Viernes intuyó en los ojos cerrados que se trataba de un consentimiento. Se acercó cada vez más rápido. Élmer preparaba sus labios. En la esquina, los rabinos rezaban con la Torá abrazada. Los pecados se rociaban entre turistas y amantes. Se besaron. Ruido de muebles al caer las copas al suelo.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Rue du Calvaire



Hay lugares que se llenan de escenas no vividas. Te esperan detrás de un árbol, en la caída de un pájaro furtivo hacia el suelo, en la formación azarosa de los adoquines en el suelo, en la luz resbaladiza de una escalera al aire libre. En un simple banco a la sombra de cualquier letrero.

No sé muy bien en que consiste esto de pasear sin rumbo. Esto de encontrar a paseantes por las calles, bañadas de turistas y de historias deshechas. No sé muy bien hacia donde me llevan ciertas tardes, con el sol aun recordando que el verano es aviso, es parada de metro cercana.

En la calle la gente grita Mayo, sin saber lo que están gritando. Comienzan las revoluciones fotográficas, los vestidos que se hacen ausencia en el muslo o en los hombros. Este cielo que yo conocía tan bien ha vuelto desde tiempos remotos. El cielo, desde ciertas calles de la ciudad, se contempla de una forma diferente, y en ocasiones trae cenas con vino y postres descongelados.

Yo a él no lo invité por estos lugares. No lo invité pero sabía que tarde o temprano vendría. Y lo sabía porque en dónde el decía biblioteca yo respondía con un fin de semana en la playa. Serían las ocho de la tarde. El sol arriba, donde solo los aviones puedan atravesarlo. La tarde tenía pocas perspectivas. Tantas como números de teléfono en mi agenda. Me senté a esperar el reloj en el primer banco que se me hizo cercano. Y él apareció.

Llevaba un jersey negro que le cubría todo el cuello, unos pantalones color crema y unos zapatos marineros que siempre quiso comprarse desde que los vimos anunciar en el cine. Su cuerpo se había ensanchado, pero conforme avanzaba hacia mí descubrí que el efecto resultaba todo lo contrario. Había adelgazado lo suficiente para hacerme creer que se trataba de otra persona. Sus ojos seguían inyectados con el mismo sarcasmo que siempre. Se sentó a mi lado. Me dio una palmada en la espalda y empezó a recriminarme los aviones que he cogido sin él, las ciudades que he visitado sin apenas mandarle una postal, las botellas de Becherovka que he abierto sin ofrecerle siquiera un vaso. Pero a pesar de todo, seguía sonriendo como si nada de eso hubiera ocurrido en sus cuentas pendientes.

Me habló de otras tardes y otras personas. Nosotros, los de antes, los niños. Era curioso descubrir que tras la cúpula del Sacre Coeur se escondía una clase de cuarto de la E.S.O, y una profesora que se emocionaba hablando de Franco; o que tras los colores explosivos de la primavera en Place du Tertre podíamos ver el Mediterráneo, tal y como lo creamos en un fin de semana antes de la selectividad; o que sobre la silueta de París, entre los bostezos de la tarde preñada de sombras, encontraríamos aquella tarde de polvo y resaca en la que subimos al Calvario de nuestra ciudad, para hablar de lo que nos queda y lo está por venir.

Miré hacia las escaleras de la Rue du Calvaire. Parecían más empinadas que nunca, como si hubieran salido de un bloque de hielo y se hubieran fundido con las pisadas de los transeúntes. Al otro lado de la calle alguien vendía flores. El mismo que en otoño vendía castañas. Seguí mi camino, ese que es trazado por las distintas variaciones del aire o de los desconocidos cuando los cruzas. Cada paso hacia mi casa era un golpe de porqué y ni siquiera miré hacia atrás para ver si mi amigo se había ido, o permanecía esperándome en otras tardes cualquiera.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sobre los placeres de la lectura (con Elias)



Seamos sencillos. Al fin del cabo la vida se presenta de la forma más insospechada posible. He estado en el Louvre, delante de La morte Della Madonna durante dos horas, viendo como pasaban a mis espaldas turistas aburridos y mujeres que eran avisos de la primavera. He escuchado el canto gregoriano en el altar mayor de Notre Dame, una noche donde París dejó de dormir. He caminado junto a medio millón de socialistas y trabajadores hasta Place Della Bastille, en un Octubre de claveles rojos y canciones de la guerra. He estudiado en los mismos pasillos donde Jean Paul Satre fumaba sus cigarrillos de liar y de abstracción. He conocido todos los nombres que se dirigen hacia la sala cinco del Pompidou. Pero…uno siempre recuerda aquel paso que dio sin querer por una calle que no esperaba.

Y es allí donde encuentra una librería de segunda mano. Pasa por las secciones de fotografía y de naturaleza y llega hasta literatura universal. Esquiva el siglo XIX como si fuera una piedra mal puesta en el camino y agarra el primer libro que le viene a la cabeza. El escritor es argentino. Dos metros de altura y una erre gutural que se pasea por los puentes del Sena como un gato perezoso perseguido por el calor. Se saca de las estanterías. Se abre. ¿Cuántos ojos han leído esta misma línea que ahora leo yo? ¿Cuántas ciudades han visto este ejemplar? ¿Cuántos trenes? ¿Cuántas mesillas de noche? ¿Cuántos pensamientos que terminan en la masturbación y los mensajes a las tres de la mañana?

