jueves, 28 de octubre de 2010

Todos los fuegos el fuego


Es el título de un cuento de Julio Cortazar. Pero también es un milagro ocurrido en la ciudad de París, una mañana de un Martes cualquiera, en el país del ateismo y donde Dios porta pancartas y bebe vino rodeado de chicas interesantes que hablan de filosofía y de guerras asiáticas.

Si todos los amaneceres fueran como los de esa mañana la vida sería más una cuestión de matemáticas que de sentimiento. Hacía frío, pero no un frío poético de esos que nos gustan tanto, sino un frío demoledor, sin nada en el cielo que apreciar, un frío con atascos en las calles y con gentío rabioso en el metro. Y en la clase, mi clase de las nueve de la mañana sin calefacción, un libro abierto por la mitad. El título, lo conocemos todos, nuestro amigo Edipo, con nuestra querida Suzanne al otro lado de la sala, mirándome con sonrisa de otoño, congelada un instante en mis gafas, y traspasada al papel de la tragedia griega que todos estamos leyendo en mis crónicas.

Y entró el profesor, de repente, y cerró la puerta de metal, y la clase se quedó callada. Se sentó en su trono de madera, se acomodó y abrió su libro. Empezó uno a uno a preguntar. Sacó su pistola de tinta negra y apuntaba a todas las caras: a las chicas que aun no se habían quitado los gorros y las boinas, después a los chicos, con sus rostros de pollos condenados a morir, con sus erres guturales y sus prepotentes pronunciaciones del griego clásico. Y luego estaba yo, como siempre en mi Escuela. Luego estaba yo.

El profesor se levantó. Caminó hacia mí durante un instante. Se detuvo ante mi presencia. Yo no quería mirar sus ojos sartrianos, sus ojos dislocados que miraban hacia todas partes (intelectualmente hablando). Dijo mi nombre, algo así como Joseph con una aspiración al final, que me hizo parecer un patriarca judío del antiguo testamento, y en ese momento, Dios bajó del cielo, en la tierra de los infieles ateos, dejó de lado el Sacre-Coeur, el Louvre, cruzó la calle, sin mirar, de Saint Michelle y tras esquivar el Pantheon entró en la clase.

Si, los milagros existen, porque mientras yo miraba el texto en griego e intetnaba imitar cualquier tipo de estupidez que sonara en francés, en esa precisa fracción de segundo, cuando me apuntaban los fusiles de tinta, sonó la alarma de incendios, y todo el mundo salió corriendo.

La alarma siguió sonando. En la clase no quedaba nadie más. Los alumnos se habían ido. Las chicas habían dejado sobre sus mesas las boinas y el profesor seguía apuntándome con su pluma estilográfica. Yo lo miré, por primera vez a los ojos, y esbocé una sonrisa de victoria. El me devolvió la sonrisa, sabiendo que el desastre me perseguirá siempre en esta universidad, pero con la dignidad de conseguir minutos de suerte cuando más la necesitaba.

Como un profeta bíblico, anunciando milagros, traspasé la puerta, buscando el exterior, para no quemarme en el fuego del infierno, en el fuego de la Escuela.

Durante el pasillo apenas hablamos. Al salir a la calle el profesor me tanteo el hombro y quitándose las gafas me dijo en su francés:

“Hasta el martes, si el fuego lo permite, querido y afortunado Joseph”

lunes, 25 de octubre de 2010

Como dos extraños.

Me lo merecía. Esa noche me lo merecía. Apenas había bebido un poco de vino y mi conciencia no me había dejado mezclar. Esa vez no. Me había comportado según las circunstancias.

Apenas dije mentiras (salvo eso de vivir dos años en Buenos Aíres y lo de los padres emigrantes y mineros), y no me excedí en el baile. Se podría decir que algo dentro de mí me controló para hacer las cosas bien.

Ella estaba al otro lado del apartamento, atareada con la música, entre mambos y merengues, entre autores cubanos y trompetas brasileñas (que bien sonaban aquella noche las bachatas). El piso era una fiesta. Los franceses empezaban a irse, esos entes aburridos y superiores en la filosofía del desgate lunar (lunar de lunas, las gafas). Los vecinos ya empezaban a dar escobazos en el techo, y nosotros, como la fuerza de un destino, subíamos los altavoces y abríamos otra botella de vino.

Yo no conocía a nadie. Cada persona era un mundo nuevo. Colombia, Argentina, Venezuela, todo me hacia cruzar el charco. Y ella se cruzó en mi camino. Levantaba su copa, saludaba a unos amigos y me miraba como si mirase por error, como si no tuviera nada que objetar sobre mi barba de un mes y sobre mis ojos, abiertos como los de un galápago enamorado del sol.

