martes, 14 de diciembre de 2010

Historia de un paso de cebra (II): El camino de Winston Churchill


Estas cosas no suelen salir bien, pensaba Vincenzo cuando se despertó aquel diez de Diciembre. Pero tal vez si. Todo puede cambiar. Aún tenía fiebre. La había guardado durante toda la semana. Terminó de hacer su equipaje. Metió las pistolas en el bolsillo grande y las tapó con una toalla que no usaría. Se miró al espejo y vio un rostro sudado y empequeñecido. Le costaba controlarse.

Francesco no había dormido nada cuando apareció por la estación Gare du Nord, con un sombrero de pirata y las pupilas dilatadas por el alcohol. Se mantenía callado, con una pequeña bolsa que sostenía su mano y algo de comer para el camino. Andrea llegó junto a mí, con un frío sobrepasado en las orejas. Él estuvo parte de la noche pegado a la barra, bebiendo como nunca, como los enfermos. Yo apenas tomé un trago.

Entramos en el tren. Dos cerraron los ojos y dos no. Teníamos asientos separados. Si Hitler hubiera contado con este medio de transporte para ir a Londres ahora en Inglaterra se hablaría alemán, o no se hablaría, pensó uno de nosotros, pero en verdad, si este túnel hubiera existido con los romanos, probablemente no existiría la hora del te ni las libras esterlinas.

Fue un instante, un segundo, el tiempo que un pensamiento prende en lo más profundo del cerebro y sale al exterior por medio de la palabra. Ya estábamos en Londres, en la estación St-Pancras. Nos miramos extrañados. Era un día soledad. Todos miramos el calendario y en todos se aseguraba el mes de Diciembre, con una hora menos que antes, pero era Diciembre. Y el cielo era azul, como en los Agostos más tropicales.

Caminamos hasta el albergue. No hablábamos mucho. Estábamos nerviosos por la misión que debíamos cumplir. Andrea se paró a tomar un café y todos le acompañamos.

Y todo me vino de repente, como un golpe de whisky que se toma por azar, sin aviso, a palo seco y que entra por la garganta y te quema por dentro. Era la misma ciudad que años atrás me había fascinado, con sus gentes diferentes y a la vez iguales, con la viveza de las calles que nunca descansan, con las afueras hechas centro y los gentleman con los sombreros y las corbatas allanando el camino de los ingleses. Y vi a mi hermano, cerca de mí, pero algo retirado. Este trabajo lo debía hacer yo solo, con los tres camaradas italianos. Pero el diez de Diciembre me venía siempre a la cabeza, el día que se da el premio Nobel, el día que visité Estocolmo, el día que nos dejó mi abuela, el día del asalto definitivo a Londres.

Y esperé encontrar una ciudad devastada por las bombas. Esa ciudad fustigada día y noche durante los años cuarenta, con escenas de héroes tras los escaparates, con palas, viviendo en el metro, y postales de los monumentos ennegrecidos y derruidos, con ese señor gordito que hacía de presidente, fumando otro puro y moviendo las manos como si escondiera algo importante. Y después otro puro, y después otro, como si fueran manzanas, como películas en blanco y negro, y otro, y otro.

El café sonó más veces aquel día. Nos adentramos en Notting Hill, giramos la perpendicular del gran parque y nos adentramos en Portobello Road. La calle estaba semidesierta, como si alguien hubiera avisado de nuestra llegada y todo el mundo se hubiera ido a esconderse en sus casas de dos pisos. Algunos comercios seguían abiertos y se vendían réplicas de Picasso y de Rembrandt, a la par que balones de futbol de los años treinta y relojes de pulsera plateados. Estuvimos toda la tarde deambulando por esas calles grises y de chimeneas, y todos nosotros, los cuatro, muy dentro, pensábamos que había una misión que cumplir, una vieja tarea, una cuenta pendiente con la vida. Nos hablaron hace tiempo de un paso de cebra que fulminaba la vista en Londres, no muy retirado del centro. No aparecía en los carteles, no se ubicaba en los mapas.

