miércoles, 29 de junio de 2011

El último café



Yo estaba sentado en Odeon, en la boca de la salida de metro, justo a los pies de la estatua de Danton, que reza “Después del pan, la educación es lo primero para el pueblo”. Miré el reloj en un par de ocasiones. Solamente eran diez minutos de retraso. Los coches hacían del Boulevard Saint Germain una playa visitada los domingos, un verano de parques y bicicletas. A lo lejos las torres de Saint Sulpice se escondían, gemelas, entre las buhardillas y las nubes.

La noche de antes se sucedieron las despedidas. Los amigos cantábamos y bebíamos vino. Se abrían las heridas que nos han formado el cuerpo este año. Los amores, los fracasos, que al final, son los mayores triunfos, porque ponen voz a los escenarios. Todos se desnudaban encima de los vasos vacíos, y contaban sus verdades, que han sido las batallas y los ecos de un año, los cristales rotos en el suelo.

Y el rumor amargo se asomaba en mi boca, y no me dejaba pasar bien los tragos. Estos últimos tragos que aparecen cuando el mes de Mayo se está acabando. Busqué mi móvil. Me evadí de los asuntos y de las noches, y encontré su número, perdido entre un recuerdo de una noche de Noviembre, que casi era un rumor, y varias respuestas negativas.

Y pasaba el tiempo en Odeon. ¿Cuándo fue la última vez que la vi? Hace siete meses. Quizá ya ni se acuerde de mi cara. Todos cambiamos y la ciudad nos ha ido moldeando, ha ido inyectando carne en lugares donde el rostro representaba cadencia. Ha ido iluminando facciones que antes no existían. Ensombreciendo párpados y haciendo ligeras las manos, metidas en las sombras de la noche y los rincones más románticos.

Me armé de valor y las palabras se escribieron. Me voy mañana, solo pido un café. Y allí me encontraba. En la misma calle que me había visto pasear cada día, en invierno, con bufandas y sin paraguas para la lluvia, y en otoño, con manifestaciones y fotografías que olían a tiempos viejos y sabios.

Y ella llegó. Puntualmente retrasada, como se espera en las mejores citas. No la vi desde lejos. Escucho como pronunciaba mi nombre, como si leyera un salmo, como si acabara de descubrir un hallazgo, un resto arqueológico. Me llamó, y me levanté avergonzado. Si, han sido siete meses, y ahora que te estoy viendo tan cerca, los siete meses han sido siete horas, han sido muchas cervezas en las que esperaba tu entrada en un bar, por sorpresa, han sido muchas recogidas solitarias, muchos paseos en bicicleta, sin un carril compartido. Siete meses. ¿Pero dónde has estado este tiempo? ¿Y yo? ¿Cómo me voy ahora de esta ciudad? Solo un café, que mañana los trenes parten llenos, y la ciudad se quema en el crepúsculo de la ausencia.

Ella iba vestida con una chaqueta azul marina y con las mangas dobladas. Me recordaba una canción de los Beatles que no sabría definir con exactitud. Caminamos unos diez minutos, y encontramos la primera terraza idónea para recuperar siete meses en dos horas de café. ¿Siete meses? No has cambiado nada. Estás estupenda. ¿Me has echado de menos? Solo un café, que tengo prisa. Me voy mañana. ¿Qué quiere decir mañana? Siete meses.

Hablamos de Machu Pichu, esas ruinas que viven dentro de mi, esa Lorca perdida y detenida entre la selva. Algún día iré a Perú, quiero conocer tu país. ¿Me llamarás? Solo un café, que siete meses dan para mucho olvido. Y yo me sentía Ricardito, que estaba delante de La niña mala. Sabía que con su sonrisa podía inmovilizarme. Pasaban los minutos y nosotros hablábamos. Desde que te conozco, creo en las casualidades, creo en los autobuses nocturnos y en los tes a media tarde en la mezquita. ¿Tú sigues aquí el año que viene? Vendré a visitarte. París no será más un cuadro en mi pared. ¿Qué has hecho en París en estos siete meses? Y yo callo, porque no siempre he sido el hombre del traje gris, y en las orillas del Sena he visto el gran desfile de la vida, en su plenitud, en su decadencia, en sus sombras y en sus lagunas de luces.