Me lo merecía. Esa noche me lo merecía. Empezó a sonar Visa para un sueño, de Guerra, y dejé mi copa a un lado, sostenida por un amigo, confidente de todas las derrotas, le di mi gorra del Che y expresé en la pista de baile todo lo que nunca he dado en las noches donde me pedían algo. Por mi lado cruzaban sonrisas bonitas, sonrisas de paciencia, y yo escuchaba muy dentro de mí a un compañero de mi infancia, y lo llevé conmigo en mi aventura por la salsa, en mi esquiva partida de la noche.

Y me sentí muy bien, con las cadenas de la vergüenza a un lado. Y me acerqué a ella y empezamos a hablar, tranquilamente, como quien habla sentado en una playa y sabe que no hay noche que llegue, o como quien espera en la esquina de un cine una chica linda a quien invitar. Y empezamos a hablar, y las palabras me recorrían por las venas, y pensaba que a ella también me hablaba en argentino, y lo hizo durante un tiempo. Y no era el vino, se lo juro a ustedes, porque apenas había bebido, y me lo merecía. Y veía a mis amigos expectantes, como si estuviera en un examen. Y yo, relajado, seguro de que las derrotas no son acumulativas y de que algún día salen espantadas, aproveché los últimos compases de la canción para exteriorizarme, para declararme argentino que nació por error en una ciudad del sur de España.

Y todo iba bien. Yo sentí que esa noche me lo había merecido, y que por una vez en París me estaban acompañando los pronósticos. Y fui a por una cerveza, porque es bueno descansar detrás de los esfuerzos dialécticos. Y al darme la vuelta la noche me devolvió a los tangos y las tragedias. Y los labios de ella eran de otra persona, seguro que francés y sin ritmo en el cuerpo para bailar.

Qué noche canalla, muriendo como argentino, a las cinco de la mañana, y buscando Visa para un sueño. Noche canalla, maravillosa noche canalla.

jueves, 21 de octubre de 2010

Diccionarios


Mi primo Pepe dice pocas frases pero las que dice son brillantes.

Tras varios años analizando la vida

de mi hermano, que ha pasado por millones de interrogatorios y exámenes de conciencia, él, mi primo, se acercó una mañana de invierno a nosotros, y con su postura doblada, como si fuera a sacar en un partido de tenis, lo dijo claramente “Julio, tu vida es un autobús”

Y otro día, más bien de Primavera, tras unos meses de silencio, como acostumbra a hacernos, se despertó de su madriguera y con su misma pose de tenista soltó para la posteridad “Pepico, tu vida es un diccionario”

Y en una de tantas mañanas parisinas, detrás de los cristales de la gran biblioteca, entre los tomos de Notre Dame de París, de nuestro querido barbudo Victor Hugo y justo al lado de un cartel de preservativos y de sexo seguro, me vi reflejado en el espejo, con tres tomos enteros: Diccionario de Francés-Latín, diccionario de Griego-Francés, Diccionario de Francés-Español, Nueva gramática latina (versión francesa), Nueva gramática griega (versión francesa), Traducción de las Odas de Horacio (Versión francesa), y un bloque de papeles pintarrajeados con la bandera y el escudo de la escuela donde intuyo que mi letra se hace verbo.


Y tras todos los libros, que quemaría en más de una ocasión, pero que sin embargo me han definido durante tantos años, tras todos esos papeles amarillos, he visto el rostro de mi primo, este personaje taciturno que me ha acompañado, sin saberlo, en una mañana de invierno, con la calefacción recordándome la semana rabiosa de manifestaciones, con la simpática muchacha morena que se sienta siempre a mi lado en la sala de estudio y que por lo menos sé que sabe que existo, y con la bibliotecaria de sesenta años (con la cual quiero un café). Y todos juntos han formado un momento tranquilo en mi vida, alejado de París y en un huerto sin frutos comestibles pero con muchos gritos de veraneo, con unas zapatillas de deporte más que usadas y un bigote que se olvidó recortar cuando se disponía a hacer la compra.

Primico mío, tu también, sin intuirlo, has sido París por un momento.

lunes, 18 de octubre de 2010

La checa que trajo el frío


Ella no es checa. No es de Praga. No es de la primavera de los tanques. Ella es de Eslovaquia y nació en un país que ya no existe, que es otro. Por ciertas casualidades nos sentamos hace tres años en la primera clase de latín (sufrida clase de latín) de la universidad, y la amistad quiso aportar también un buen fin de semana en París.