Van a tener que correr mucho esos cabrones para agarrarnos, dijo Andrea minutos antes de que Vincenzo, fumando otro cigarrillo, me sostuviera del hombro para indicarme que esa chica que cruzaba la calle por el otro extremo nos había identificado.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Historia de un paso de cebra (I): El atraco al banco.


Ellos, a esas horas, deberían haber terminado de robar un banco, a punta de pistola, de esas que se clavan en las nucas y en las frentes y te dejan seco, sin respiración, sin más aviso que los estruendos y los gritos. Tal vez esa noche en realidad ellos no hicieron nada de eso, sino que frecuentaron uno de aquellos bares de señoritas del amor, de esas mademoiselle que te hacen contar toda tu vida en una hora, desnudo, a los pies de una cama ajena.

Pero aparecieron misteriosos, esperando en un paso de cebra atravesar una calle, cerca del Hotel de Ville, justo en la primera tangente con Sebastopol. E iban solos, los tres, con abrigos diversos y confundiéndose en la oscuridad, como pistoleros salvajes, ladrando en silencio y escupiendo en cada calle al torcer la esquina.

Serían las doce de la noche de un día del mes de Septiembre. Lo recuerdo perfectamente. Esa tarde había ido al Louvre con una chica con la cual creía que podía pasar algo. Cenamos en un restaurante barato, en un costado de Saint Michelle y más tarde compramos una botella de vino y la bebimos en las orillas del Sena. Cuando la acabamos ya no quedaba nadie en el paseo y los patos estaban demasiado borrachos y drogados para emitir sonidos. La acompañé a casa y le di un beso en las mejillas. Yo esperaba algo más. Siempre espero algo más del resultado obtenido. Pero esa noche todo fue un beso en las mejillas.

Yo me dispuse a volver a casa, pero recibí la llamada de un amigo. Dos españoles me esperaban en Rivoli para terminar la noche con unas cervezas tibias. Agarré el último metro, el más rápido y mentiroso, y llegué al punto de encuentro, con algo de desilusión y de embriagadse en el cuerpo. Solo quería despejarme y no irme a dormir con la cuba y el calentón de la derrota.

Entramos en un bar. La música era una mierda y había un cocodrilo en la entrada que nos daba la bienvenida. Tras cuatro cervezas no sabíamos si quedarnos a beber más o a despedir la noche en otro bar. Lo dejamos todo para la diosa fortuna. Tiramos una moneda al aíre y esta se cayó tras la barra. Salimos. Nos echaron. No contábamos para la ciudad.

En la calle nos esperaban unas chicas que en aquel momento nos parecían interesantes. Ahora mismo no mucho. El tiempo cambia todas las perspectivas. Y de lejos vimos llegar a los tres pistoleros. El de la izquierda era muy alto y moreno, con los ojos pequeños y oscuros. Su piel era morena y se podía confundir fácilmente con un turco o un habitante de oriente medio. Su nombre correspondía al de Vincenzo. El del centro tenía una extensa barba pelirroja y el pelo encrespado, como un soldado viquingo. Su mote era el de barbone, pero su nombre verdadero era el de Francesco y tenía una mirada que escondía mucho más de lo que dejaba ver. El tercero era pequeño, muy bajito. Verdaderamente tenía estilo al vestir y movía constantemente su pelo, como un resultado del viento. Andrea, el chico de Latina, amante de los coches.

Nos presentaron y el momento fue frío. Calculado. Yo iba pasado de rosca y ellos se presentaron muy tímidos. Ellos, esperando al otro lado del paso de cebra, a que el semáforo indicara el monigote verde, y nosotros, los tres españoles, mirando esas tres siluetas misteriosas con pinta de película de gangster.

Volvimos a vernos a lo largo de toda la semana. Las relaciones se intensificaron. Yo solía ir a casa del barbone a cenar. Ellos hacían la pasta y yo llevaba el vino y la barra de pan.