Me voy mañana. ¿Qué quiere decir mañana? Siete meses. La vida muchas veces no dura tanto. ¿Cuántos cafés caben en siete meses? Dos horas no justifican siete meses. Me tengo que ir, he quedado con mis amigos. Estamos hablando. Sabes que puedes volver cuando quieras. La miro. Le clavo los ojos en sus ojos. Sus ojos color miel oscura, su pequeña boca de acantilados. Yo vengo del Mediterráneo. Tu mirada es un continente que llora y se levanta. Siete meses, y ninguna respuesta. ¿Por qué no me insististe? Los imperios no se crean a la primera. No se salvan en dos horas.

Yo sé que Odeon siempre me hablará de ti. Yo sé que París me hablara de ti. Les hablará de ti a mis amigos, cuando todo sea confuso, cuando cuente alrededor de mis fantasmas que yo fui dichoso en esta ciudad de ceniza y caricias azules. Que fui joven y conocí a una peruanita que me hacía enloquecer cuando no respondía a mis mensajes. Yo sé que has sido parte del cuadro en mi pared. Has sido siete meses de silencio, que sonaban más que las campanas de Notre Dame los domingos. Dame dos besos. Que tengas mucha suerte. Nos veremos en el futuro. Yo me voy mañana. Soy un verbo y una ciudad. En siete meses le demostramos al mundo que eras La niña mala, que el café dura dos horas, y que las despedidas se sienten toda una vida, porque nunca terminan de cerrarse.

jueves, 16 de junio de 2011

Veinte Años



Solía fumarse un Romeo y Julieta a media tarde, sentado en su silla, y poniendo algo de ópera, o tal vez alguna canción de Víctor Jara, mientras me explicaba en que consistía el último que estaba leyendo, o cómo había escrito Marx el Manifiesto Comunista, en pleno Soho de Londres, entre borrachos y luces que olían a moviola. Estiraba sus piernas hacia la mesa, donde descansaban todo tipo de objetos inútiles: un adoquín parisino, capturado años atrás, botellas de vino recién abiertas, de las cuales siempre acabábamos una, un ejemplar de algún libro de Adam Smith, y su inseparable ejemplar diario de Liberation. En las paredes que le hacían dormir un cartel de Yo soy Cuba, la película que nunca terminamos de ver, otro de la revolución de los claves, donde una chica muy mona levantaba el puño, y otro de Miguel Hernández hecho con lápiz.

En Septiembre veíamos películas políticas, en la sombra del jardín de la universidad. A veces paseábamos. Otras veces dormíamos la siesta, yo en su cama, él en la silla de su cuarto. El invierno trituró aquello que los demás llaman monotonía. Y nos alejamos por buena salud de los dos.

A pocos metros vivía una chica tunecina. El mayor torbellino que he visto en mi vida. Compaginaba a la misma vez clases de alemán, chino, yoga, literatura, iba una vez al día al cine, tocaba el piano solo por el placer de sentir las teclas en su piel, y dormía doce horas. No creía en un mundo alejado de los muros de la universidad. El patio central era para ella el universo concentrado. Siempre llevaba el pelo suelto, y se perfilaba los ojos de una forma irresistible, como si de ellos dependiera el orden y el caos. Su español era muy bueno. Su sonrisa también. Los primeros meses solíamos comer juntos, tomar un helado en Mouffetard y caminar hasta la Mezquita. La revolución árabe la apagó entre llamadas telefónicas a su casa y la sensación de que la historia no quería subirla a ella en el mismo vagón. Cuando la vi por última vez, nos abrazamos como si tuviéramos miedo de no vernos más.