Y uno compra ese libro por dos euros cincuenta y encuentra en cada parque una escusa para empezar a leerlo. Llaman al teléfono, y Elías, este hermano de noches desubicadas y de botellas vacías, te anuncia que viene de comprarse un libro que le está cambiando la vida. Te dice el título. Miras con sorpresa sobre la portada de tu libro que se trata del mismo. Sabes que en París no existen las casualidades y cada capítulo se convierte en una cerveza, y cada rincón citado por el libro se hace un santuario, y cada calle es una peregrinación, y cada beso dado entre las líneas es un beso que se busca de noche y de día.

Y cada libro leído entre los dos es una buena escusa para una tarde inolvidable. Los dos hemos sido Oliveira, que persigue a la Maga para evitar que se suicide y que caiga a las aguas del Sena como una gota despistada. Nos hemos enamorado de una vagabunda con el cabello largo y sombrero, porque la mierda está más cerca del amor que el cielo.

Y hemos sido también Ricardito, ese muchacho peruano sin ambición que perseguía a su niña mala por todas las ciudades que es esta ciudad. Y aprendimos que también los que no leen a Freud pueden ser felices, y que el ser rebelde no tiene por qué empezar con una corbata o un sombrero nuevo.

Al final, con cada libro hemos descubierto una ciudad diferente a la de los demás. Con cada línea entendimos que París también es soledad, y que los títulos compartidos se hacen legendarios cuando son leídos entre cafés y calles saturadas de historias por contar.

Peces Contaminados


Fueron días de vino y rosas. Fuiste tú. Podías haber sido otra. Podías haber venido desde las profundidades de Rusia, del siglo XVI con sus torres acuarteladas y desde lo más profundo de mis dudas. Pero fuiste tú, como los minutos que quedan antes de que suene la alarma. Como el último hilo de agua cuando la ducha ya está cerrada. Como tú.

Yo, que nunca he creído en las coincidencias de los pasos de cebra, ni en “esta es la última copa, por si pasa algo”, ni en los semáforos en roja desde la otra acera, ni en el azar del Nocturno 14 en la parada de Place Sorbone. Yo que fui ateo en las escaleras y en la espuma que deja la cerveza en el cristal, fui a creer en un Quai cualquiera, cerca de Notre Dame.

Sola, delante de un vaso vacío, me esperabas por la tarde. Yo miraba el reloj con la impaciencia de las primeras citas. Esta era distinta. Hay gente diversa que camina por la ciudad, que toca la guitarra, que pasea a los perros y no sabe hacia donde se dirige. Yo tenía los mapas del metro de París grabados con lentitud en mis ojos. Un primer café bajo el cielo de París. Algunas nubes en el cielo. Pero esperemos a que anochezca. Las luces tenues te hacen los labios más sabrosos.

Recuerdo que por la noche pensaban en nosotros cuando caminábamos. Las curvas de la Ille de Saint Louis se movían sobre los taxis como una playa encendida. Sobre el asfalto los coches rumoreaban sobre si era lícito agarrarte, de repente, de la mano. En una cervecería, debajo de la mesa, los dedos se hacían extensiones de las rodillas. ¿Me están acariciando en alguna parte de mi cuerpo? Tú me acaricias pero miras hacia otro lado, como si no me conocieras de nada. Los mentirosos se acodan en la barra pero tú me estás acariciando suavemente la tela del pantalón, que se hace piel morena y sedienta.

Y después, cuando el alcohol ya era una palabra dicha, las bocas se calentaron de París, París, París, ese santuario de los amantes que nunca se han visto. Yo no espero a que venga ninguna mujer a recogerme. Estoy solo en una ciudad que ha visto crecer mis ilusiones y mis fracasos con la rapidez de los meses. A ella le gusta el Sur. Me lo dijo así “A mí me gustan las calles imprecisas y que el mar te llene las manos de sal”. Pero yo solo podía ofrecerle una ciudad insomne, una ciudad de atascos de pensamientos y de una lluvia que espera al asesino y las tazas de café.

Pero en aquella noche todos fueron desiertos y ladrones. Los perros aullaban más que nunca. Yo buscaba sus labios más allá de los comercios cerrados y de las esquinas orinadas. Saint Germain tiene la incertidumbre de su nombre y de dos ingleses que se han perdido. Vendrán otros. Vendrán otros como yo, y mejores. Pero no tendrán París. Yo seré una vana palabra pero se quedarán París y sus bancos improvisados en los portones.

