sábado, 28 de agosto de 2010

Mareas en Saint-Michel




Hay un lugar en el norte de Francia que está totalmente alejado de cualquier realidad que podamos imaginar. Si tenemos ligeras sospechas sobre la existencia de algún animal mitológico, que pueda habitar hoy en día, sin duda, lo encontraremos en Saint Michel. Si debemos ubicar la Atlántida en algún paraje del planeta, no duden en echar vistazo dentro de la lista de posibles candidatos en los recónditos acantilados de Saint Michel.
Este monasterios medieval está situado entre la frontera de la Bretaña francesa y Normandía (ambas provincias se pelean por su custodia) y a un kilómetro del punto terrestre más cercano. Solamente una fina franja de tierra une el continente con está pseudo isla cuyos dominios jamás han sido conquistados por ningún imperio (los ingleses lo intentaron, pero se quedaron varados alrededor de una masa informe de agua).
Pero sin duda, el momento culminante de la visita (un castillo es un castillo en el Norte de Francia y en el sur de Italia) es el anochecer. De repente, como un ejército organizado, la marea empieza a crecer de forma vertiginosa y la espuma y la sal comienzan a llenar el arenal con peces y la sumergen en una negra zona de agua. Es el movimiento de mareas más brusco del planeta, y observarlo desde una alta tarima, en un torreón del castillo, o simplemente, acomodado en una roca milenaria vale su peso en oro. El cielo se torna de un color anaranjado y parece que va a estallar (mi hermano imaginaba eso mientras hacía fotos), y en unos pocos minutos la marea ha devorado el sendero y ha obligado a los coches a retroceder.
Mareas, cuentos medievales, mitologías oídas mil veces, cruzados muy cruzados, discusiones familiares, pasajes nocturnos por las salas frías del castillo, violines a media sonoridad y rubias incesantes acariciándolos con suavidad, más discusiones familiares, el mar, tan cerca y a la vez tan inaccesible (uno mira hacia la tierra y se siente lejano), y al final de todo, un pizza con la familia para recordamos que nos tenemos los unos a los otros.
Que lugares estos, que nos transportan de acá para allá, para descubrir que con muy poco sonreimos.

sábado, 21 de agosto de 2010

Sobre héroes y tumbas.




Franklin E. Swadons nació en Nueva York, en el año 1923. Quería estudiar en la universidad, comprarse un rancho en una pequeña ciudad a la afueras y casarse entre varios árboles con su novia de toda la vida. Le apasionaba jugar al baseball con sus amigos.

Heinz Patzod nació en un pueblo cerca de Hamburgo, en 1925. Tuvo uno de los mejores expedientes en el instituto y quería irse a Berlín para hacer carrera de político durante unos años hasta conseguir dinero suficiente para comprar una casa cerca de un lago, para poder nadar diariamente.

Ambos nunca se conocieron. Nunca supieron sus nombres ni el color de sus ojos. Desconocían que los dos eran grandes atletas, que a los dos les gustaba leer poesía y los dos pensaban que fumar cigarrillos por la mañana era un placer reservado solo para dioses.

Murieron el mismo día. Probablemente las dos balas que son suficientes para sesgar dos cuerpos salieron del mismo fusil, tirado entre la arena de la playa, o tal vez una bomba los calló para siempre. Apenas quedó al final del día dos placas metálicas anudadas al cuello con sus nombres en relieve, en idiomas distintos.

Franklin E. Swadons fue enterrado en el cementerio americano de St Laurent sur Mer, junto a 9.238 cruces blancas y 149 estrellas de David. Cada uno de ellos es una historia cerrada de la II Guerra Mundial. A ellos se suman 1.557 desaparecidos y 41 grupos de hermanos. En la entrada, un cartel pide silencio y respeto, y la bandera americana se mueve junto a la francesa. El mar guarda las tumbas, en la ladera de Omaha Beach, e impregna cada letra de olor a sal y memoria. Hay cientos de visitantes que se arrodillan sobre los mármoles. Unos lloran, otros se estremecen simplemente.