En el otro lado del corredor, si llaman a la puerta, una chica italiana les abrirá. En lo primero que se fijarán será en su lunar que le baja por la mejilla, un lunar hecho para las miradas y las piedades. Sin saberlo, sin predestinarlo, compartimos una genética que es más dramática que festiva. Una genética que tiene que ver con un tres y con un noviembre. Los cafés con ella siempre fueron más dulces que con ninguna otra persona. Recuerdo que sus abrazos eran una mezcla de sabiduría y tranquilidad. Hablar con ella de mis problemas era como buscar en la enciclopedia de todas las dudas la respuesta. Lo mismo hablábamos de sexo que de política. De cine que de locura. Siempre me pareció algo más que una amiga. Era una hermana mayor. Un buen día de Junio, su habitación se vacío y nadie llamó a la puerta para comprobar si el lunar en la mejilla seguía ahí.

Hacia el sur, a unos pocos kilómetros de la ENS, se encuentra la facultad de Montrouge. Una chica de piel tostada, abrasada por el sol de Venezuela vivía entre libros, seminarios de latín y revistas de Virginia Woolf. Paseábamos por el jardín de Luxemburgo en la hora de la comida y hablamos del gran continente que tenemos en común, de lo buenas que son las noches en un teatro francés, y de que la llamara si algún día volvía por este lado del planeta. Se la llevaron las mareas y los exámenes. En su fiesta de despedida yo no estuve presente. Me requerían las necesidades y los falsos dorados. Escuché por última vez su voz al teléfono.

Ahora recorro todos estos pasillos, todas las calles que sé que han sido de ellos. Hablo en sus lenguas y me siento en los mismos bancos donde se sentaban. Eran pequeñas costumbres. Verlos significaba que el día estaba siendo normal, que no habían cerrado el restaurante, que la revolución que esperábamos se estaba retrasando, que el Sol se pondría esa noche por el lado del Grand Palais, que la línea 38 nos unía a todos bajo una misma parada. Miro sus puertas deshabitadas, como un cuerpo que ha perdido la vida. No escucho el rumor de sus pasos, debajo de la puerta, ni el brillo de los rostros al zafarse de la madera. Esos ojos que se hacen uno solo. Todas estas pequeñas vidas, que sin quererlo, han formado la mía.

martes, 14 de junio de 2011

Uno de los grandes





El inicio y el final, como dos puntos que se juntan en una esquina, o detrás de una cerveza a la que se le sale la espuma, o frente a un barco que transporta arena mientras nosotros decimos que se trata de cocaína.

Fue un quince de Septiembre, el día de la independencia de México, a la altura donde se junta Saint Germain y Saint Michel, ya saben, esa explosión de tráfico y mujeres que huelen a verano. Lo vi por primera vez. Esa clase de tipos que conocido un año antes no sería nada, ni un nombre, ni un teléfono, ni un rostro. Pero lo conocí en París, y era Septiembre, y era sol y era a la vez incertidumbre.

Él pronto fue para nosotros el hombre de la filosofía. Siempre había una palabra justa para cada situación, una mirada de seguridad que definía cualquier gesto de la vida: qué las chicas no nos miran: bueno, relájate, estamos en París; que no queda bebida: atravesamos tres barrios para comprar unas latas; que el sol nos daña los ojos a esta altura de Saint Louis: tío, sabes que mis gafas de sol me hacen guapo, y eso nos gusta.

Y todas las vueltas a casa eran excusas siemp

re para quedarnos un poco más. Desde que supimos que eres Egos, y que yo soy Jimmy, las esperas al Nocturno 14 siempre eran más amenas, los asientos más cómodos, los partidos donde veíamos perder al Madrid menos dolorosos, las comidas rápidas y las incursiones a la lengua turca más humanas.