Un día, ya en el mes de Noviembre, entramos por casualidad en Gare de Nord y vimos una oferta: París-Londres, 70 euros en tren; dos horas y media de trayecto. Empezábamos a conocernos, a saber las manías de cada uno, a saber soportarlas. Hicimos una cola de diez minutos y esa noche celebramos en casa de Vincenzo que teníamos cuatro billetes para ir a Londres. Pero para aquel viaje aún quedaba un mes todavía. Faltaba un mes y muchas cenas con cigarrillos revestidos y muchos bares que cerraban sus puertas en nuestras putas narices.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Ben Seni Sevdugumi



Unos días viene y otros no. Depende siempre del calendario. Algunas veces avisa de su ausencia, que no suele extenderse más de una semana. Otras veces aparece, fugitiva, con los ojos oscuros de bienvenidas y de mañanas de frío y paisajes requeridos en la pintura.

Y uno se acostumbra a verla pasear por los pasillos. La chica que vino de Turquía, un día de Septiembre, de primeros de Septiembre. Un día que al parecer, sonaba a verano. Y entró por la puerta de repente, en la clase de francés para inexpertos, con sus aires de mujer detenida en el tiempo, como si el Bósforo se exprimera en su pelo, entre la pizarra llena aún de tiza y los cristales que nos mostraban a una París todavía soledad.

Y al principio hablábamos, despacio, sin prisas. Nuestro francés nos daba para un café (azucarillos de papel y chocolate negro de regalo) y una despedida blanda e inestable. Pero pasaron los meses. Su francés mejoró rápidamente. Sus labios se movían a una velocidad sincera entre las erres guturales y las palabras mezcladas con el inglés. Y los cafés se fueron convirtiendo poco a poco en tes, en conferencias sobre lo bonito que sería visitar Estambul en verano, toda la costa Mediterránea, ver los puentes que penden sobre los dos continentes y dejar que el viento haga lo suyo en los ojos de ambos.

Pero Noviembre nos trajo días de absoluta paz, donde pasaban las horas por nosotros sin darnos cuenta, y otros momentos donde muchas tempestades se acercaban a nuestros caracteres, siempre opuestos, siempre atrayentes. Un Noviembre viendo todos los días la lluvia cayendo por el cristal, detestando como los que más la escuela, de la que somos partícipes y cómplices, visitando como el que va a un museo de historia la clase de francés, leyendo nuestros libros particulares, en lugar de atender a la profesora. Y Noviembre fue un descubrimiento para ambos. Fue la amistad entre la ensalada, los relatos de Andalucía mora, y el café diario de las miradas intensas. Era verla pensar, apoyada la cabeza en la ventana, y descubrir en sus ojos una atmosfera, otro París distinto al mío.

Escuché hace tres años en Granada una vieja canción turca. El cantante murió de cáncer cuando aún era joven. Cantaba en un dialecto del Mar Negro. Su acento me atrajo la primera vez que lo escuché. Era distinto a lo que había escuchado antes. Me dieron ganas de agarrar un auto y recorrer toda Turquía, al son de sus violines y de sus palabras incomprensibles. Una mochila medio llena, y un mapa por crear en la cabeza. La casualidad me hizo volver a escuchar esa misma canción a través de su voz, de la chica turca. Reconocí al instante el estribillo que salía de su boca; esa canción que decía en turco “He contado a todo el mundo que te amo, He contado a todo el mundo que te amo, tú bajaste las cejas ¿He matado a tu padre, a tu padre?” Y la intenté cantar en turco, y ella me ayudaba, pero se me resistía el idioma, y no parecía tener fin ese café que se renovaba cada día entre nosotros.

La semana pasada partió hacia su casa. Regresó a Estambul, a sus amigos, a sus pertenencias, a sus amores, a sus familiares, a sus puestas de sol, a sus pañuelos coloridos y sus pájaros volando sobre las mezquitas y las medias lunas. Volverá pronto, pero durante todos estos días he visto el comedor un poco más vacío, he visto más cantidad de nieve en la calle, más fría la lluvia. He visto los libros más pesados. He visto la monotonía más dura y sincera. Ella ha vuelto al lugar que le pertenece. Yo lo haré en breve. Los cafés se quedarán fríos, sin sabor. Los tés no serán nunca más alucinaciones y principios de viajes con sabor a vainilla.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Tú, que eres Diciembre.