Aprendí a saber qué era un beso musical entre árboles y peces contaminados del Sena. Aprendí a contar en vertical entre unas sábanas que si hicieron rumores y miradas rabiosas. Y esa despedida anunciada un mes atrás se convirtió en un avión que nos dividía el cuerpo, en dos ojos escamados, en tres fotografías que hablaran a los que vengan de cinco días y cinco noches entre cuadros impresionistas y comidas ligeras en el placer de la juventud. Hablaran en muchos idiomas. Hablarán de París, de mí, de ti, de mí y de ti…Ma il cielo é sempre piú blu.

martes, 3 de mayo de 2011

Catorce de Abril


El caminante se aleja de los tráficos del asfalto. Quedan atrás los buitres de metal que se escudan en las bocas de metro, los vagabundos que piden periódicos viejos donde asar las castañas, los restaurantes que sacan con el sol las terrazas y los vasos de vino a media tarde, los gritos de los turistas y de los puentes a su paso por las aguas del Sena. Quedan atrás los edificios, los siglos y comienza la quietud. Comienzan los óxidos de la lluvia de hojas y de las cifras con nombres ya olvidados.

Se adentra en el Cementerio de Pére Lachaise. Entre las ramas de los árboles se escapan algunos rayos de sol. Siempre el mismo sol cansado de los caminos polvorientos. Las calles del cementerio se forman con piedras sueltas, con matojos que nacen de la tierra y de las humedades. Elige las calles por casualidad. No lleva mapas ni brújulas. Zapatos azules y unos pantalones que se pisan en cada desnivel del terreno.

Se ve una pareja de estudiantes extranjeros que se agarran de la mano. No pasa el tiempo por ellos. Parece que no ven el bosque de cruces y de esculturas que se desmoronan a su lado. Hay bancos para sentarse, de piedra afilada por los largos inviernos y fuentes donde las viudas riegan las flores que mandan a sus maridos, perdidos en las guerras de la monotonía y de las radios nocturnas.

El viajero se pone las gafas de sol. Apenas lee los nombres de las tumbas y solamente pasea aspirando el aire de las distintas lenguas que encuentra a su lado. Sobre una pequeña colina los peregrinos modernos se crecen entre risas y cigarrillos mal apagados. Se ven desde lejos tres chicos que preparan tabaco para liar. Con una guitarra cantan una canción de The Doors. El caminante se acerca a la tumba, que está de espaldas, y ve un epitafio escrito en griego. Jim Morrison descansa entre palabras de droga y besos de amantes.

Sobre una escalinata, a muy pocos metros, se escucha la música de un polaco emigrante que vino ha llamado por el lujo de París. Chopin, entre zarzas y pentagramas abiertos se esconde. Se empieza a sentir cansado. Le aturde ver tanta lápida de nombres desconocidos. Busca nombres de compañeros y de viejas amantes en cada inscripción. O el nombre de un padre. O el padre de un nombre.

Se aleja de las calles principales del cementerio. Lo rodea desde el interior. El paisaje cambia. Se alejan las colinas y el color negro y melancólico. Entra en una especie de gran avenida, grande como cualquier calle de la ciudad. Apenas pasa gente. Un señor mayor que lee un libro, un cierto griterío de niños que viene desde el exterior, el reflejo de un rascacielos, el travesaño de un avión que cruza el cielo…

Y ve que las tumbas cambian de forma. Las letras toman letras conocidas. Monumentos al Holocausto Nazi, cifras y cifras que se acumulan. Periodistas muertos en la liberación de París. Héroes anónimos que dieron la vida y la infancia de sus hijos por una bandera. Y a lo lejos, como sacado de una fotografía vieja, un nombre inesperado: Largo Caballero.

Largo Caballero, presidente del gobierno durante la II República española. Y conforme me acercaba a su sepultura veía a todos los exiliados cruzando los pirineos, con la lluvia sobre la cara. A Antonio Machado, mirando con ironía los letreros franceses, en Collioure, o a Manuel Azaña, enterrado con la bandera mexicana porque despreciaban su patria, o a tantos nombres anónimos que hoy son apellidos españoles con pasaporte francés, que hoy son científicos, escritores, deportistas o simplemente paseadores de vidas monótonas.

El viajero sale del cementerio. Está aturdido. No entiende muchas cosas. Sabe que hay muchas personas que depende de donde sean las balas, no tienen derecho a descansar nunca.

Agarra el primer metro que encuentra. Le da asco mirar los periódicos.

martes, 12 de abril de 2011

Caballeros de tiempos extraños



Es cuando se encienden unas luces que habitan dentro de mí y que muy de tarde en tarde aparecen. Estoy caminando solo por cualquier rincón de la ciudad, como un caballero del honor, con mi armadura oxidada y una lanza que me compró mi padre cuando tenía quince años y que aún conservo como si fuera ayer. Atravieso el Petit-Pont y creo que los arcos y los pilares que sujetan la estructura desaparecen, y la plataforma de mármol sobrevuela el río como si fuera una alfombra persa. Miro por la barandilla y hay grandes peces que escupen fuego y que se tragan los barcos de vela, como si fueran aperitivos que se sirven fríos, a las siete en punto en Saint Sulpice.

Encuentro a mi paso un caballo delgado, de dos ruedas y con una luz en la parte delantera. Le acarició el lomo metálico y me responde con un suspiro de vidrios y de cables. Me ato el yelmo con precisión a mi cabeza. Me veo en la sombra que proyecta el sol parisino y veo que dos plumas salen del casco, como si fuera un caballero imperial. Estoy dispuesto para batallar. Que vengan todos a mí que les daré justicia divina y honor.