¿Sabes?, esas tardes son la que nos hacen grandes, las tardes donde no me pasabas el balón, porque tu ansia de gol te hacía no ver amigos en el campo de tierra; esas tardes donde no existía un reloj ni un tren, y nos acomodábamos en cualquier rincón de la ciudad, un poco enamorados de lo que pasaba por nuestro lado, un poco nostálgicos de lo que había pasado ya; esas tardes donde nos quedábamos callados, como esperado encontrar una sombra de repente, o montados en bicicleta, donde cualquier caída era evento de risa y besos al asfalto y al vino.Pero bebíamos muchas noches porque no sabíamos si íbamos a estar despiertos al día siguiente. Y cada paso se nos aparecía más incierto y más maravilloso. Conocíamos gentes de todos los lugares. Dos chicas que venían de Suecia, y se sentaban a nuestro lado en un bar, un grupo de latinas, que hacían de nuestro idioma el mejor de los juegos y de los acertijos. Era entonces, en la quietud de una farola, cuando te ponías con tu pose de malo del Bronx, pegabas el último trago a la botella, y exclamabas por todo lo alto que no somos de este mundo, que nosotros somos otra cosa, que los centímetros demuestran que no todos somos iguales, que hubiéramos sido más felices si Elías hubiera sabido tocar la trompeta, yo el trombón, y tu la armónica, porque la felicidad residía en un puente, en algo de frío, y en una música que venía de todas partes.

Al final, descubrimos cadáveres, descubrimos que ciertos seres humanos tienen semejanza con las vías del metro, que los rinocerontes existen, caminan sueltos por Venecia, que la comida del vasco es un lujo para estudiantes, y que si se toma acompañado siempre es mejor, que el apartamento de Francesco es el mejor lugar del mundo para fumar, que los italianos son unos guarros, pero nosotros también, aunque con estilo y filosofía, que no te metas esta noche en el ordenador, que te va a hacer daño, que tu estás ahora y aquí, en París, que eso es otra guerra y hay otros ojos a los que mirar y otras manos a las que prometer amor eterno, que las discotecas, por regla general, son agujeros negros en los que no hay salida, que los museos son para parecer interesante, pero teniendo el sol y teniendo la vida, los cuadros permanecen mejor lejos, que los aviones dan miedo, que nosotros, fugitivos del tiempo y de la juventud, somos indignados en Beauvais, que Joseph, si estás muerto, ¿Por qué coño sigues en la escalera?

Y llega el autobús, a lo lejos, sin poder asimilarlo. Sin poder creerlo. Tú agarras tus maletas, que son dos, y son muy pesadas. Me regalas las botas de futbol, las mismas que no me querían pasar el balón, porque los goles son solo tuyos. Y el autobús se acerca, con su paso de ejército alemán. Y nos miramos. Nos espera Granada, carajo. Ha sido un honor. Esta noche beberé por ti. Esta noche no beberé, por respeto. Joder, eras uno de los grandes y te has ido. Gracias, Egos, por demostrarme que el amor también está en dos piernas y en unos dieciséis años.

lunes, 6 de junio de 2011

Tierra de embajadas



Lo llamamos a eso de las ocho de la tarde. Todos sabíamos que estaba cansado, que lleva unas semanas muy duras de ajetreo, y que nadie vuelve a ser el mismo después de los últimos años: un avión que te deja en New York, un mes en Asia, comiendo un poco de todo, llamando de noche a casa, para no despertar a nadie con el cambio horario, y apenas tener los ojos activos para visitar las ciudades, esas que cambian en cada Lunes y que se vuelven amarillas y portadas en los periódicos los viernes.

Y todos éramos conscientes. La tarde empezó el día anterior. Estábamos sentados en cualquier parte de la ciudad. Apenas nos quedaban ánimos para continuar con la noche. Ya van muchas así, y al final sabes que sucede lo inesperado, y que ves el Aleph, lo que nadie consigue ver. Aguanta un poco, que las puertas nunca se dejan abiertas. Y la noche quedó abierta para el día siguiente: una comida en el 58 Boulevard Saint Germain. ¿Les suena esta calle? Muchos amigos me preguntan qué se siente al pasear por esos adoquines. Tanta emoción como el segundo antes de abrir una botella de champán, les contesté a algunos.