Heinz Patzod descansa en Huisnes Mer, en un cementerio alemán con más de 11.000 tumbas. A la entrada hay una escueta bandera alemana, acompañada de otra francesa. Una escalera conduce hacia el interior de un patio, y en un círculo de dos pisos se encuentran parte de toda una generación de jóvenes. Algunas flores secas decoran algún nicho, de forma puntual. No hay gente entre sus sombras, nadie los visita. Sus nombres son olvidados y nunca les da la luz del día a sus nombres. Parece que sus almas cumplen una condena perpetua, que son mandados al olvido y callan sus dolores por el dolor causado a los demás. Uno siente ante tanta juventud perdida que ellos fueron también víctimas del nazismo, utilizados como instrumentos de matar y que ciegos de mentiras cumplían su cometido a la perfección. Nadie llora en su tierra perpetua.

El soldado americano será recordado siempre, y se celebraran homenajes en su nombre, y no faltaran flores en su tumba. El soldado alemán, por supuesto, también.

martes, 17 de agosto de 2010

Operación Overlord







Apenas parece que ha pasado el tiempo por las playas de Normandía. Cuando uno baja a la arena y siente sobre sus pies desnudos el mar se estremece ante tantas vidas convertidas en sal y marea que sube y baja cada noche. Si cierra los ojos y abre los brazos puede escuchar de muy lejos el aullido de una bala perdida, el grito distanciado de una voz pidiendo auxilio y después la calma y el silencio absoluto, el precio de entrar en la historia.
El 6 de Junio de 1944 fuerzas aliadas desembarcaron en cinco playas para liberar a Francia y Europa del terror Nazi. A las 6:30 de la mañana, cuando aún los peces dormían y las primeras luces despuntaban, cinco playas se inundaron de huellas y de casquetes de balas, de cascos vacíos, sin dueños, y de rojos pasos hacia la nada. Sword, Juno y Gold apenas opusieron resistencia y las divisiones británicas y canadienses avanzaron como en un desfile militar, así como Utah, tomada por los americanos, pero entre los acantilados de Omaha y los rompeolas de La Pointe du Hoc se escondían varios nidos de ametralladoras. Tras doce horas de combate, las tropas norteamericanas aún no controlaban los cien metros de costa, y los soldados seguían cayendo al suelo devorados por las balas. En aquella playa murieron cerca de 6.000. Algunos no sobrepasaban los dieciocho años.
A uno le resulta complicado no emocionarse ante el rumor de las olas que va y viene, incesante, infinito, como una inscripción perenne de lo que ocurrió aquel día de no hace tanto tiempo, un día que cambió el curso de la historia, que permitió que creciéramos libres, que admiráramos la belleza del mundo en su medida exacta, que nos delimitó el bien del mal, un día que para mucha gente no amaneció, pero que resultó el amanecer de un pueblo, de Europa, el amanecer de la conciencia moderna, y uno piensa que es dichoso, y cuando pasea por el Sena ve un río liberado y bello, más bello desde aquel día, y cuando examina los cuadros del Louvre se emociona ante los artefactos de colores, y cuando disfruta de un vino en Saint Michelle bebe a la salud de muchos otros que no pudieron llegar a beberlo, y que París es lo que es, la ciudad más misteriosa del mundo, gracias a los sueños de millones de jóvenes que sombraron de sangre los campos de todo el mundo, cada uno con su historia particular, con su amor esperándole en una casa con jardín, con familia a la que querer, y que probablemente sabe, en la niebla de la mañana del 6 de Junio de 1944, temblando las manos ante el silencio del enemigo, ahogando su saliva en lo que sabe serán sus últimas notas de respiración, ante un mar que será su tierra leve, es consciente, que cada minuto sobre la arena es una última palabra, una cruz de madera sobre un extenso campo con un nombre y una fecha.
Y sobre la ladera que corona la playa, sobre los esqueletos de los Bunkers nazis y los hoyos de las bombas que aun permanecen en la arena, caminan al viento cinco banderas, la canadiense, la británica, la francesa, la americana y la alemana, todas iguales, como si las heridas ya hubieran dejado de sangrar y todos hubieran superado las más de doce horas de desembarco.
Las playas de Normandía no olvidan lo sucedido. Tampoco todo aquel que las visita y sus habitantes, actores principales también de la guerra. No olvidan ni un minuto de aquel seis de Junio, de lo ocurrido anteriormente y lo días posteriores, pero hay algo sorprendente en sus miradas, la de los civiles, algo que no todos los pueblos son capaces a realizar, sólo algunos; no olvidan, pero si perdonan, por eso a todos nos corren las lágrimas al ver los restos de embarcaciones varadas en lo alto de una playa.