A veces llega, silenciosa, cuando nadie la quiere, cuando nadie la avisa. Es caprichosa. Ama a todos. Nos mira, vestida de forma muy sensual, aunque halla frío, aunque exista la nieve, aunque tú seas hermosa y joven, y tú estés en el mejor momento de la tarde, leyendo a un premio Nobel o escuchando una de esas canciones que te ponen melancólico cuando pasan el estribillo.

Y ha llegado hoy, como el presagio de un sueño, como anunciando una causa injusta, pero válida al fin de al cabo, tan válida como las demás. Subió las escaleras, se sostuvo la falda para que todos fuéramos testigos de sus bonitas piernas y pronunció esas palabras que todo el mundo sabe, y que todo el mundo teme.

Se escucharon una guitarras muy temprano en la Normale Sup. Yo acudía a clase, como no todas las mañanas, esquivando mis problemas, buscando algo positivo de la noche anterior. En la entrada de la facultad había unas flores marchitas, heladas, y como de costumbre, a esas horas, donde el sol no se hace carne, nadie por los pasillos. Solo el silencio de los cafés que están por hacer. Sólo el silencio de las puertas cerradas.

Y sonaron muy de temprano las guitarras. Un joven que tendría mi edad amaneció en el baño público, pendiendo su frágil cuerpo de gacela enamorada desde la cabeza, sin tocar sus pies en el suelo. Decidió poner fin a su vida. Pensaremos que sus veinte años han pesado más que todas las noches de la historia por su cabeza.

Estos ojos negros que hoy se abrían para el público, para la tragedia, se cerraron hace una semana. El chico se suicidó la semana pasada, y hasta la fecha nadie se había dado cuenta, nadie lo había echado de menos. La peor muerte, la del olvido, la indiferencia sobre si eres ser o no.

No se nada más de la historia. No me hacen falta más detalles. No quiero saber fechas, ni amores, ni sueños, ni derrotas, ni libros, ni tes con leche después de comer ni películas vistas bajo la sombra de un cine moderno. Me niego a saber nada más sobre su persona. No se de su cara, ni de su pelo, ni de su acento francés. No sé si he comido a su lado en estos tres meses, si he coincidido en clase con él, si he reñido, si le he llamado estúpido en español, para que no lo entendiera, si he sentido envidia, al verlo elegante e inteligente, si ha sido mi amigo, si fue aquel chico que me ofreció vino una noche de Septiembre y el amigo que debía aparecer en mi vida en Marzo, en el mes de los cambios.

No sé nada. Aquí todo parece medido con una estricta regla, sin números decimales. La gente de hoy comía igual que otros días. Hablaban de estadísticas: “Un suicidio al año, algunas veces dos. Es difícil soportar esta presión.” Somos una estadística por rellenar.

Me levanté del café, con una extraña sensación de impotencia. Miraba por la ventana. Nevaba como nunca en París. En los periódicos mañana saldrán las crónicas que describen a niños pequeños haciendo muñecos de nieve delante de la Torre Eiffel y a grupos de turistas lanzándose bolas con el cariño y la ternura de la novedad. Mañana mis amigos pondrán fotos en Internet de estampas impresionistas, de una París medieval a los pies del Sena e iluminada de blanco, con sombreros extravagantes y con felices caras de Erasmus.

Salí hacia la calle. Atravesé un pasillo. Veía solo a jóvenes como yo, con los rostros idénticos a todos los días de mi vida. Y sus ojos buscaban libros, y fumaban sobre los libros, y no hablaban mucho, solo leían, y estudiaban, y si hablaban era sobre algún capítulo no acabado, sobre una duda entre líneas, y reconocí en todos ellos la causa maléfica de la tristeza de aquel chico que desconocido o no, había entrado en mí esta mañana de Diciembre. Veía sobre mis pasos, en sus caras, en todas sus caras, el rostro impredecible del suicidio. Quería agarrar todos los libros y quemarlos. Sacarlos a la calle y que la nieve les rompiera las bocas en cristales congelados. Quería apartarlos de la escuela para siempre.