Cabalgo doscientos metros y veo a mi lado otro caballero, mucho más apuesto que yo, pero no más digno. Su caballo está todo revestido de una armadura roja, y hace ruidos extraños cuando este le golpea con el puño. Sale humo del trasero de su cordel, como si le estuviera prendiendo fuego a sus entrañas. Cuando cambian los colores de los semáforos, su caballo sale despedido y yo tardo veinte segundos en perderlo de vista. Subo hasta Cardenal Lemoine. Desde la colina veo un ejército que se avecina a mí con un ritmo veloz. Me sudan las manos pero estoy preparado para la batalla. Agarro mi lanza y la aprieto con destreza. He entrenado mucho. Se acercan doscientos samuráis, vestidos de blanco y con antorchas en las manos. Tienen unas cajas que ciegan los ojos cuando las aprietan con sus dedos. Son demasiados y están por todas partes. No me gusta huir pero están por todos lados. No tengo miedo. Soy un caballero y me debo a mi oficio. Debo escapar.

Ensillo mi caballo y me dirijo hacia otras vastas llanuras. Lo noto resentido, como si estuviera muy fatigado. El sol aplasta mis ojos y la visera se me ha roto en la batalla con los samuráis. En rue des Ecoles encuentro una procesión solemne de sacerdotes y de bachilelres. Van vestidos todos de negro. Parece un entierro o algo importante. De lejos todos parecen una misma persona, pero conforme me acerco a sus posiciones, entiendo que van gritando o llorando. Llevan grandes pancartas con ellos. Deben procesar una nueva religión. Son herejes. Son blasfemos. No saben decir amor cuando lo que sienten es odio. No saben decir afrenta, caída o morisco. Intento retenerlos pero son millares. Llevan un trozo de tela atado al cuello que le cae. Como una espada que les nace de la camisa.

Me alejo veloz. Tuerzo la esquina de Saint Michel y veo como el ángel de la fuente está cortándole la cabeza al dragón. Este suelta llamaradas y grita de dolor. Tiró mi lanza con fuerza y dos hombres vestidos de azul vienen a detenerme. Son veloces, pero yo llevo caballo, que empieza a resentirse del calor. Me meto en una especie de cueva que hace la tierra. Huele a orines y está llena de gente extraña. Gente que duerme en el suelo y mujeres con plataformas en los pies que hablan con la mano pegada a la oreja a un aparato de metal. Salgo de ese amasijo de oscuridad. Me da miedo. ¿Qué diablos es esto?

Salgo al exterior. Veo la catedral al fondo. Me dirijo hacia el interior a ver a un sacerdote para que exorcice a todas estas bestias que caminan por la ciudad, cuando de pronto veo que por sus dos torres, sobre Notre Dame, escalan diminutos animales de dos cabezas, con lenguas inyectadas en veneno y que se comen los unos a los otros. Me siento morir. No estoy preparado para esto. Pienso en Dulcinea. Dulcinea, mi bella dama, la que me quita las pesadillas y me prepara las armaduras. Pero qué veo. Está todo lleno de doncellas que caminan solas por las calles y que llevan expuestas al aire sus piernas y sus brazos. Oh dios santo. ¿Qué es todo esto? Voy a perder la conciencia. Veo tinieblas. Veo las sombras. No veo nada. Esta no es la Mancha en la que jugaba a ser caballero. Esto es el infierno.

lunes, 11 de abril de 2011

Postales del río templado



La vi desde la distancia, como si me estuviera llamando desde hace rato. Torcí la esquina de Saint Michel, y ladeando el Sena hasta Pont des Artes me la encontré. En la calle los árboles salían con sus ramas frescas de luz. Esos copos de nieve que producen alergias y sensaciones de ternura cuando se quedan atrapados en el pelo de una chica.

Pero lo cierto es que la vi. Por los Quai que el río va dejando en sus lados se extienden pequeños puestos de metal y mostradores que venden libros de segunda mano (algunos de siglos pasados), pequeñas estampas dibujadas a carboncillo de algún monumento de la ciudad, o incluso pequeñas figuritas de bailarinas al viejo estilo del Can-Can. Me detuve en uno de ellos. El jefe del pequeño comercio estaba sentado en una silla de paja y leía una revista ya usada por muchas manos. Supuse desde el primer momento que no era francés. Tal vez venía de Inglaterra o de algún país anglosajón. Cruzaba las piernas, ponía toda su atención estética en unas gafas redondas que apenas se distinguían de sus ojos azules.

Los caminantes, los turistas, los barrenderos, los vagabundos, las estilistas atletas ucranianas, los perros que se orinan en los árboles, y todos los seres que viven y aman en París, pasaban por su lado y ni siquiera sabían de su existencia. Pero él solo se detenía en sus líneas, en su revista en inglés y un palillo masticado en la boca. Y de repente la vi, como sacada de un paraíso de antigüedades. Entre un libro de Victor Hugo y un cartel de la inauguración del Grande Palais se hallaba una pequeña postal. Era sobre una antigua foto tomada desde Saint Germain, y se apreciaba a dos señoritas con faldas largas y sombreros de los años veinte tomando un café. Ninguna de los dos miraba hacia el foco. Hablaban despreocupadas y a su izquierda un señor mayor leía un periódico, al que la lente no pudo captar el título ni la fecha. La Iglesia de Saint Germain des Pres se alzaba sin la necesidad de los atascos, como si hubiera sido construida antes incluso que la propia París.