Unos llegaron puntuales. Otros no. Las secuelas de las noches se amoldan al reloj y lo hacen veloz y travieso, hasta que se despega del control de tu cabeza y hace que pierdas un metro, o que no encuentres la salida exacta de tus zapatos. Pero nos sentamos unos ocho a comer. Pusimos el ordenador mirando hacia la ventana y desde la pantalla dos tenistas comenzaban a pasarse las pelotas en una superficie de arena. Algunos pensarían que la vida tiene que ser exactamente un manto de arena dispuesto para que dos genios intervengan en su disposición, tocando una pelota y haciéndola rodar ante el asombro de cientos de personas. Pero esos dos dioses de arcilla se movían a una velocidad infinita, y levantaban las voces de toda la ciudad, que sobrevolaba por encima de las propias nubes, que a eso de las cinco de la tarde, se dejaron arrasar por el agua.

Y el partido continuaba sus directrices. Ese ejército concentrado nacido en Manacor corría de un lado para otro, dominaba el partido, hacía suyo el terreno, le ponía nombre y lo deshacía con los dientes. Sus brazos se hacían cuerdas y su voz llegaba a la garganta de todos los espectadores. Pasaron dos horas más. La lluvia dejó de ser un peligro y la bola definitivamente se paró de un lado de la pista. En el otro lado, un suizo que ha hecho de la historia un mero ejercicio de estadística, caía de nuevo derrotado.

Compramos seis botellas de vino. Las victorias saben mejor afrutadas. Nos dirigimos hacia el Sena, ese templo de sabiduría y de felicidad universal, y nos sentamos, como tantas otras veces, a ver la tarde pasar en un anochecer anaranjado, como la tierra batida. Entonces llegaron las conversaciones. El vino hacía sus efectos y todos estábamos exultantes por nuestro amigo. Tiene que venir más veces a París. Ese tío despierta lo mejor de nosotros. Entonces el plan empezó a tramarse.

Nos enteramos que había una fiesta en la embajada de España. Una fiesta de gala y etiqueta, donde van los políticos y la clase dirigente del país. La fiesta la hacían en honor de nuestro amigo, así que decidimos que nosotros también estábamos invitados. Pensábamos ponernos traje y corbata, pero entre discusiones y vasos de vino, la hora de la partida se retrasaba. Tuvimos que posponer nuestro plan en una segunda vertiente.

Buscamos su contacto en Facebook. Nos apareció una foto suya vestido de azul. Comprobamos que se trataba de él, y no de un impostor. Y le escribimos, en un castellano que variaba entre lo formal y lo amigable: “Hola, somos unos erasmus españoles que hemos disfrutado mucho viéndote estas dos semanas en París. Solo queríamos decirte que si te aburres de esa fiesta en la embajada, llena de cortesías y protocolos, nosotros te ofrecemos una botella de vino barata, en el lado izquierdo del Sena, enfrente de Notre Dame.” Y adjuntamos un número de teléfono para esperar su llamada.

Entre una lluvia que empezó siendo fina, y que se transformo en un refugio del verano, fuimos apagando las botellas de vino que nos quedaban, a las dos de la mañana, mojados, debajo de un puente para protegernos, y fieles a nuestro amigo, que seguro que a lo largo de la noche se aburriría de las etiquetas y se vendría con nosotros a emborracharse.

sábado, 4 de junio de 2011

Miedos y Trovadores






Era de noche y no hacía demasiado frío. Una tarde primaveral, de esas que se abren a una botella de vino o a colgar los pies sobre un puente volante. Estábamos descamisados, sin ningún lugar fijo en la memoria al que ir. Hoy hay que ir a un sitio nuevo, que para eso somos jóvenes y es Viernes.