Un día más en París. Una persona menos a la que encontrar. Un rostro anónimo como todos los rostros de la ciudad. Los pasillos vacíos, como cada mañana. Las puertas cerradas, a las ocho en punto. El café listo, en la maquina de los deseos y de las esperas. El patio con su fuente, dejando caer la nieve sobre los peces. Un día más en París. Adivino el rostro que mañana hará caer de nuevo la nieve sobre París.

domingo, 5 de diciembre de 2010

La felicidad negra.


¿Cómo describir esta situación sin sonar pretencioso? ¿Que quizá en Londres, en Roma, en el sur de Pakistán, en la infinita China o en las estepas rusas de hielos y lobos condenados son más felices? Si, ese es un riesgo que corremos cada noche al salir de nuestros hogares.

Y los termómetros andaban locos por aquellos lugares húmedos y arcillosos de París. Pero nosotros a lo nuestro, terminando de cenar una pasta impersonal (la misma que comía cada noche en Granada); el salón Garric cada vez más repleto de gente (tampoco tantos, los de siempre y con algunas ausencias). Una noche incierta, como de costumbre. Sonaba más a vaso de leche y a la cama, pero todo se transforma. Apareció una guitarra de la nada, con sus brillos azules, con sus cuerdas como cuchillos. Y empezamos con un toque melancólico: Dos Gardenias, para aclararnos la voz y para hacer más cercana la distancia de nuestras vidas. Uno vino del otro lado de río, cruzando civilizaciones e historias comunes, contra el viento y los siglos. En sus ojos había parte de mí, parte de todos, y a la vez todos teníamos parte de él en nuestro habla. En su manera de cantar, en su manera de tocar la guitarra, había mucho de filosofía, muchas historias parisinas atrapadas entre sus dedos, desde todos los rincones, historias de guerras y de batallas no bélicas. Otros vinimos de países vecinos, países desangrados por guerras y por partidos de futbol e himnos nacionales en los mundiales.

La noche se puso más poética. Serrat acudió al rescate y nos enseñó que todas las madres deberían comprender a los locos de pelo largo (porque sus besos, de verdad, no son los besos del diablo), que el Sur también existe, porque sin Sur no hay vida, no hay guitarras, no hay París, y que la mujer más perfecta sobre la tierra se llama Lucia, y que debe andar escondiéndose en las profundidades de alguna ciudad extraña.

Para finalizar las andanzas musicales subimos un punto el ritmo del altavoz. Jorge Drexler nos hizo mirar por la ventana, comprobar que la Luna no se veía en el cielo, que empezaba a nevar sobre el jardín de la Cité Universitaire y que poco a poco habíamos olvidado cualquier atisbo de tristeza. La nuestra era una felicidad negra.

Los italianos cantaban castellano como si hubieran nacido en Valladolid y sin avisar, apareció la salsa por detrás de la puerta, y la noche en aquel salón improvisado se despidió a fuerza de años perdidos (ganados en esas horas). La salsa, el mejor alivio para los que no sabemos bailar, el ritmo que te hace mover sin importarle la procedencia, donde no te piden pasaporte ni edad para circular los pies.

El resto de la noche, lo sucedido después, las colas, los fríos, los metros llenos, los metros vacíos, las posturas ante las puertas, o las ventanas abiertas con miradas interesantes, el resto, ya no mereció la pena.

Todo fue imprevisible, y del plato de pasta sin sabor salió un argentino que vino de las tierras del acento inigualable y de los pensamientos inconscientes, con una guitarra, para demostrarnos, que con poco, con muy poco, aparece esa felicidad negra de la que todo el mundo habla, una felicidad entre tristezas, entre nostalgias, que se hace poderosa en un estribillo, en el sonido metálico de un eco, en las palabras llenas de seseo de un hombre venido, del otro lado del río.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Sobre Rusia, el amor y otros demonios.


Yo podría haber nacido extraordinariamente ruso. Utilizar el frío como un recuerdo familiar, como un toque melancólico al pasear por las calles, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, como una opción estética de esas que se presentan al mirarte en un escaparate. Pero no lo fui. Tampoco lo elegí. Y por eso la necesidad hace llegar hasta extremos insospechados.