Pero la checa que no es checa trajo consigo el frío; un frío que no se escucha por la radio, ni en las canciones ni en las pancartas. Un frío que se agarra a tu cuerpo y te paraliza los músculos,

te quita los pensamientos.

Y con este frío paseamos tranquilamente por el otoño de Pere Lachaise, con sus tumbas grises y sus adoquines hablando de revoluciones pasadas y extinguidas; examinamos cada esquina y el nombre de inscripciones como si fuéramos a encontrar la de un profesor o la del personaje definitivo de la mejor novela.

Y con este frío habitamos el Barrio Latino, en una guardilla de un séptimo piso, en casa de los amigos italianos, comiendo una pasta insípida (para estar hecho por italianos) y bebiendo un vino de un euro y medio (La felicidad consiste/en no ser feliz/y que no te importe M. d’O.)

Y con este frío caminé sólo el viernes de madrugada (porque ahora entiendo que iba solo)

y la lluvia esquivaba mis paraguas y mis portales.

Y con este frío recorrimos, mi amiga y yo, la checa no checa, algunos trozos de la historia de Francia, y vimos a gente importante que muere en el Pantheon, y todo el cat

álogo egipcio del museo del Louvre, porque los etruscos estaban muy tristes, y supimos que también las cervezas en París pueden costar tres euros cincuenta y que las manifestaciones son una coral de canciones y de festejos, y que la Bastilla vuelve en cada pancarta hacia el 14 de Julio de 1789.

Y tampoco fueron tantas fotos, sino momentos tranquilos, sentados frente a Notre Dame,

mirando cada uno de los barcos que se escapaba por las aguas llenas de cieno, y observando cada hoja que se cae, hacia una alfombra de pisadas y palomas extranjeras.

Y mi amiga se fue, porque la vida en Granada continua y los

cursos pasan más

rápidos que los años. Pero el frío se quedó. El frío se apoderó de París y mi amiga se olvidó llevárselo en el avión hacia España (que tendrá otros fríos). Y sentí, quizá muy dentro, que la vida aquí, en esta ciudad, está detenida, y a veces pienso si realmente me estoy moviendo o si a mi también me están cubriendo los hojitas maravillosas y bonitas de los árboles cuando impactan en el suelo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Sagrados y Profanos




Al igual que en España se enseña desde muy pequeños a gritar y vitorear a las vírgenes y santos cuando pasan por las calles principales de una ciudad, lo franceses educan desde el nacimiento en una cultura democrática y de protesta.

En lo que llevo de estancia en París, he podido ver con mis ojos seis huelgas generales (entre transportes y trabajadores) con sus respectivas manifestaciones. Los motivos d

e la huelga están claros: se debe evitar a toda costa que la edad de jubilación pase de los sesenta actual, a los sesenta y cinco.

He asistido a un par de ellas, la primera por casualidad, ya que el metro estaba cerrado y solo podía desplazarme a pie (el itinerario de la manifestación coincidía con el mío). Pero a esta última he ido por propia voluntad, y más como espectador que como manifestante, porque realmente, siguiendo con el paralelismo inicial, una manifestación en París es una procesión laica. Se pueden ver padres con el carrito, portando a sus hijos y con banderas de cualquier ideología; se pueden apreciar estudiantes, ancianos, trabajadores y gente con corbata y maletines, todos cantando y envueltos en una gran fiesta con himnos y banderas.

La manifestación ha atravesado todo el Boulevard Saint-Germain y ha conclu

ido en la Bastille, plaza simbólica para todo el mundo porque se iniciaron los procesos revolucionarios en 1789. A la altura de Saint-Michelle, en pleno barrio universitario, las protestas se han intensificado y se han podido leer pancartas que recordaban mucho a aquel Mayo de hace ya 42

años, como “bajo los adoquines está la playa” o “¡te amo! Oh, díganlo con adoquines” o “la barricada cierra la calle pero abre el camino”. Ha pasado mucho tiempo de ese Mayo y los tiempos han cambiado tanto que están volviendo al mismo lugar, algo que debe preocupar a quien sea pertinente, porque si bien es cierto que ya no hay adoquines, hay brechas en

las calles que dejan entrever las viejas estructuras y los antiguos pavimentos. Ojo a los tiempos.