Dejamos las bicicletas apoyadas en una pared, al otro lado del río. Compramos unas cervezas y nos fuimos acercando al Sena como si nos hubiéramos convertido en perros que buscan el calor de una manta.

Las primeras horas fueron metros que se cerraban (adiós a otra noche por debajo de las tres de la mañana), grupos de chicas que ni siquiera nos miraban, y manifestaciones etílicas de extranjeros que no saben que las piedras también quieren dormir. Un libro cerrado que alguien olvidó, como si los libros no tuvieran frío y se sintieran solos, y una noche que parecía ser, lo normal en estos casos, el fracaso de un bus que se agarra a media carrera.

¿Pero cómo te permites, insolente? ¿Cómo explicar que en esta ciudad las cosas no funcionan así? Que tomas una calle cualquiera, abres la mirada hacia los grandes espacios luminosos de la noche y encuentras una respuesta a tus dudas, a tus miedos, a tus consejos malintencionados de tu conciencia. Una esquina pensada siglos atrás: una nube de amores que se quedaron en el pozo de los despidos. Un vagabundo que busca su cama entre cartones: Paul Auster vive en cada uno de estos pequeños diablos. El rastro de las luces de los coches en el agua: una canción que suena solamente en las noches.

Y apareció el miedo. Ese sentimiento solitario que viene cuando uno está rodeado de gente. La antesala a la calle oscura. El deseo de escapar del destino, que está firmado, que está sellado. Vicente, ese gran trovador de los silencios, nos descubrió un lugar que mis ojos nunca habían visto. Aquí nació París, nos dijo. Y yo pensaba para mí, aquí nacimos un poco todos nosotros. Entramos en las entrañas de la Ille de la Cite, delante del Palacio de Justicia. Yo había oído algo sobre que en esa plaza quemaron al último templario que agarraron vivo. Morir delante de Ponte des Arts, con todos los besos que te miran y todas las trompetas que te dan la espalda. Y Notre Dame al fondo, para acrecentar las llamas que te consumen.

Yo sentí miedo. Sentí eso que se ama y se odia al mismo tiempo. Cada farola era una sombra y cada sombra era un cuchillo que sobresalía, luminoso y plateado. Y vinieron las historias de la infancia. Mis imperios contra la oscuridad, mis carreras contra las caras que se formaban en mi pared, cuando mi edad se hacía con ocho años, y mis templos de misterio se derrumbaban por cada ruido que la noche desprendía. Y mis miedos no vinieron solos. Vinieron los miedos de los demás. Y Antonio hablaba de cuerdas que se atan al cuello y autopistas y columpios que penden cuerpos. Y Fer hablaba por teléfono, junto a una señora sin años ni estaciones, que cambiaba de rostro en cada impulso del cielo. Y Elías nos decía que hubo una época en la que todo era difuso y la gente le perseguía por las calles, cuando se ponía el sol. Y poco a poco nos fuimos levantando, sintiendo, que entre fantasmas, estábamos traspasando una línea que no nos convenía. Los cinco miramos con disimulo a aquella señora que cambiaba de rostro, y que a su vez, no se dejaba ver. Pero Vicente, el trovador de los silencios, manos en los bolsillos, se mostraba impasible, porque aquella plaza era su paraíso en la tierra para él. Y sentí cierta ternura al descubrir que de todos nosotros, el único que no sentía miedo era el descubridor de Place Dauphine.Y Vicente iba el primero. Se sabía el camino. Estamos en el centro de París y este lugar se me había escapado. No, chaval, ese lugar tenías que verlo con gente como Vicente, el trovador de los silencios. La plaza estaba iluminada con tenues farolas que poco a poco se iban apagando. Nuestras conversaciones, en cambio, crecían con el calor de la oscuridad y de la cerveza. No escuchábamos ni el rumor de las olas cuando pasa un barco, ni los coches haciendo cruces de humo por la carretera, ni la fricción de la Luna cuando choca con las nubes.

