viernes, 26 de noviembre de 2010

El espíritu de Kamchatka


Y cuando el partido vino malo, me quedé con él, y sobreviví” es lo que dice el hijo del protagonista de la película argentina Kamchatka, antes de que se apaguen las luces del cine y el espectador se dirija hacia su coche, hacia su casa, pensando que esa región perdida en la inmensa Rusia es la clave de todas las cosas que conforman la vida. Kamchatka era el único territorio sobre el tablero que el hijo no pudo arrebatar a su padre, mientras este se aferraba y luchaba por no caer nunca, por resistir.

Paris es la capital de Francia. Hace frío, pero no tanto como en Kamchatka. La ENS se encuentra en el centro estudiantil de la ciudad francesa. En ella da clases un profesor que no deja leer al estudiante extranjero de turno su exposición en francés porque su acento le parece demasiado forzado. Allí el restaurante cierra todos los días por la huelga, pero antes los niños de papa comen su plato entre gritos de rebeldía y eclipses que comienzan en el Pantheon. Entre esos muros repartieron, tras semanas de cierre, comida gratis para los colegiales, y cuando le tocó el turno al extranjero, la comida estaba agotada, pero la joven sindicalista, recientemente operada de sus palabras, le ofreció dejar un donativo por la causa revolucionaria. Delante de sus muertos honrados y de sus milenarios árboles, se hizo una votación en la cual no podían participar los pensionistas extranjeros por no comprender el sistema complejo de democracia francesa. Sobre sus baldosas de premios Nobel hay gente que hace que no existas, que los saludos sean algo superfluo, más del lado de la muerte que de la vida, como un huracán de escombros que te destruye a su paso.

En la calle París se muestra más fría que de costumbre. Todo está nublado. Te preguntas muchas cosas. Lo de menos es la escuela. Los árboles son bellos así, sin sus hojas, sin sus colores. Empieza a nevar por primera vez desde que estoy aquí. Al principio es un tímido suspiro. A los minutos es un secreto a voces. Tras una hora es un reclamo. Un contratiempo hecho espectáculo.

Piensas que hay que resistir ante todo. Que la nieve es tu amiga, es de las pocas cosas agradables que te dejan hoy percibir. Te vas a tu casa. “Porque Kamchatka es el lugar donde resistir” y piensas en el último tiempo de la película.

Esperas conectado al ordenador la conversación definitiva. Pero no llega. La noche pronto será luz blanca e impersonal.

Mañana, de nuevo, clase. Con nieve. Y sabes que lo de menos al final se hace lo de más.

martes, 23 de noviembre de 2010

Doce segundos de oscuridad.



El hombre se sentaba en la primera mesa, justo al lado del escenario, donde los saxos salpican saliva y los acordes se vuelven vértigos con el alcohol.

Descendimos unas escaleras, en un antro del 42 de la Rue Rocheruart. La entrada era bonita. Arriba había un restaurante que olía sobremanera a vinagre podrido, pero las parejas y las familias seguían cenando, como si no pudieran oler nada. Entramos sin saludar, pero mirando sus platos con pena, con paciencia de la que no se tiene.

La escalera hacía la forma de un caracol, y el olor iba tornando hacia especies más dolorosas. Todo estaba oscuro. Apenas podíamos caminar.

Las paredes eran de piedra antigua y nos caía sobre los hombros escombros de una construcción menor, que no ha pasado por la eternidad. Yo toqué el muro y sentí el frío y los silencios de aquel lugar, que parecía que había sido abierto solo para nosotros.

Y en el centro de la sala ya estaba él, sentado con las piernas cruzadas, sin mirarnos, sin mirar a nada, sacando un cigarrillo y encendiéndolo con un temblor de dedos que se asemejaba al arte del ceramista justo cuando comienza su obra; aun inexistente, pero que sólo el puede ver en su cabeza.

Nos acomodamos en unos sillones que se alejaban del centro de la pista. Las luces estaban muy bajas y apenas podía sentir los pies del compañero que tenía delante. Unos tres hombres entraron de repente. No avisaron a nadie. El señor de la mesa se encendió su segundo cigarrillo. Dos saxofonistas y un contrabajo sacaban de un saco sus instrumentos. El señor sacó un tercer cigarrillo, mientras jugaba con el mechero. Los instrumentos empezaron a afinarse y las luces desaparecieron. Hacía frío y ni siquiera se veía el vaho que desprendemos cuando estamos tensos.