Y luego llega el amor, en el cuerpo de dos personas. Ese ser oscuro y extraño que cambia constantemente de cara y que se queda atrapado tanto en una mano joven como en el rostro de una desconocida. Pero este amor es ajeno, es el amor representado en dos personas que vienen a París a descubrirse, para abrir nuevas fronteras.Caminar tranquilamente por una París de menos cinco grados se hace bastante difícil. El Pont des Artes no se reconoce en sus maderas, desaparecen las viejas botellas de vino bebidas en la noche, en las noches más amigables; el Barrio Latinos no bulle de conversaciones y miradas cruciales como en los meses anteriores. Todo se vuelve más rígido, más preciso, con un acento más marcado.

Y en este punto aparezco yo, con mi gorro siberiano (llamado por el médico italiano Luigi), comprado por veinte euros en una tienda de rarezas, a los pies de Saint-Michelle, demostrando que la fealdad tiene cabida también en esta ciudad, y de una manera muy abultada.

Él nació del huerto que me vio nacer a mí, siete años antes, el mismo día, a horas diferentes. Llevamos la misma tierra en las venas. Las mismas palmeras, y sin embargo, somos tan diferentes. Habíamos compartido otras ciudades,

otros países, pero no nos habíamos encontrado como hasta ahora. Él es rubio como los bustos germánicos y lleva adosado, sin saberlo, los mismo movimientos esporádicos al reírse de mi abuela, sentada en el eterno brasero de la tarde de invierno.

Y nos encontramos un viernes en París, entre mi frío, que se hizo suyo, y su amor, que vino también de vuelta a París. Y paseamos como nunca lo habíamos hecho. Conocimos rincones de la ciudad, una ciudad que se me hacía ya pesada, insuficiente, que me atrapaba en la monotonía. Pero trajo la nieve y una pregunta en el bolsillo, que no debía contestar yo, que debía contestar otra persona, el amor, la medicina o la propia ciudad. Y el Lunes por la tarde, horas antes de que agarrará el avión de vuelta, dejamos llevar los pies por Trocadero, él feliz y con su sí dado sobre el Sena, yo contento y abrumado, porque nunca me había parado a pensar lo que podía significar ese ser nacido el mismo día que yo.

Caminamos sin saberlo por nuestra infancia. Recordamos a los seres perdidos en esta batalla contra el tiempo, pintada a fuego en los recuerdos. Vimos a mi madre con sus preocupaciones de madre, a mi padre, con su bigote y su silueta de noble, vimos el piso de la playa, donde los veranos se hacían siesta y días azules claros con sombrillas (azules, como el color que se niega en esta ciudad), vimos ocho torbellinos jugando al futbol y a las procesiones en un camino pedregoso, vimos cosas que ya no existen, a fuerza de los caminos diversos. Y en todo veía a mi hermano, en el papel principal de observador, de narrador, de competidor contra el tiempo, contra la soledad más profunda y la melancolía más superficial, extraño habitador de ciudades irreales, de ciudades creadas en mi mente.

Y nos despedimos de noche. El volvió a nuestro huerto, que siempre será nuestro por más que todo cambie, y volvió con la familia incrementada, con su sí sobre el Sena y con una ciudad más para sus ojos abiertos y sencillos.

Yo me esperé a que marchara el autobús. Empezaba a nevar con fuerza. No me sentía solo. No me sentía mal. Durante esos tres días me había alejado de París pero teniendo a París muy dentro de mi.

Me acerqué a la parada de metro orgulloso de poder residir en París, orgulloso de no volver a ese huerto que es mío, y que es de ocho, de seis, y de dos, porque lo llevo escrito sobre mi sangre. Al sentarme en el vagón una chica hermosa me miraba y me sonreía. Habían desparecido los demonios de dos semanas. Mi hermano se quedó en mi mente para devolver la sonrisa a la mujer del otro lado. El chico nacido el mismo día que yo volaba ya, entre cielos y banderas, hacia otros puntos más cálidos del planeta.

jueves, 2 de diciembre de 2010

¿Cristo o Sócrates?