Agarré la postal con las manos y estaba enviada a una tal Mme Gaillac, y la dedicatoria, casi borrada por el lápiz después de tantos años, decía Pour le café que j’ai toujours voulu t’offrir (por el café que siempre te he querido ofrecer). Lo firmaba un tal Ivan Trusky, y llevaba la fecha del quince de Junio de 1935. Compré la postal y el vendedor inglés me explicó en un mal francés que se la había comprado a un librero portugués que tenía un local en el centro de Lyon, pero que en realidad, esa postal le llegó a sus manos (las del librero) porque al comprar el libro de segunda mano la encontró entre sus páginas, a modo de señal. El librero portugués le explico que la postal había sido comprada antes por un mercante ruso, que la guardaba en su casa porque a su mujer le gustaba parecerse a una de esas francesitas alegres que pasean por los boulevard despreocupadas y sonriendo.

Guardé la postal en el bolsillo interior de mi chaqueta, y me quedé pensando en las millones de historias que produce esta ciudad. No solo las grandes batallas y los movimientos revolucionarios. Son los pequeños detalles los que definen París. Vinieron a mi cabeza otras postales, otros gestos de identidad que determinan las relaciones entre las personas. Yo, en el sur de Francia y en un verano con mucho tiempo por quemar, mandando una postal de dos caballos que galopaban sobre las olas en la playa, y con unos versos de Alberti en el dorso, una postal que nunca le llegaría a mi hermano. O la postal que recibí un día de Noviembre, de una persona inesperada, que hablaba de días calurosos en Nueva York, y de los laberintos de ajedrecistas en Central Park.

Ahora, cuando paseo llevado por las guitarras hacia Pont des Artes, y veo todos los puestos de metal que venden historias de segunda mano a bajo precio, no puedo dejar de pensar en los libreros venidos de todas partes, en jovencitas que beben café, despreocupadas porque no saben que les viene la guerra, en enamorados rusos, en editores portugueses, en caballos sobre el mar en pueblos sureños, en poetas exiliados, y en ciudades que se componen de historias hechas por el azar y las fotografías en blanco y negro.

sábado, 9 de abril de 2011

Banderas y Colegiales



Hay mañanas que se quedan quietas en el mapa, y ni siquiera las mueven los coches, con sus conversaciones dolorosas, o las nubes, que se apartan del cielo como se apartan los niños de las sombras. A esas horas de la mañana el metro seis hierve de turistas y de trabajadores. Sus vías se mueven sobre las calles y barrios como si fueran una montaña rusa sobre madera, buscando las esquinas con la agresividad de los acantilados, acercándose a las paradas con la precisión de las despedidas.

Me senté a esperarlo. Más o menos debía ser una hora. Llevaba mi libro conmigo, el que siempre permanece atrapado entre las manos pero que nunca se decide a abrirse. A un lado la embajada de la República Checa, con su bandera de primaveras pasadas. A otro lado, Champs de Marse, con sus jardines verdes y su ejército de operarios de limpieza. Era aún temprano. Las nueve de la mañana ni siquiera se marcaban en el reloj. A esas horas la ciudad es preciosa, liberada de los turistas y dejada a la merced de los viandantes sin rumbo.

Apoyada la espalda en un banco de madera, me vinieron a la cabeza cientos de noches en Granada, en el Colegio Mayor Cardenal Cisneros, entre el silencio de las horas prohibidas y las campanadas de la radio. Ese estudiante de Derecho, venido de las playas de Almería, que se trajo de sus costas el color de los ojos y el aire simpático del sur. Sobre el banco de madera, mirando la distancia entre la Torre Eiffel y el Sena lo pensaba: con él es imposible discutir.

Y lo trajo todo a París. Hacer una Erasmus significa marca ciudades en una carta geográfica y discutir entre capitales y cuentas bancarias los lugares a visitar, los amigos que recuperar, las experiencias que descubrir, y sobre todo, con quien descubrirlas. Volvimos a ser los mismos amigos que bajaban de puntillas a cenar al comedor, porque cerraban a las diez, pero esta vez en la Ille de Saint Louis, con vino y guitarras que alejaban los espantosos gritos de los demás colegiales. Volvimos a ser los mismo que se vestían de largo, peine en mano frente al espejo (hay que impresionar a las chicas), para descubrir una nueva canción en las discotecas, o una nueva sonrisa, pero esta vez la música era metálica y en directo, y los cuerpos que se movían a nuestro alrededor sabían de francés y de mitologías parisinas. Volvimos a ser los mismos que en un día de Marzo de 2008 se recogían por Pedro Antonio de Alarcón, augurando tiempos mejores, pero ahora esperábamos en la parada del autobús nocturno, con la certeza que los tiempos mejores habían llegado, porque aquello que sonaba a lo lejos era la Fontaine de Saint Michel.