Se hizo el silencio absoluto, el silencio antes de la explosión, el silencio de los cines cuando van a matar a alguien importante y sacan la pistola, el silencio previo a Hirosima, el silencio de cuando te llama un número que no suele hacerlo, el silencio de la lluvia retenida en un cristal, el silencio del sexo que no existe, en la barra de un bar.

Y la música explotó, con aires vagabundos, como los gatos que se mojan en las calles que nos cubren, las calles parisinas, siempre tan muertas y vivas, y el señor se encendió otro cigarrillo, y otro, y luego otro, y en la sala solo se reflejaba el primer saxo (ese cuerpo femenino hecho de oro) que era iluminado por las manos temblorosas del señor más triste del mundo.

Me levanté. La musica ayudaba, pero me daba igual. Lo miré. Penetré su mente.

Llegó el momento poético que buscaba en la noche, y miré al italiano guapetón y me entendió el gesto: La felicidad no existe. Y la tristeza si. ¿Y qué? Si somos felices así.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Exploraciones africanas.


Esta es la historia de una expedición. En la calle la mejor compañía, la lluvia. En su cocina los condimentos se hacían buenas intenciones y los postres se inflaban en el horno. El supermercado me preparó un buen vino que no llegaría a abrirse nunca en esa noche. Agarré el metro. La línea cuatro, la línea del calor, la línea de las citas sin respuestas, de las esperas, de las incertidumbres, la línea de los exploradores y de los sombreros volteados de plumas.

Ya nos vamos acercando. Ya nos vamos acercando. El mapa de la ciudad no servía para nada. Aquella casa estaba demasiado lejos. Cambié un par de veces de línea y salí a la calle, al exterior, donde no se pueden ver las estrellas porque las nubes humanas las tapan. En su sala de estar se preparaba la noche: una tapete étnico, para sentirse siempre joven, un plato con fresas, dos sillas de diseño, que franqueaban una mesa circular, y unos altavoces que sonaban a música extranjera.

Ya nos vamos acercando. Ya nos vamos acercando. Encontré una calle resbaladiza. Los adoquines eran más grandes de lo normal. Atravesé las enfermedades tropicales, los ríos caudalosos que formaban charcos en las aceras, las escaleras de mármol que parecían cataratas rabiosas y azules como la nieve del Kilimanjaro. En su casa ella se retocaba ante el espejo. Un poco de color por esta mejilla, unos labios rojos, volcánicos, como leones encendidos. Se iluminó el incienso en el comedor. Esos aires sepulcrales que vienen directamente de los chamanes o de la sabana.

Yo continuaba remando y cazando antílopes en la noche, con pocas balas en el bolsillo, y encontré, entre la niebla de los tiempos, el número exacto que me indicaba el mapa. Su casa, su choza, su hogar. Era una región abrupta, que nunca había sido explorada por ningún aventurero antes. Estaba nervioso. Tenía la historia ante mis ojos.

En sus ojos se terminaban de acostar los últimos restos de pintura. La línea baja del ojo parecía el movimiento migratorio de los pájaros que componen en el cielo el mejor cuadro. Y su puerta sonó. Un sonido agudo y firme. Las gacelas y las serpientes corrieron espantadas a esconderse, debajo del sofá. Y ella abrió la puerta.

Entré con mi aire calmado, examinando todas y cada una de las marcas de la pared, de las fotografías, los síntomas de radios pasadas. Aclaré mis ojos y los desquité de la lluvia. Y comenzamos a cenar. Al principio con escepticismo, la comida podía estar envenenada, nunca se sabe lo que te puedes encontrar en regiones tan extrañas. Los esclavos iban y venían, y servían sencillos manjares.

Y yo hice todo lo posible para no mirarla directamente a los ojos, porque había escuchado que era letal el hechizo de brujería que se desprendería sobre mí. Y estuve mirando el color del vino, un vino africano elaborado por las manos más lejanas del planeta, y miré las fotos que colgaban de las paredes: mi amigo Elvis, diciéndome: “yo ya lo habría hecho, aventurero”, pero yo, como buen explorador, no podía lanzarme a ninguna expedición sin antes tantear el terreno.