La noche anterior había sido una ventana abierta a Roma, como volver cinco años atrás, al verano de las plazas y de los soles entre las cúpulas de las iglesias.

Cuatro en la mesa: dos médicos romanos con los ojos llenos de vida, como gatos tirados entre ruinas y siestas de primavera; una espléndida sonrisa femenina romana, roja como las tardes de vino, y yo, que me sentía el más romano de todos. El restaurante era vasco y la bebida Rioja, para sentirse un poco más cerca de casa. ¿Mi casa? ¿París, Granada, Lorca, Roma? Mi patria la llevo en mí, como me dijo un catalán, pero esa noche me sentía más romano que nunca.

Agarramos el último metro, cantando alguna canción italiana al uso, a D’André, recitando unos versos medievales (el Tito Dante), cualquier cosa bastaba para estar juntos. Las caras en el metro solo reflejaban frío, ni tristeza, ni soledad, ni distancia, ni melancolía, solamente frío. Es difícil que exista algo diferente en estos días en París, algo distinto al frío y a la nieve.

El medico barbone nos abandonó pronto. Se fue con sus pensamientos y con sus guitarras en la frente. Que gran tipo se alejaba de nosotros. Fuimos a la casa de la esplendida sonrisa italiana, y nos sirvió un té a la canela, mientras continuábamos con nuestro callejero particular de París. El apartamento estaba situado junto al barrio de la Opera, muy cerca de la estación de Saint-Lazare. Con el segundo té nos acompañó otra sonrisa romana, la compañera de piso, y hablamos hasta el cuarto té de las diferencias entre las dos ciudades, de la suerte de poder vivir un año en París, y de los metros cuadrados de diferencia entre mi habitación donde escribo todas mis crónicas, y la felicidad espacial.

Y de todas las probabilidades posibles aquella noche para dormir, se dio la más sorprendente. Adivinen ustedes durante un segundo y seguro que hallarán la respuesta. A las dos y media de la mañana salimos el romano moreno y yo, hacia la última destinación de la noche, el estudio étnico de mi compañero de fatigas.

Esa noche dormí entre el suelo y una manta del tamaño de un folio, como un caballero medieval, rozándome con el frío por los pies y la cara, pero con unas vistas a las barriadas de París que muy pocos pueden aspirar.

Por la mañana el estudio estaba vacío. El compañero huyó hacia hospitales y libros de anatomía. Yo me coloqué la ropa del día anterior y sin mirarme al espejo caminé hacia mi clase de Historia del Mosaico. Allí me esperaban mis compañeros de clase: una veintena de profesores expertos en pintura medieval que discutían sobre el rostro que se representaba en el proyecto. Era un tipo calvo y con una toga, y a primera vista podía parecer el rostro de Sócrates. Estaba rodeado de seis personajes más, que se podían interpretar como otros filósofos. Pero el debate se inició con la posibilidad de que fuera Cristo, el hijo de Dios. Todos los profesores comenzaron a gritar y a esgrimir sus argumentos con desesperación. Se produjo una votación y el empate técnico entre las dos opiniones se militarizó. Un hombre de una barba apocalíptica se levantó de repente y agitando los brazos dijo que se podía tratar del rey Salomón.

Yo, con el frío aun entre las piernas y en el estómago, rompí a carcajadas y lancé una mirada de complicidad a la única chica que podía divisar con menos de treinta años.

Esta risa fue escuchada y me preguntaron en versión desafiante que de quién se trataba según mi juicio. Yo, tras muchas dudas, tras un silencio que se hizo mosaico, tras contemplar durante estos tres segundos de calma todas las calles de Roma rememorada la noche anterior, tras recordar los labios rojos como el vino parisino de la sonrisa italiana, tras sentir de nuevo el frío de la noche anterior y las barriadas humanas y de ladrillos que se extendían ante el estudio étnico del médico italiano, dije con seguridad. “¿Hay alguna duda? Se trata de Elvis.”