Y muchas veces, en el devenir de estos meses, me preguntaba que qué más me podía dar París: cientos de amigos, cientos de conversaciones giratorias en un café caro, cientos de bailes y de pensamientos adulterados. Uno busca por los Quai respuestas a tantas preguntas que ni siquiera aclara a formular. Pienso en las personas que he dejado atrás, en los que emigraron hacia otros caminos de no retorno, en los que se tragó la tierra y los horarios, y siento que todos ellos son uno mismo al borrarse un número de teléfono, o desaparecer una tarde de cervezas de tu cabeza.

Siguiendo las huellas de nuestros hermanos, él dejo la Roma de las raíces de mármol y de los gatos entre las murallas para venir a París, a la ciudad de los puentes que suenan a verano y de los gatos entre guardillas y terrazas. Caminamos entre las luces nocturnas, entre el lujo y los vagabundos, entre los jóvenes y los viejos, entre Vargas Llosa y la división azul. Y vimos que la amistad era mucho más fuerte que el tiempo, que los kilómetros, o incluso que las propias palabras.

Ese regusto que nunca esperaba encontrar, me llegó a la boca cuando se montó en el autobús con destino al aeropuerto. El agua que no riega la boca y que seca las palabras, mientras imaginaba que el muchacho de Almería con la bandera de España en la maleta, pronto llevaría una de Francia a su lado. Unos colores que nos unirían para siempre, como nos han unido siempre los otros.

viernes, 1 de abril de 2011

Darwinismo en Place de la Sorbone



Yo llevaba una camisa azul y unos pantalones de lino negros. Estaba caminando un poco perdido, de esas veces que estás mirando al suelo y no te importa lo que haya a tú alrededor: los árboles que esperan la fruta, los coches que se enervan porque los semáforos se entretienen con la poesía, las fuentes que se estancan entre los pájaros. El día estaba nublado, pero el sol salía entre las nubes en tiempos diferenciados de cinco minutos. Olía a mojado por la calle. Empezaron a sonar las campanas de la Sorbone.

Me senté a ver pasar la vida, tranquilamente, en uno de esos bordes que hacen las aceras cuando se convierten en plazas. Sobre mis hombros sentía él peso de la tarde, pasando tranquilamente en la mirada de los niños, en las manos de los estudiantes cuando agarraban sus cuadernos, y en el rumor de los vasos de vino cuando eran bebidos. A mi derecha la rue Champollion, la calle de los cines por excelencia, donde no existen las novedades, donde las películas son obras de arte no sólo por el director y la fotografía, también por la sala, las butacas, la ciudad y la acompañante.

Al final de esa calle hay una cafetería con una gran cristalera cerrada. En el interior la decoración recuerda los viejos estrenos de los años sesenta y setenta. Truffaut habla directamente, whisky en mano, con Pasolini. Se cuentan sus secretos más íntimos. Un póster de los Beatles vestidos de mexicanos se hace sombra de otro de los Rolling Stone. Aquel muchacho con la flor en la boca, apuntado por un fusil, en La Primavera de Praga, le susurra algo al oído a una tragedia de Shakespeare, estrenada en París en 1967.

Muchas veces me siento en una de sus mesas, o en el sofá rosa de la esquina, que da directamente a la calle y a sus lluvias, y con un café en mano, que por la noche se convierte en cerveza, me dejó llevar por mi interlocutor. Un profesor de la Sorbone, que me habla sobre la superioridad de las letras francesas (estos señores no conocen a Borges ni a Neruda). Una chica italiana, que me descubre el mundo del periodismo y me hace ser fotógrafo de causas perdidas. Un amigo deprimido, que vierte su tristeza en una partida de ajedrez. Una compañera de clase, ya saben, eso de practicar el idioma y de descubrir otras culturas.

Pero la tarde vino diferente. Con lo que tiene París en sus adentros, que convierte la normalidad en juegos de precisión. Despedí la Sorbone y me adentré en el café. Esta vez solo. Sonaba un disco de Simon and Garfunquel. Esa música que viene a traerte quién eres y de qué personas vienes. Todas las mesas estaban completas. Los camareros me miraban con cara de poker y yo me disponía a darme media vuelta a esperar la lluvia de Primavera en la cama. Pero llegó la literatura.

Un señor me agarró del brazo y me empujó hacia una silla libre en su misma mesa. Lo miré detenidamente, sorprendido. No estoy acostumbrado a estas escenas tan pasionales en la gente parisina. A el señor no le importaba de donde viniera o que demonios estaba haciendo en París. Directamente me preguntó si yo era Darwinista o Lamarkista.

Intenté decir que quizá no estaba preparado para responder a esa pregunta. Pero el señor insistió forzosamente a que le respondiera. Yo le dije que prefería a Lamarck bajo todos los conceptos, que creía que la evolución era algo más que tenía que ver con la adaptación al medio que con las variaciones genéticas. Me acordé de muchas otras conversaciones, en otros ambientes. De Brasil y sus tardes en Ipanema, durante dos semanas en las que los paseos por Rue du Seine eran una puerta abierta a la imaginación.

