miércoles, 29 de septiembre de 2010

Una noche irreverente.

Una noche irreverente.

Hoy seré irreverente al escribir.

Mi despertador sonó a una hora desacostumbrada. Las siete y media de la mañana. Tenía clase a las nueve sobre Edipo, un griego que se sacó los ojos al ver que había matado a su padre y se había casado con su madre (pero él no lo sabía). Al llegar a la Escuela había un cartel en la puerta que rezaba la suspensión de la clase. Me quedé en el patio, con mi libro Putas Asesinas, leyendo, con el frío, escuchando los cuervos graznar (viniendo desde la erasmus de mi hermano).

Unos papeles administrativos, con sus respectivas colas. La hora de la comida. Me toca al lado de una profesora de no sé qué materia. No conoce a Vargas Llosa. Su cualificación está por discutir. A las cinco de la tarde una cita con la jefa de estudios superiores de la Escuela, para solucionar los problemas de mis convalidaciones. Esperas. Esperas. Me leí la mitad del libro en una silla de madera, escuchando a los cuervos graznar.

El día, hasta ahora, sin saber por qué, estaba siendo precioso, con sus cuervos y su niebla de ultratiempo.

A las seis se decide el movimiento. Nace la gravedad. Marcos (el mexicano antropólogo) y yo decidimos irnos a Pont des Arts con unas cervezas (el las llamas chelas). Nos bebemos más de un litro cada uno y hablamos sobre el amor y sobre la muerte, sobre las ex novias, que nunca se le van a uno y te persiguen por los rincones de la memoria, en una escena, en una esquina sucia, en un piso resbalado que sabes que no es cierto. Pero anochecía en París delante de Notre Dame. Con nuestras cervezas y con nuestra niebla. Con los cuervos graznando desde todos los lugares (y para mi venían de la erasmus de mi hermano).

Nos encontramos con amigos de Granada. Vimos el partido del Madrid y se vulgarizó todo. Apenas miré el partido. La cerveza me impedía ser tan bajo. Tras la bata

lla de cojos nos dirigimos a Champs Elysee. Encontramos a más gente de Bilbao, Sevilla, Madrid, y a gente de mi primer año en Granada que hubiera deseado no volver a ver más. Pero París también me los ha traído. Hicimos cola para entrar en una discoteca (las cuales siempre me parecen absurdas), y el portero, un chico de dos metros y negro, sólo apartó a dos: a Marcos y a mí. El mexicano me dijo que en Estados Unidos los que se chivan a la policía de que hay inmigrantes ilegales se apellidan Pérez, Gómez o García. Sin más nos fuimos. Orinamos en la plaza Charles de Gaulle, por ser tan cabrón y haber hecho a la gente tan cabrona.

Caminamos por toda la gran avenida que llega al Louvre. Era ya tarde y estábamos bebidos. Hablamos con dos chicas. El metro estaba cerrado. Las chicas nos despidieron cortésmente. Pensé que ninguno de mis amigos de Granada salió de la discoteca para quedarse conmigo. Yo lo hubiera hecho. Pero no me importó.

Atrapamos un autobús que nos dejó en Notre Dame. Otra vez el Senna. Nos compramos dos cervezas más y hablamos sobre el amor y sobre la muerte, sobre las ex novias, que nunca se van de la cabeza pero que no existen. Nos sentamos en una parada de autobús cualquiera. México tiene problemas, y en España ya es huelga general. Y a mi me da igual.

Como perros románticos. La gente nos miraba. A esas horas ves los rostros del trabajo, y sólo son inmigrantes, y los blanquitos solo se ven de fiesta, con corbatas, y ves a un negro que comienza a trabajar, a un argelino que acaba de trabajar. Y son las tres de la mañana y ves a un grupo de franceses guapos que van gritando, y luego ves a los trabajadores que bostezan y que están cansados, y que no tienen ojos. Eso no me dio igual. Y siguió la noche. Una noche más, irreverente. Orgulloso de no poder entrar en una discoteca por como soy. Orgulloso de compartir autobús con inmigrantes y no con erasmus. Orgulloso de escuchar cuervos graznar desde todas partes, con un antropólogo mexicano y bebiendo cerveza comprada en un supermercado paquistaní.