Nos fuimos con el miedo colgando de la chaqueta. Esos miedos irracionales que te traen las órdenes de tus padres al acostarte, que ya es tarde. Pero en el fondo, en lo más profundo de nuestro ser, todos sabíamos que todos esos miedos se dirigían aquella noche, en la Place Dauphine, hacia un único y compartido miedo: el de dejar París dentro de un mes.

jueves, 2 de junio de 2011

Historia de un vestido II: Cuatro truchas, dos besos


- ¿Cómo te llamas?

- Yo me llamo Margarita.

Se llama Margarita y lleva un vestido morado que le queda por encima de las rodillas. Es primavera en la ciudad, y lo saben las terrazas, que sacan sus bebidas alcohólicas a relucir, y lo saben los brazos y los hombros, que se desnudan a su paso por la media tarde.

A mi no me gusta el té, señora de las miradas fingidoras de enfados, a mi me gusta el vino cuando se hace de noche y me gusta hablarte en francés para que tu me contestes con ese acento que tanto me recuerda a las películas de Truffaut. Invítame a tu casa, tengo ganas de ver como queda París desde este lado del río.

- Esta noche, chico bueno, te vienes a mi casa a cenar. Llama a un amigo, que yo llamaré a una amiga. Lleva el vino. Yo haré lo demás.

En Parmentier las líneas de metro se dividían, como vidas que caminan solas desde sus primeros pasos. Oberkampf subía la cuesta hacia Belleville, rebosante de jóvenes, muchachas y negros que vendían vidas a muy bajo precio. Ella y yo nos mirábamos, en un bar muy elegante, de esos modernos que ponen música cubana cuando la tarde te esta pidiendo que la beses.

- Con ese vestido morado va a ser muy difícil resistir toda la noche.

Y ella se levanta de la silla, que estaba pegada a la tierra como mis labios a las palabras. En el cielo habrá miles de aves migrando, pero Margarita y yo subíamos a un quinto piso sin ascensor. Al tras luz de las ventanas, mientras las escaleras se hacían poemas y excusas, yo veía sus piernas lindas chocarse, y como nacía un monte luminoso y violeta.

- Yo algún día te escribiré en una novela, bonita, y diré a la gente que fuiste París, y fuiste hermosa.

En el horno las bocas se repartían entre cuatro. En la mesa, los platos y las copas se multiplicaban. Llamaron a la puerta con el lujo de los invitados. Entró Francesco. Camisa morada y barba perfilada de los Lunes. A su lado, Nadia, esa niña blanquita que llego de las estepas y de los idiomas cirílicos. Cuando cuatro son las bocas, dos son los besos. Cuatro truchas para dos bocas.

- Pon vino a esta sonrisa, Margarita, que tu nombre no se quede en estos muros y salga por toda la ciudad.

Pasaban algo de música en la radio. Esas canciones francesas que nunca terminan de pasar de moda. En las paredes colgaban cuadros que hablaban de revoluciones pasadas. Amo tu pintura como amo los pinceles que están por llegar.

Las doce de la noche llegó al reloj universal de las copas de cristal.

- Francesco, si me dejas solo, yo no sé actuar.

El diablo se salió de sus guaridas. Malditas las noches y malditas sus constelaciones de coincidencias. Nadia agarró su abrigo. La puntualidad rusa la llamaba al orden. Francesco se retiró con la mejor de las excusas, tocando el himno nacional. El diablo se plantó ante mí. Si me dices que me quede yo me quedo, pero prométeme que esta noche no será mañana la otra noche.

Se cerró la noche. En la mesa quedaban dos copas de vino. Margarita tenía su vestido morado, ávido de caricias y de recortes presupuestarios cuando se apagaran las luces. En la calle habrá orquestas tocando a los pies del Sena. El vino se consumió en una copa de cristal. Miles de brujas sobrevolando el cielo más negro, más incierto, más poblado. Y nosotros aquí, buscando esquinas a la soledad.