Pero el señor requería de toda mi atención. Lo observé con más detalle e iba muy mal vestido. Con la camisa rota, con un pie descalzo y la barba sin cortar desde hacía meses. Estuvimos toda la tarde hablando sobre las teorías evolutivas. Sin darnos cuenta, se había hecho de noche y la gente salía del cine. El hombre se levantó al servicio. Andaba cojeando, como si llevara un peso que le oprimiera el pecho. Pensaba en las jirafas y en las botellas de vino que le faltaban por beber en su vida. Pagué la cuenta y me fui. Le dejé una nota en la mesa dándole las gracias por aquella tarde tan original. Ahora comprendo mejor las evoluciones y las tardes en París.

martes, 29 de marzo de 2011

Ciento diez pasos




Aquella tarde, de repente, empezó a llover. Nadie lo esperaba, como nadie espera una llamada telefónica a altas horas de la noche, o como nadie espera encontrar una nota debajo de la puerta. Yo estaba en la estación de metro Argentine, casi al inicio de la línea uno. Vi pasar los vagones llenos, las personas que volvían de sus puestos de trabajo, corbata y maletín en mano, como si volvieran derrotados de una batalla. Muchos olvidaron que lo que les esperaba era París, al otro lado de las murallas de atascos y de los papeles dispersos por las mesas.

Y aquella tarde sabía que estaba lloviendo, porque la lluvia en el metro son paraguas mojados, dejando pisadas confusas en el pavimento, y son charcos que llegan a cualquier cartel publicitario. Me monté en el último vagón. Dos paradas más y cambio con la línea seis. Llevaba un libro debajo del brazo. Las horas en el metro son los momentos de máxima reflexión del día. Me percaté que en el otro extremo una chica estaba intentando adivinar el título del libro, o quizá el autor. Puse mis ojos en los suyos, esperando a que alzara la vista. Y lo hizo. Tenía dos grandes cavidades azules, como la bandera francesa. No era bonita, pero yo necesitaba hablar con alguien. Le pregunté si lo conocía. Ella me respondió con un acento tremendamente parisino que no, que nunca había oído hablar nunca de ese libro. Me dijo que estudiaba literatura francesa, y que su especialidad era el siglo XIX. Sentí que los lugares caían poco a poco. Que los espacios negros de los túneles se alargaban y que las luces tibias del metro se convertían en las lámparas de algún café de Sevres-Babylon. Me hubiera gustado saber su nombre. Pedirle el número de teléfono. Y a ella también.

La megafonía anunció la parada Charles de Gaulle Etoile. Pensé por un instante en mentir, en no abrir nunca la puerta hasta que no se bajara ella, o quedarme hasta el final de la línea sentado y leyendo. Pero abrí la puerta y se produjo ese silencio tan molesto para las despedidas. Le apreté la mano con tristeza. La despedí más con los ojos que con las palabras y torcí lentamente la esquina hasta esperar el metro de la línea seis.

Otras caras. Otras historias. Era el inicio de la línea. Toda la gente descendió al unísono del vagón y los que esperábamos entramos. Nos acomodamos. Observé que había una pareja de españoles al otro lado. No me apetecía hablar español. Buscaba el francés por los letreros y por los libros ajenos. Una señora muy gorda se sentó a mi lado. En el otro extremo de la ventana, una chica muy guapa se paró a contemplar mi estado. Ella estaba escuchando música y un joven no dejaba de mirarla justo en frente. Se subieron un grupo de escolares, que llenó el vagón de flautas musicales y de risas despreocupadas. Después de Passy cruzamos un puente por el Senna. Era consciente de que por el otro lado se encontraba la Torre Eiffel, Trocadero, el Sacre Coeur, como una huella que deja el incienso encima de la mesa, y las cúpulas doradas de París. Pero yo estaba pendiente del otro lado, solamente fijándome en las aguas color de plata que descendían tranquilamente, agrietadas con la lluvia que se crecía por momentos.

Una ventana se quedó abierta. Un hilo de agua me empezó a golpear la nuca, como si fuera una sorpresa de verano o un tesoro descubierto tras una expedición indígena. Esa hilera de humedad me estuvo golpeando dulcemente hasta Pasteur, cuando el metro vuelve a ser subterráneo, y el cielo plomizo de París, con sus soles ocultos y sus cenas reflejadas en las guardillas, se torna una mina de carbón.

En Denfert-Rochereau cambié a la línea cuatro. Esperé a que el señor judío abriera la puerta antes que yo. Por mi lado pasaron chicas bonitas y vendedores de humo. La línea cuatro olía a orines. Estaba vacía. Solamente entró en ella una mujer negra que hablaba con su móvil y un turista desperdigado. Dos paradas. Alesia. El final de todos los caminos en París. Caminé ciento diez pasos hasta las escaleras de retorno al exterior.