Lo dicho, como perros románticos.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El último tango en París



Llega casi Octubre. Y no es el tránsito normal de un mes a otro. Es el cambio de estación, el cambio

de forma de vida, el cambio de los árboles y de los animales, el cambio de los vestidos cortos y las camisetas al de los abrigos negros y las bufandas grises (hay mucha más sensualidad en un abrigo hasta las rodillas que en un biquini).

Y con esto la ciudad va transformándose poco a poco. Primero las hojas que caen (mucho antes que en España) y después las noches, que se aceleran en las tardes, hasta no existir las tardes.

Pero hay un rincón de la ciudad que lo notará mucho más que cualquier

otro. Hablo del Quai Jessieu, justo en la calle que empieza con Cardinale Lemoine. Un Quai es un atracadero de barcos, pero en la actualidad son grandes alamedas pegadas al Sena donde poder pasear y por las noches beber tranquilamente vino a la luz de las faroles y de Notre Dame.

En uno de estos lugares casi todos los días se bailaba tango. Los movimient

os eran muy simples; quizá unos pasos bien estudiados y seguir el ritmo de la música, pero era sensacional ver la imagen del agua negra de noche danzar tranquila hacia otros hábitat, y la gente (de todas partes, porque los franceses no saben bailar) rodeando el estrecho parque. Se podían ver argentinos nostálgicos de su patria, de su puerto de Buenos Aíres (sustituido por las aguas del Senna), se podían ver a parisinos descubriendo el nuevo arte de hacer el amor bailando, y a mí, claro está, acompañado por mis amigos mexicanos, discutiendo sobre las bachatas e intentando adivinar el titulo de las canciones, o con alguna chica a una hora no debida.

Pero todas estas noches han desaparecido. Por lo menos no las hallaran usted

es, si deciden ir a durante este año. Será en Mayo, con el buen tiempo, cuando vuelve el tango. El frío y el otoño nos depara otras cosas, más melancólicas, más acordes con París, porque esta ciudad, sin saber por qué, es todas las ciudades en una;

Por eso usted puede bailar tango a las orillas de un río que no sabe bailar.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Aviso de Bomba

La otra noche algo trastorno todas nuestras vidas en cierta medida. París estaba apunto de sumergirse ya en el sueño (serían las once de la noche) cuando se produjeron dos llamadas telefónica. Los turistas apuraban sus últimas fotos en lo alto de la Torre Eiffel y yo mientras tanto, salía de otra noche de conversación y de cine junto al Senna, pasando por el jardín de mi universidad. Me dirigí hacia la estación de metro Saint-Michelle (la misma que fue adoquinada por coches en llamas en aquel Mayo de 1968). Lo grandioso de esta ciudad es que siempre, en una esquina, en la barra de un bar, en el qai más solitario o en el piso

más bohemio con chimeneas, siempre te sorprende, como ver a Eric Cantoná en un supermercado (le sucedió a un amigo), o conocer muy de lejos a la nieta de García Márquez.

Pero la otra noche fue distinta. Y fue distinta en todos los sentidos. Esperab

a coger el último metro, tapándome la cara con el cuello de la chaqueta, a lo Albert Camus (me faltaba el cigarro, pero mamá, tranquila, no fumo) y de repente, sin aviso, como en las películas de Apocalipsis, aparecieron cerca de treinta Gendarmes armados con metralletas de largas como sombrillas, y empezaron a gritar y a echar a la gente de la estación subterránea. Yo estaba solo y apenas entendía lo que estaban diciendo. Dejé de actuar como un intelectual y me puse a temblar. Dejé mi pose de sesentero filosofal y me puse a temblar.

Nos evacuaron en dos minutos. Me fui caminando a mi residencia. Un paseo tranquilizador de una hora. Se escuchaban las sirenas a lo lejos y la Torre Eiffel estaba, por

primera vez desde que estoy aquí, apagada antes de la una.


Al llegar a mi habitación miré El País “Amenaza de bomba en París: Torre Eiffel y el metro Saint-Michelle

París es un poco esto también. La inseguridad, no conocer las caras nunca. Saber de los peligros del ser humano y tener la seguridad que entre millones y millones de personas, no todas pueden ser buenas intenciones.