domingo, 8 de agosto de 2010

Paolo y Francesca


Esta no es una historia de amor corriente. Aquí el amor es un castigo, y nadie previó sus efectos.

Tal vez desconozcan la historia, o la hayan oído contar de boca en boca, como corren las leyendas, de país en país, con nombres diversos y acentos distintos. Pero son ellos, se lo aseguro.

En una de la salas del Museo del Louvre, en el ala Denon, donde el Sena se abre en dos mitades ante Notre Dame (parece un Moisés gigantesco), se hallan dos personas que se miran de una forma perpetua, como si no existiera el tiempo sobre ellos.

Él es apuesto, y tan joven que ralla la locura su cara. Dicen por algunos rincones que su nombre es Paolo y nació en Rimini y que fue un noble hace mucho tiempo. Él está buscando un cuerpo entre las sombras.

Ella parece un sol apunto de caer en la tarde. Su cara es redonda, y sus labios, a pesar de salivar dolor, se mantienen firmes y carnosos, como en el momento exacto del primer beso. Ella busca otro cuerpo, esparcido entre la oscuridad, y de vez en cuando lo roza con sus delicadas manos medievales. La hacen llamar Francesca, y se la vio jugar de niña en Ravena.

La gente corre de un sitio para otro, ataviados con sus cámaras de fotos, con sus gorras deportivas y con los planos del museo haciendo de eco por los siglos, como silbándole secretos al viajero. Se adentran sin querer en la sala de pintura francesa del siglo XIX y cuando están delante de los amantes, pasan de largo. Ni siquiera una mirada para tantos siglos de besos y desesperación. No saben que aquellos dos muriendo mientras leían junto al Arno un libro que les condujo a juntar sus cuerpos.

Y muy de vez en cuando alguien se detiene al verlos. Pregunta por sus nombres. Mira sus caras de dolor y pide consejos a otros dos hombres que se encuentran en la otra esquina del cuadro, un poeta laureado que vive en el primer círculo del Infierno y un florentino de nariz estrictamente italiana que nos mostró el camino de la humanidad hace muchos años.

Y queda la tarde suspendida, cuando suenan las sirenas y se cierra el museo, y los turistas buscan otras presas que retratar. Y el dulce Paolo y la dulce Francesca se quedan solos, y el sabio Virgilio y el docto Alighieri los observan, y de vez en cuando apuntan algo en un pergamino. Pero los jóvenes se están amando a pesar del tiempo, de la muerte, de cualquier castigo, de cualquier artista, de cualquier turista, de cualquier revolución, siempre firmes, un cuerpo sobre el otro, por encima de los flashes, por encima de la oscuridad, como sombras que son, a pesar de las lecturas que les hicieron prisioneros, en dos metros de óleo, y sólo se miran entre ellos, sólo hay dos ojos para dos ojos y una boca para una boca.

Y cuando el viajero afortunado se dispone a tomar la salida, una voz débil le envuelve y le aprisiona el pecho, y mientras baja las escaleras y encara la Victoria de Samotracia, derecho a la Pirámide de salida, escucha en tímidos suspiros:

Amor, que a todo amado a amar le obliga,

prendió por éste en mí pasión tan fuerte

que, como ves, aún no me abandona.

Canto V, L’Inferno. Dante Alighieri.