No aclararé más de la noche, de esta expedición africana. El hecho de estar escribiendo es una señal de que salí vivó, de que atravesé bastas llanuras y que los mosquitos y la malaria no pudieron conmigo. Abandoné el domicilio solo, aun de noche. En la calle los obstáculos que antes había superado se habían multiplicado. Parecía un concierto de dificultades y el metro estaba cerrado. Caminé durante dos horas y media hasta el final de mi noche, si es que no había acabado antes. Ella se fue por países más exóticos, con gente más extraña y desconocida. Al fin de al cabo yo sólo era un simple explorador al que se le acabaron las balas en el momento decisivo. Quizá algún día, juntos, podremos estar. Le dije antes de que me cerrara la puerta.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Pequeña obra de teatro.


(La escena se representa con una clase de paredes amarillas. En el fondo el profesor habla sobre las Odas de Horacio, y tras él, la pizarra dibuja un mapa del centro de Italia. En el aula hay ocho estudiantes y sólo dos son extranjeros. El Estudiante I es inglés y el Estudiante II español. La clase sigue su curso y el profesor se acerca a ellos al final de esta)

La obra se desarrolla en francés.

Profesor: Hola, ¿Ustedes dos son extranjeros?

Estudiante I: (habla el francés con un acento marcadamente inglés) Si, estoy en París durante un año con una beca de mi universidad.

Profesor: Muy bueno, ¿Y de dónde procede usted?

Estudiante I: De Inglaterra.

Profesor: ¿De qué universidad?

Estudiante I: De Cambridge.

Profesor: (dándole la mano con pasión y alegría) Oh, excelente noticia, reciba un cordial saludo de la institución y sea usted bienvenido a nuestra universidad. Estamos encantados de que conviva un año con nosotros. Ayudará a enriquecer el extenso patrimonio intelectual de este órgano tan importante para el curso de los acontecimientos en Francia.

(El Estudiante I se ríe alagado y el profesor tuerce la cabeza hacia el Estudiante II)

Profesor: (Con las cejas sembrando una duda existencial) ¿Y usted de dónde es?

Estudiante II: De Granada, de la Universidad de Granada.

Profesor: (Esbozando una sonrisa que se transforma en una herida) Ah, bueno, si, en el sur, si, bueno…

(El profesor se aleja de la mesa donde estaban sentados los estudiantes y da por finalizada la clase)

Profesor: Bueno, nos vemos la semana que viene. Que pasen ustedes una buena semana.

(En la calle continúa lloviendo. El patio de la universidad está cerrado y hace mucho frío. En la puerta principal se pueden leer carteles de igualdad social y de la lucha de clases. Varios estudiantes gritan una canción en francés que parece revolucionaria. Sobre el asfalto caen hojas, las últimas del otoño. Todos los profesores se unen con los alumnos y levantan el puño. LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD)

viernes, 12 de noviembre de 2010

Los etruscos no hacen huelga.

Hoy es de esos días en los que te levantan las vibraciones de la lluvia en el cristal y en la persiana, como si sonara un instrumento africano en tu cabeza. Te incorporas intentando esquivar las sábanas perdidas en el suelo y las gafas y el libro de Stendhal que tan feliz te hace por las noches. Miras el móvil y tu madre te ha llamado tres veces en la noche, y comprendes que por mucho que huyas siempre te atraparán los tuyos.

Te lavas la cara, te limpias los dientes con el cuidado de un cirujano y buscas a

lgo de ropa que desprenda buen olor, no importa la conjunción de colores. Agarras la bufanda, metes los libros en la bolsa y sales a la calle, y en ella te golpea el látigo de la lluvia, una lluvia fría que te hace recordar el holocausto y el genocidio armenio.

Te diriges al metro y la gente protesta. Hoy de nuevo huelga. No salen trenes en todo el área metropolitana de París. En ese momento la lluvia arrecia y a ti no te gustan los paraguas.

Queda media hora para que empiece tu clase de todos los días, para definir con la mirada clavada en el metro cuadrado de ventana el número de hojas que el otoño gana de los árboles.

Coges el autobús y está lleno de gente. A tu lado un señor huele muy mal y una preciosa c

hica se maquilla. Piensas que es el Eros y el Thanatos. No hay banquetas disponibles y la gente te roza con sus abrigos y moja tu impecable chaqueta.

Llegas a tu destino. ¿Es tu destino? Mascullas entre dientes mientras cruzas la calle entre charcos y semáforos que no buscan el verde.

En la entrada de tu universidad el señor argelino te pide el carnet identificador. Tú te estás mojando pero eres peligroso de poder portar una bomba. Al suelo, coño, piensas para tus adentros.