Había dejado de llover. La calzada estaba encharcada y el cielo recobró algo de su brillo, justo antes de caer del todo hacia la noche. Sonaron las campanadas de la Iglesia, las que me despiertan todos los días. Sentí una sensación muy extraña cuando descubrí que mi nuca aun seguía mojada. Como si las venas de mi cuerpo fueran líneas de metro, y la sangre que las registra, habitantes que leen, que hablan, que escuchan música, que se sientan, que se conocen, que se presentan, que simplemente intentan hacer una vida lo más cercana posible a la normalidad, sabiendo, que todas ellas se vuelven extraordinarias.

jueves, 24 de marzo de 2011

Ojos color miel oscura



Esta isla es un escudo contra la soledad. La conozco como la palma de mi mano. Como descubro todas las mañanas una nueva mancha, un nuevo camino entre el dedo índice y el pulgar, una nueva silueta azul que se escapa de la carne, así se presenta para mí Saint Louis, siempre nueva, siempre el mismo mapa de conversaciones y los mismos desiertos de canciones y parejas desbordadas.

He venido muchas veces. En todas las estaciones. He varado en noches de melancolía, en busca de un giro inesperado de la ciudad, para encontrar el azar de un beso robado detrás de una farola o simplemente una conversación en francés, rodeado de cervezas que sabían a tiempos nuevos. Pero también he venido acompañado. Bajo las luces de los cigarrillos, con los amigos nuevos de París, que ahora siento que han sido los mismos desde mi nacimiento, viendo las franjas blancas que los aviones dejaban en el cielo, y pensando que qué más da no estar en uno de ellos, si estamos en París.

Pero en esta ocasión vine solo. Tres de la tarde, la hora del sol indomable. La vida se disuelve en flores que nacen de los árboles, que prolongan la existencia de las ideas y de las ráfagas de Saint Germain. Llevo entre mis manos un libro, todavía no abierto. Sus pastas me obligan a amarlo como se ama a los amores nuevos, esos que se descubren entre sabanas y el pudor de las luces que desenfocan los coches desde el otro lado de la ventana. Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a los lejos…y mis ojos se centran en las turbias aguas del Sena, con sus ondas incandescentes de patos y de barcos, haciendo pequeños remolinos entre las dos islas. Pienso que dentro de estas aguas se han consumido miles de vidas dedicadas al arte de amar París, que estas propias aguas son el mayor monumento de la ciudad. Son la revolución y el fracaso.

A mi derecha un señor mayor sin camiseta lee un libro sobre la historia de Polonia. Nos saludamos. Sus ojos se someten al blanco de las páginas. Era impagable estar junto a ella, viendo cómo danzaba su melenita cada vez que movía la cabeza, la picardía de sus ojos color miel oscura, escuchar su manerita de hablar tan diferente…y veo pasar delante de mi sombra muchachos agarrados de la mano, amigos que se disponen a tocar la guitarra, y el cielo toma un color que nunca antes había visto en mi vida. Ese azul que muy pocas ciudades saben sacar de los elementos. Ese azul que solo se encuentra en los ojos escandinavos. El señor polaco sigue leyendo, pero de vez en cuando, sube su bigote para saludarme con un gesto amable. Somos amigos.

A mi izquierda una chica alemana se toca con relajación el cuello. Es bella como lo son los Martes de verano. Administra el movimiento de sus finas piernas con sumo cuidado. Apenas me mira. Lleva unas grandes gafas negras que le tapan los ojos. Para dentro de dos horas nos habremos hablado y le habré preguntado que qué espera de la vida. Yo soy París. Tú sabes. Yo puedo ser París si tú me dejas. Y vuelvo a veces a evocarla, a oír la risa traviesa y la mirada burlona de sus ojos color miel oscura, a verla cimbreándose como una caña a los compases de los mambos. Desato los ojos de mi lectura. Se está bien aquí solo. Soy yo el que está con estos ojos adolescentes viendo todas las ciudades en una sola ciudad. Todas las calles en una misma laguna.

Me vienen a la mente muchas respuestas de preguntas que no me han sido contestadas. Es suficiente esta hora de la tarde y este momento para justificar toda una vida. Mis labios están resecos. La temperatura del agua estila miles de tapones de vino que han sido vertidos. No entiendo por qué nunca me volvió a llamar aquella peruana. A veces la ciudad son más los amigos que los propios edificios. El señor polaco estira sus manos para soltar las últimas palabras leídas en su Histoire de la Pologne. Yo la hubiera llevado a los mejores cafés de París, si ella me hubiera dejado. La chica alemana se quita las medias y descubre una piel blanca y virgen de miradas matinales. Yo me hubiera dejado enseñar. Cierro mi libro. Me hubiera dejado enseñar pero ahora lo he aprendido todo y no lo necesito.

La noche llega por los extremos izquierdos del cielo. Lo saben y anuncian los patos, que emprenden el vuelo. Lo saben las luces de la ciudad, que encienden sus historias de soledad. He acabado el primer capítulo. Me levanto del banco para dejarle el puesto a otra persona. De eso se trata. De ocupar posiciones que otros han dejado atrás. De tomar ese café que aquel chico dejó con la chica que lo esperaba pacientemente; de agarrar una mano que antes había sido agarrada por otro, en otras noches, en otros ríos; de escribir historias que apenas suceden y ya se están acabando, sin saber dónde diablos estuvo el error. Y me digo a mi mismo, entre patos que surcan guardillas y reflejos, que no importa donde estemos, porque siempre existe un lugar al que podemos volver.

* Las citas en cursiva son del libro "Travesuras de la niña mala" de Mario Vargas Llosa