Y si lo escucha atentamente, podrá oír al Italiano caer al suelo y desmayarse, mientras expulsa para la frase más hermosa de la Tierra:

E caddi come corpo morto cade.

viernes, 6 de agosto de 2010

La sombra de Eiffel es alargada


A trescientos metros de altura se piensa distinto, las cosas se ven de forma diferente. Eso mismo pensó Gustav Eiffel, cuando en su cabeza proyecto una gran torre de hierro a los pies del Sena. Eso mismo tuvo que pensar Adolf Hitler, cuando le informaron que la ciudad de la Luz iba a ser detonada en breve instantes. Eso mismo tuvo que pasar por la cabeza del presidente Nicolás Sarkozy, días después de ganar las elecciones presidenciales de Francia. Lo mismo que la señora que sube cada tarde para esperar a su marido, quizá muerto, quizá no, a que le traiga un ramo de rosas.

Desde luego, si hay un lugar excéntrico en la ciudad, ese es el tercer piso de la Torre Eiffel. Desde familias inglesas conjuntadas con las camisetas de Torres (el rojo sobre París queda muy bien), alemanes con pendientes en las orejas y rubios como la cúpula de Les Invalides, judíos con grandes barbas rezando la Torá, golpeando sus cabezas contra el cristal, paquistaníes con un séquito de ciento cincuenta niños imitando una batalla aérea, proposiciones de matrimonio entre americanos con anillo y rodilla a tierra incluida (luego él partirá a la Guerra, nueve meses después), hasta elegantes hombres de negocios con trajes impecables.

A trescientos metros de altura, sobre París, se piensa distinto a cualquier parte. La ciudad parece una diminuta alfombra multicolor que se extiende por el horizonte, haciendo curvas y oscilaciones, a merced del Sena. No se distinguen las personas de los árboles, los coches del asfalto, y los aviones parecen pájaros de hierro que buscan un nido.

Sobre los cristales que protegen al viajero, uno puede encontrar las banderas de todos los estados de la Tierra, y la distancia que nos separa con su capital. Si uno mira la Tour Montparnasse observará que Madrid se encuentra a 1038 kilómetros de distancia, y un poco más a la izquierda, en línea recta con el Pantheón, aparece Barcelona, a unos ochocientos kilómetros.

Sigue sin verse el mar en esta ciudad, pero un siente que con sólo dirigir la mirada hacia un punto, en cualquier bandera, puede viajar si cierra los ojos. Y sobre la ciudad, variando con la tarde, una sombra que no respeta las calles ni la civilización. La Torre se proyecta sobre la ciudad, pegándose en cada habitante, en cada viajero, en cada turista, y siente que la felicidad quizá pueda existir.

Empieza a caer la noche sobre París, una noche fría para ser Agosto.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Sombras en Saint-Louis




Esta noche he llorado por primera vez desde que estoy en París. Aclararé que no se trata de melancolía, ni faltas o recuerdos. He llorado de felicidad, y eso no pasa muy a menudo.

La noche se había derivado muy sencilla y colorida; había ido a cenar unos crepes con dos amigas arquitectas recientemente conocidas. Nos encontramos por casualidad, en Sebastopol, y nos fuimos deslizando hasta las orillas del Sena, hablando sobre qué nos había traído a esta ciudad y que esperábamos de ella. Tras un paseo de verano cada uno tomó su camino y marchó a casa, pero yo me quedé divagando por las orillas del río. Estaba inquieto y necesitaba caminar.

Recordé la recomendación de mi profesora de Hispanoamericana en Granada, que me había advertido que su lugar preferido en París era la punta norte de la isla de Saint Louis, la isla más grande de las dos que tiene la ciudad. Debían ser las once de la noche y me dirigí tranquilamente hacía allá, con la cabeza puesta en todos los amantes que me encontraba por el camino.