Comprendes que el guardia de seguridad es un trabajador más, una víctima de tu día que no eligió cruzarse contigo. Lo despides como a un hermano.

Abres la puerta del hall. Estás empapado de barro y en tus hombros caen hojas amarillas. Ves el pasillo bloqueado por una barricada de puertas, sillas, mesas y escombros. ¡Es la guerra! La policía acordona la zona.

¿Qué ocurre esta vez? Los niñatos de papá que cobran 1300 euros al mes se aburren. Vas al restaurante. Cerrado por huelga. Hoy comes mierda, como El coronel. No puedes más, estás harto, quieres tu brasero con tus padres y tus películas de Navidad. Das la vuelta al edificio y encuentras la clase.

El profesor espera sentado tu entrada de gladiador romano herido por la lluvia. Los etruscos no hacen huelga. Piensas con ironía. Y las dos horas de clase te arrastran hacia lugares insospechados. Y sin saber por qué escuchas al profesor y lo entiendes. Habla de la escena de una película de Fellini donde están construyendo el nuevo metro de Roma y encuentran una pintura etrusca. Esta, al contacto con el aire se quema y los obreros observan como poco a poco los colores se vuelven negros, y sienten que han sido elegidos para hacer esa tragedia bella, y lloran a la vez.

Y el profesor termina de describir la escena y pregunta si alguien sabe el título. Y tu eres el único que lo sabes. Roma se llama. Lo dices con orgullo, con un esforzado acento francés, y los demás te miran con odio. El gladiador se levanta.

¿Y por qué lo sabes? Porque hace dos años, en Granada, en la biblioteca de Letras de tu facultad, siempre cogías un libro indefenso y humilde para aliviar tus veinte minutos de visita al trono sagrado del servicio del Ala este del edificio, y ese libro era el guión de la película.

Acaba la clase y piensas, mientras sabes que la comida será un viaje entre charcos, y piensas, que los etruscos eran más listos que los franceses.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Autostop por el Loira II: El camino de Elvis (Tours)



Y los tres agarraron sus equipajes, espantados por los gritos de la noche anterior, por los pasillos amarillentos

y las escaleras que acababan en bolas de grasa. En la salida el cielo se componía de ligeros toques helados. Miraron sus billeteras y seguía el mismo hambre de siempre, pero el sueño de nunca. Los ojos rojos y la ropa sucia, y agarraron sus equipajes en busca de más kilómetros.

Volvieron a sacar el dedo índice al viento y dejaron atrás Orleans. Esta vez paró un chico joven. Era de día y había cambiado la hora en el reloj universal. El chico joven puso la radio y sonaba una música satánica, parecida a la que suena en los antros más amargos y turbios de Berlín. Egos y Jimmy se acomodaron en la parte trasera del auto e intentaban dormir. Demasiada noche la última. Ringo intentaba mantener un dialogo con el conductor satánico, que por no pagar peaje hizo un trayecto de tres horas en una distancia de cien kilómetros. En cada giro de carrera se podía ver el Loira y un castillo que se retorcía en el lento crepúsculo del río.

Y llegaron a una ciudad extraña, con pocas lu

ces pero con muchos aires del norte, con una arquitectura pensada en el frío medieval de la torturas. Tours decían los carteles de la entrada. Pagaron una noche en un hotel: una cama de matrimonio para tres personas. Ringo tuvo que entrar por la puerta trasera para no ser descubierto.

No tenían a donde ir. Hacía frío y había entrado Noviembre. Jimmy buscaba en las calles un restaurante barato y cada rostro que se cruzaba era un actor famoso, o un detestable compañero de clase. Egos miraba fijamente a las chicas, y las invitaba con los ojos a conocer no sé que historia de pasión y no importa qué.

Compraron unas cervezas baratas,

las más baratas posibles. Se reunieron en la plaza más simbólica, donde los jóvenes no perdonan una noche. Alguno de ellos pensó que en ese lugar celebraban las ejecuciones en la Edad Media, entre los árboles de hoja caduca y los maderos de construcción antigua.

Y de repente apareció un grupo de gente. Desconocidos, como todos en ese fin de semana. Una selección femenina de gimnasia rítmica mexicana se acercó a los tres mutilados del cansancio y de la guerra de la soledad y les invitaron a un trago, en un bar cercano y sin nombre.