Algo curioso que no he encontrado en la manifestación ha sido a chicos jóvenes y morenos sin camisetas y fumando droga, a la vez que bebían cerveza en botella de cristal y llevaban a sus perros sueltos y sin cadenas, hecho al que estoy muy acostumbrado en mis años granadinos. Pero cada país tiene su especialidad, por eso en Francia jamás encontraremos una procesión de Semana Santa como Dios manda, y en España si.

No saben lo que se pueden llegar a perder estos franceses que sólo saben manifestarse.

sábado, 9 de octubre de 2010

París bien vale un peinado

Las cosas pudieron haber acaecido de cualquier otra forma y sin embargo sucedieron así.

En una plaza que acorta la calle d’Ulm, a cincuenta metros del Pantheón, vive una señora que quizá sin saberlo, quizá sin intención, ha transformado mi vida parisina.

Pared con pared con una librería argentina que vende libros sobre la revolución cubana, ella amanece todos los días con sus armas en la manos y a las nueve de la mañana enciende su mesa de operaciones y su laboratorio del horror.

La historia en si no tiene mucha más literatura, así que expondré a continuación las causas, el motivo, los hechos y las consecuencias de esta peculiar visión de la vida.

Causas:

Corría el mes de Junio, terminando los exámenes, cuando esquilé los últimos residuos del invierno que se hallaban en mi cabeza. Acudí a una peluquería con galones, junto a mi pequeño apartamento granadino de Plaza Trinidad. El peluquero era, según las últimas estadísticas, tricampeón de España y séptimo del mundo. Así que me dirigí ciego por los títulos con la esperanza de llegar a Septiembre con una nueva estética para París.

Motivo:

La búsqueda de un nuevo origen a mi pensamiento, que debía partir también de una nueva estética renovada y más acorde con los años sesenta franceses que con los que en aquellos meses llevaba.

Hecho:

Llegué a las once de la mañana del Miércoles ocho de Octubre de 2010 a la peluquería d’Ulm. Me atendió una señora amable de unos cincuenta años que parecía sacada de una película de niños-detectives con perro. Me dijo que confiara en ella y yo confié en ella. Empezó a lavarme el pelo, a acariciarlo con un gesto muy sensual, alisaba los rizos, tocaba las puntas, penetraba hasta la piel y dejaba recorrer sus uñas por toda la superficie hasta la nunca. Perro agarró las tijeras y comenzó a cortar…

Antecedentes de las consecuencias:

Desde que entré en la Universidad de París, he hecho todo lo posible por reírme y buscar comicidad en el peinado desproporcionado de los estudiantes franceses.

Consecuencias:

Me miro al espejo y veo uno de esos especímenes estudiantiles. Siento la falta de socialización entre el sector femenino y un rechazo frontal de mi familia y amigos al hablar por Skyp.

Conclusión:

Justo al lado de la librería Argentina, hay un lugar donde una señora con tijeras en la mano se empeña en hacer la vida un cuento de Jorge Luis Borges. La aplaudo por ello.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Tragedia Griega


En Grecia, el héroe trágico debía llevar una carga a lo largo de toda su vida que se conocía con lo que llamamos nosotros “destino”. Por ejemplo, Edipo, desde su propio nacimiento ya sabía que iba a matar a su padre y casarse con su madre, y que traería el mal a todo su pueblo.

De esto giraba mi primera clase en París.

Llegué temprano, cuando aún no se habían despertado los malos humores en la gente y todos dormían en la escuela. Entré en el departamento de Sciaence de la Antiquité y estaba vacío. Olía a latín y libros cerrados. Los despachos ocultos tras las puertas, las luces apagadas, y tras un cartel de Medea asesinando a sus hijos, como la lluvia rajaba la tierra en la mañana, se encontraba la sala de conferencias.

Se unió a mi espera una chica, que tímidamente comenzó a hablarme sobre todos sus planes de futuro, sin yo haberle preguntado siquiera el nombre. Nos tomamos

un café en la maquina por cincuenta céntimos y cuando nos sentamos su rostro me pareció aun más bonito. Me hubiera gustado que se llamara Suzanne, pero no me atreví a preguntar por temor a un nombre poco poético.

El profesor abrió la puerta de repente, como si viniera desde el siglo V a. C. y trajera bajo su brazo un manuscrito, una lanza espartana o un escudo macedonio. Se acercó a la estantería y saludándonos agarró un libro que podría tener más de cincuenta años (cuántas revoluciones habrán visto los libros antiguos, y ahí siguen).

El profesor, con su aire de intelectual sensual, comprometido con el cambio de peinado de su cabeza y con las palabras pesimistas de Sófloces, habló durante una hora y media. Nuestra Suzanne me dio una hoja de papel y un bolígrafo, para que tomara nota de la clase.