Estoy vivo y en París. Alguien da más.

martes, 21 de septiembre de 2010

Reencuentros con escusas.

Ciertas noches uno decide decir basta. Y lo hace porque se siente cansado, porque necesita buscar nuevas historias donde inventarse cada día, porque le suceden circunstancias que no se pueden plasmar en el papel, porque siente que no puede responder al público y le debe una disculpa más allá de las palabras.
He estado tres semanas fuera, inmerso en un mundo que se hace llamar París, y que es totalmente diferente a lo que os he ido escribiendo durante los dos meses de verano. Este París sigue teniendo parisinos, y siguen siendo muy antipáticos, pero a la vez tan elegantes… sigue teniendo mujeres bonitas, en todas las calles, en todos los cafés, y ellas siguen haciéndome sentir feliz en la transparencia de sus miradas. Esta París se inventa cada día, es una ciudad hermosa dentro de un caos establecido, donde las personas no son personas, son números, donde existen los turistas, los parisinos, y luego los demás, que somos como cazatalentos en busca de un sueño, de una de esas miradas que me hacen sentir transparentes, o de una simple botella de vino con personas que acabas de conocer, y que sin embargo darías una de tus vidas por estar con ellos.
París y yo les debemos una gran disculpa, por estas tres semanas de sequía escrita, de silencios. Les debemos muchas botellas de cerveza barata junto al Senna y alguna que otra noche romántica con nombres anónimos.
Poco a poco. Estas tres semanas no han sido absurdas. Me han creado. No soy extraño en esta ciudad. Este blog no es un blog de turistas.

Conocerán París no como una bella ciudad, sino como una forma de vivir y de amor.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Traslados

En el distrito quince de París, junto a una panadería, una lavandería y una tienda de alimentación árabe, he pasado los dos meses más extraños de mi vida. El número 77 de la Rue de Lourmel es un lugar acogedor, dibujado por un jardín interno donde las palomas y los cuervos batallan todas las tardes por las migas de pan que cualquier vecino deja posar sobre la hierba. Pero es ante todo un lugar silencioso.

Para un hombre mediterráneo es difícil acostumbrarse a este silencio que lo envuelve todo, que hace que oigas tu propio plato con el choque del tenedor en las comidas, que hace que sientas tu respiración, diecisiete veces por minuto, que hace que los aviones que vuelan el cielo parezcan motocicletas de barriada.

Y mi casa ha sido, para bien y para mal, estos trece metros cuadrados desde donde siempre os he escrito. Pocas personas en el mundo pueden cocinar, ir al servicio, dormir, leer, comer, soñar y limpiar sin moverse del mismo sitio. Yo soy uno de ellos.

Ahora me esperan otros rumbos, una residencia de estudiantes donde por lo menos el dialogo con los seres humanos será obligado. Aunque parte de mi yo parisino (lo que pueda tener en estos dos meses de estancia) se quedan aquí, junto a las dos vecinas hermanas y obesas (yo creo que por el olor de sus cuartos debían padecer el síndrome de Diogenes) con sus dos adorables perros, Puschi I y Puschi II, que cada noche me acompañaban en el jardín para charlar sobre el estado de la temperatura. Y también recordaré al fanático de los cigarros, que todas las noches paseaba por el jardín hasta las tres de la mañana, fumándose dos cajas por noche (el primer mes creía que era un asesino psicótico), o los vecinos de arriba, un joven matrimonio de africanos con un bebe, en los que se alterna el llanto del niño por las mañanas, y el sonido de los muelles del amor por las noches. Les puedo asegurar que tras conocer sus historias, y sólo de pensar que un matrimonio con un hijo viven en los mismos metros que yo, a uno se le quitan las ganas de quejarse. Y por último, el jardinero, un hombre que ama su trabajo por todos sus costados y cuya máxima aspiración en la vida es acostarse con una de las hermanas Puschi.

Cada uno tiene su historia particular, su vida, y yo simplemente he sido un párrafo más, otro transeúnte que aparece y desaparece cada verano. Unos van, unos vienen. Así es la vida. Una mañana en este apartamento, mañana en otro. Echaré de menos tanto silencio.