La noche a partir de ahí se hizo sombras. A Jimmy no se le vio más y muchos temieron por su vida. Le vieron escapar del brazo de alguien hacia no se sabe qué destino. Egos se clavó en la barra del bar y discutió con el camarero sobre la última película de la semana y sobre el acento de las amapolas en Alemania. Egos se miraba al espejo y sonreía por las cervezas que estaba perdiendo en cada segundo.

Y la noche no avanzó más. Algunos podrán decir que murieron en el frío del Loira, porque siempre, cerca de los ríos, las ciudades parecen más solas y más tristes.

Los kilómetros siguieron y las carreteras se bifurcaron.

Quizá alguien hablará de ellos como tres circunstancias que sucedieron en un punto determinado, en el mapa más perdido de Francia.

martes, 2 de noviembre de 2010

Autostop por el Loira I: Brown eyed girl (Orleans).



Los tres amigos se levantaron muy tarde el sábado. Estaban en París, después de una noche de pintura en la cara y de asaltos a la embajada americana. Se miraron a los ojos y en sus rostros faltaba algo más, algo nuevo. Jimmy, Ringo y Egos fueron sus nombres durante esos días. Después nada se supo de ellos.

Rondaban las cinco de la tarde y Ringo contempló una idea. Partir hacia donde fuera, muy lejos del Sena y del Periferique.

Miraron las carteras: final de mes y una tarjeta con agujeros negros en el centro de los dígitos. Pero en todo había solución.

Agarraron dos pares de camisetas, unos calzoncillos limpios y disputaron los lugares más recónditos de Francia. La Francia profunda y vagabunda.

A las ocho de la tarde llegaron a la estación de tren e hicieron autostop (un derivado del autostop normal, concertado por Internet previamente). Vieron acercarse a ellos un señor de mediana edad, calvo, que torcía

una ceja por un tic nervioso, como si presagiara una tragedia. Ellos pensaron que se trataba de un terrorista checheno en pleno apogeo de locura. Se miraron los unos a los otros y todos bajaron la cabeza, rezando encontrar otro conductor. Recordaron aque

llas historias de peliculas de serie B en donde un grupo de amigos acaba en el lateral de una carreta con un disparo en la nuca. Pero tras el terrorista vino una señora que respondía al nombre de su señora y un niño pequeño que se quedó dormido en el coche.

Abandonaron París ya de noche, una ciudad que les parecía extraña y de la que querían salir corriendo.

Y llegaron a Orleans, la ciudad de Juan de Arco, equipados con botellas de Gin barato y envenenado, a un albergue a siete kilómetros de la ciudad. Se acercaba el día de los difuntos.

Entraron en la recepción del hotel. Eran las once de la noche y el hostal olía a una mezcla entre formón y comida de centro comercial. La habitación no estaba mal, aunque se asemejaba bastante al camarote de un submarino. Diez euros la noche no daban para más, pensaron los tres colegas.

Salieron de su habitación y cogieron el tranvía. Estaba vacío y lleno de malos pensamientos a la vez. Penetraron en la ciudad y había un desierto de silencios. Algunos despistados franceses, que tornaban a apagar su sueño de sábado noche, se despedían de las calles. Y los tres amigos continuaban caminando, sin saber a donde ir: una calle oscura a la derecha (demasiados malos pensamientos hoy para descubrir lo que hay), un bar cerrado a la izquierda, en el centro una estatua de Juana de Arco, la señora que los amigos imaginaban como una transexual, y el reloj que no pasaba sus horas.

Encontraron una calle que parecía animarse. Jimmy no podía dejar de pensar en los difuntos de París, mientras Egos y Ringo vaciaban la botella y explotaban unas cervezas compradas a un paquistaní. Este no es el espíritu, se decían los unos a los otros.

Nada parecía arreglarse. Las calles seguían muertas. Ya no quedaban luces y pidieron un taxi. Al llegar de nuevo al hostal los tres amigos percibieron que un hombre traficaba con una sustancia que no acertaban a adivinar, y que una mujer estaba tirada en la escalera de acceso a los dormitorios, comiendo como una cerda hambrienta y gritando cada vez que conseguía tragar. Los tres amigos echaron a correr y cerraron con llave su cuarto.

Uno de ellos, como de costumbre, no cerró los ojos en toda la noche, escuchando los ruidos que venían del exterior.

Por la mañana pagaron la habitación y se fueron corriendo, en busca de una ciudad con menos silencio y menos noche, sacando el dedo pulgar pegado a las carreteras, muy cerca de donde el Loira se hace castillo y leyenda del día de los Difuntos.