Realmente no todo fue mi falta de francés. Tengo grandes

problemas para concentrarme cuando las conferencias son largas, y eso me pasa aquí, me pasaba en Granada y me pasaba en Lorca.

Miraba a mí alrededor y sólo vi seis rostros agachados, tomando apuntes como máquinas, con un francés manipulado por la falta de tiempo y las palabras del profesor, y recordé a mis viejos profesores de Granada, los que realmente merecían la pena (que no eran muchos), y luego miraba al filósofo francés, que detenía sus papeles en el espacio como si leyera un manifiesto.

Y la clase siguió por sus caminos. Todos tomando apuntes, y yo buscando en la ventana algo que me llevara fuera de ahí.

Y lo encontré. Sus graznido se apoderó una vez más de la mañana. Y sonaron durante toda la hora y media, y esta vez, los cuervos venían directamente desde un poema del señor d’Ors, escrito en un otoño de Londres, y los imaginaba buscando entre la tierra a un Edipo que regresa, desterrado, a su destierro.

Y la lluvia seguía cayendo, y Suzanne me sonreía desde la distancia académica de las tragedias griegas, y mis apuntes seguían en blanco, pero yo solo pensaba en el negro de los cuervos, graznando desde los árboles, y en la vuelta atrás de Edipo por enamorarse de quien no debía.

domingo, 3 de octubre de 2010

Anti-poesía en Notre Dame



La noche estaba ya muy avanzada. Podríamos decir que en su cumbre. Serían las tres de la mañana y serían dos las botellas de vino que llevábamos por cabeza (insisto, no me paso el día bebiendo en esta ciudad). No se sabe por qué, pero acabamos encontrándonos con Notre Dame de París, el mismo lugar que vio en verano a mi hermano y a mi rezar por puro ateismo la victoria de España en el mundial “Pepe, vamos a encomendarnos a Nuestra Señora, Pepico”, me decía siempre.

Y allí estábamos, amigos de Granada, amigos nuevos, amigos extranjeros, todos

con una botella debajo de la chaqueta, entrando por los arcos góticos de Notre Dame, y mirando por dentro, entre sus columnas y sus pilastras, intentando descubrir un rostro jorobado, una gárgola definitiva, un poco de vino más, intentando admin

istrar bien los diablos hallados esa noche en París y sabiendo qué tiene de especial esta Noche Blanca donde nadie duerme.

Y llegó el momento. Y un italiano a mi lado le puso nombre, y dijo con su acento musical de escritor milenario sublime. Dijo que esta noche, que las sombras en las vidrieras de la catedral, que nosotros, que estábamos mirando hacia todos lados sin poder ver nada, escuchando una música que venía de no sé donde, dijo que todo eso era sublime, que el cura que vigilaba el altar mayor, las portuguesas que nos robaron la mitad del vino y se fueron para siempre sonriéndonos, que todo eso era sublime, porque en realidad era sublime, y era sublime el móvil en mi bolsill

o, que se olvidó esa noche de mi y no sonó, y era sublime la gente que se acumulaba en la plaza, bailando sin conocerse y abrazándose porque no se conocían, y fue sublime la noche porque nos encontrábamos parisinos y nosotros nos llamábamos parisinos, y se escuchó un susurró por Notre Dame que todavía no deja de sonar, como si aun viviera Cortazar.

Y al final de la noche, cuando estaba amaneciendo, cuando la Noche Blanca se estaba convirtiendo en un alba blanca, agarramos el primer metro del día y saltamos el control de seguridad, porque todo valía es esa noche que se nos escapaba. Pero nos encontramos con cuatro gendarmes y un perro rabioso que nos ladraba en la cara. Hablamos quince minutos. Hacíamos gestos pero los policías nos empujaban contra la pared con sus gargantas afiladas. Deberíamos pagar cincuenta euros (y ni en la cuenta del banco tengo esa cantidad ahora mismo). Nos interrogaron, pero yo solo podía sonreír, y nos gritaban mucho, como si estuvieran jugando a las cartas y fueran perdiendo, y yo solo sonreía porque la noche me había parecido una catarsis. El gendarme se desesperó y nos perdonó la multa. Noche Sublime. Como apuntó ese italiano de aires milenarios. Noche Sublime, vino, Notre Dame y algo de poesía.

Algunas cosas nunca cambia, por suerte.

(En unos días subiré un video de una conversación dentro de la Catedral)