Cuando llegué me senté en un banco y encontré por primera vez un motivo donde sentirme enteramente feliz en esta ciudad. A mi izquierda podía ver, a sólo unos metros, las gárgolas salientes de Notre Dame, las chimeneas de la Cite, humeando lo mágico de la noche, los viandantes apresurados, como si el tiempo no existiera en la oscuridad. Sobre mí se abría en dos el Sena, con una luz líquida que transportaba cientos de cenas con velas y el sonido metálico de una flauta travesera en la distancia del agua; y a mi derecha los puentes que comunican con la ciudad, repletos de escenas únicas de espontaneidad, y las ventanas de las casas encendidas, cada una con su historia particular y con su noche señalada.

A mi lado un hombre tocaba la armónica y la ciudad parecía existir solamente para mí en ese momento. No agaché la cabeza cuando dos jóvenes se besaban en una barca o cuando un grupo de cinco amigos se contaban historias al ritmo de una botella de vino. Y detrás de mí llegó el éxtasis de la noche: mi imagen proyectada sobre el gran edificio de la isla, el mismo edificio que ve todos los días las imágenes que les estoy narrando, como si mi sombra se hubiera independizado de mi, como si se hubiera salido de mi propio cuerpo y estuviera volando por el entorno, como la sombra de Peter Pan que se desliga de él y quiere asaltar los balcones y sentir la vida por si misma en un póster de los Beatles. Fue entonces cuando empecé a llorar.

lunes, 2 de agosto de 2010

Las seis de la tarde




Probablemente en este mismo instante se esté celebrando en Buenos Aíres un congreso sobre lo onírico en la prosa de Cortazar. Tal vez en Madrid decenas de críticos estén debatiendo en este preciso momento sobre la musicalidad del acento en los cuentos de Julio Cortazar. Quizá el lunes próximo salgan publicadas las Actas del Congreso Internacional de la influencia mariana en la obra de Julito Cortazar…

Pero en un lugar oculto, entre un bosque de lápidas negras y blancas, como un tablero de ajedrez infinito, en el centro de un viejo cementerio de barrio (el extremo de Montparnasse), tierra mediante, yace solitario, tranquilo, como si no quedaran hojas en los árboles para cubrirle, un gran narrador de decadentes. Se está celebrando un espontáneo homenaje que supera cualquier palabra escrita hasta la fecha.

Sentada en una lápida vecina, una voz argentina recita casi de memoria un pasaje de Rayuela. La muchacha coge el libro con amor, como si fuera un tesoro, su propia vida, un libro deshecho por los años y por las lecturas. A su lado un chico enciende una botella de vino blanco y distribuye las copas, llenándolas de literatura. En el suelo, sobre la misma tierra que cubre al genio, una joven de acento colombiano posa su mirada en los surcos de la lápida y en las sombras de las flores sobre el mármol. En el otro extremo, su acompañante escribe unas líneas, reflejando el momento tal vez, emulando a Julio o incluso dejándose llevar por la tarde. De pie, con timidez y respeto, dos jóvenes españoles preguntan si hay sitio para ellos en el homenaje.

Los seis tuvieron durante unos minutos el tiempo retenido: vieron a la Maga pasear por los puentes del Sena, a Horacio volver tarde de su sesión nocturna de Jazz, en Saint Germain, observaron la tranquilidad con que se movían los gatos sobre los tejados de estaño, pasando de una vida a otra, entre ventana y ventana, o las cerillas apagadas que encendieron los cigarros más triste de la noche parisina, al ritmo de un saxofón enfermo o ante el estupor de un indigente que se muere de frío. Finalmente vieron escribirse una rayuela pequeña, del tamaño de una mano, en la losa arañada de su tumba.

Sonaron las campanas de algún sitio. Un hombre ordenaba a todo el mundo abandonar el cementerio. Iban a cerrar. Los jóvenes dejaron a su lado una copa de vino blanco medio llena, justo donde empieza la J de su nombre.

Algún día lo recordaré y diré con orgullo que fui uno de ellos, uno de esos seis que homenajearon sin saberlo, no solo a un escritor, sino a muchas vidas entrelazadas entre los cajones de una rayuela pintada en el suelo de París, a las seis de la tarde, cuando cierran los cementerios en París.