miércoles, 26 de enero de 2011

Cúpulas desde la Sainte Barbe



Unas veces la tarde tiene nombre de cafetería de la rue Gay-Lussac, justo en la esquina con rue d’Ulm, y ese nombre se llena de cristaleras que no se empañan con el frío, y se llena de transeúntes que caminan sin importarles las horas, los autobuses perdidos o las llamadas en espera. En otras ocasiones la tarde tiene un nombre más emocional, el cabello largo o recogido, y una conversación sobre las vidas paralelas, sobre los kilómetros de distancia que nos separan (Tú, que llamaremos tarde, y yo, que llamaremos libreta, lápiz sin punta, pavimento o simplemente Jardin du Luxembourg).

Pero hay otras tardes que, sin duda, se llaman Ucrania, palacios imperiales, cartas hacia Egipto, gafas negras de pasta, ligera rebeca azul sobre los hombros, vestido negro con falda, labios sutiles que muerden un bolígrafo, y la tarde al final se confunde con sus sinónimos y sus laberintos de personas y de palabras.

En este punto agarro mi libro, Rayuela, y voy descubriendo cada calle de París como si la habitara desde el año 1963, como se existiera todavía Charles de Gaulle, y el Pompidou solamente fuera un proyecto en la cabeza de unos pocos, y los metros no llegaran tan lejos, y los barrios fueran más oscuros y más bohemios, y el simple hecho de caminar por cada boulevard fuera motivo para pintar un cuadro, escuchar la mejor sinfonía o simplemente pararse a ver el mundo ante tus ojos.

Y en ese momento la lluvia deja de molestarte en la cara, y la sientes como un alivio fresco que corre por todo tu cuerpo, como si anduvieras desnudo y no se helaran tus músculos. Y alzas la vista, dejando a un lado el libro, y todo te parece diferente, porque la chica que tienes a tu lado se esfuerza por disimular que está estudiando, y que está muy interesada en lo que está estudiando, cuando en realidad lo que quiere es que le digas tu nombre en forma de Pardon, es que tu puex me donner un stilo cinq minutes? Y que tras hablar una media hora le pidas su número de teléfono, Es que tu veux un café avec moi? Y su sonrisa será el mejor si que has recibido en la historia.

Pero las cosas volverán a la normalidad. La chica que finge estudiar lo hace muy bien y no te corresponde una mirada, y te preguntas qué estás haciendo aquí, con un libro leído por placer y con un bloc de notas donde te pierdas por el Boulevard Saint-Germain hasta parar en Rue de Bac. Y recuerdas algunas frases en francés ya prediseñadas, y te acercas a ella y le susurras algo que ella no entenderá a la primera, pero si a la segunda, cuando su rostro haya tomado forma, sus labios acento y pasaporte, y sus manos dejen de hacen palabras y sean su voz.

Y si el café no existe no hay motivo de preocupación. Siempre está París, en cualquier esquina, en un quiebro de un edificio, en el cristal reflejado del vecino de enfrente, en una plaza con su trayecto de palomas y escolares que se dan la mano. Hoy estás muy guapa. Deberías venir más veces por la Saint Barbe. Te sienta muy bien este aire de intelectual que te dan las gafas, y esa falda negra que me hace amante de la lectura y de los mapas de tesoros perdidos.

A las siete en Place du Pantheon, iré de gris, para que puedas confundirme con la lluvia o la fachada de los edificios. Sonrisa. Allí estaré. Sonrisa. Yo en cambio iré de negro, que hace juego con mis gafas de pasta, mi falda y el pañuelo que me regalarás en este mismo café. Sonrisa. Además, ¿No sabes que a las chicas nos favorece mucho el negro? Sonrisa. Si, igual que el lunar que corre por tu mejilla izquierda, hasta llegar como un beso inesperado a la parte superior de tu labio. Sonrisa.

Y la tarde queda suspendida, entre libros, mesas que empiezan a vaciarse y un reloj que cuenta los minutos como si fueran pistas de hielo. A menos de cien metros la cúpula del Pantheon se hace niebla y fotografía delimitada por la Luna. Y hay un silencio de cristales por mi cuerpo que no sabe muy bien por qué no dejo esta estúpida sonrisa sobre mi cara.

domingo, 23 de enero de 2011

La Taberna Vasca


La radio que pasa en el dial, como si transportara una vieja canción. Carajo, estamos en París y afuera hace un frío de mil demonios. La gente fuma en las entradas de los edificios, en los pórticos que llevan hacia fiestas de ensoñación, con agrios vinos sin sabor a vino y con amantes futuras apoyadas en las sillas de espaldas.

Y nosotros, querido amigo de tristezas que se vuelven, de repente, en alegrías, estamos dentro de esta taberna vasca. Carajo, estamos en París y aquí dentro se respiran mil grados de historias ajenas y riojas embotellados en cristales franceses.

En Place de Italie los coches van poco a poco desaparecieron. Quién nos diría que un miércoles a las once de la noche estaríamos buscando morada, alejados de cualquier tipo de extravagancia. Hoy no te mires la cartera porque esta noche la siento realmente especial. No importa el dinero. Hoy comeremos como auténticos franceses. Deja tus libros en la bolsa porque esta noche la filosofía la haremos nosotros. Y brindaremos. Y tras brindar brindaremos de nuevo.

Mira hacia la izquierda. El camarero nos manda que nos sentemos junto a esas dos bellezas nórdicas. Seguro que alguno de nosotros terminará casándose con una de ellas. Pero tranquilo, me conformo con sacarle un saludo y una sonrisa al despedirse. Exígete, italiano, que ambos merecemos más que una sonrisa a plazo fijo.

Querido Vincenzo, a ti te veo, ya muy lejos de estas nieves parisinas, lejos de tus quirófanos de operaciones y de tus noches en la Opera escuchando la Pasión según San Mateo, te veo siendo un hombre que siempre observar hacia atrás. Tu mujer será maestra, dará clases de alguna lengua extranjera en un pequeño instituto en el centro de la ciudad y tú te especializarás en enfermedades mentales. Tendrás un ático muy bien amueblado, en el centro de nuestras ciudades, en Roma. Pero Vincenzo, mirarás a esa cristalera tan preciosa, y verás la cúpula de San Pedro, y te preguntarás por qué no escogiste otros caminos. Te preguntarás dónde quedó África con sus vacunas escasas y sus cataratas de hambre y de sed; el viaje por Marruecos, montados en un camello y fumando sobre cientos de alfombras y de dunas; y todas estas tardes caminando por el Sena en la búsqueda de algún café.

Y tú, querido Pepe, ¿Qué será de ti? Veo en ti los reflejos de una pequeña ciudad en la Toscana italiana. Una ciudad sin muchos alborotos. Una casa humilde pero suficiente, con una mujer venida de los países guaraníes, donde las palabras más coloquiales y las conversaciones más triviales se vuelven literatura. Y claro que la amaras, Pepe, como a nada en el mundo. Pero volverás la cabeza muy de cuando en cuando, hasta convertirse en una enfermedad terrible, a lo que llamaremos melancolía, y te dirás que dónde diantres han quedado todas las noches mirando los movimientos curvados de los cabellos de esa diva francesa que iba por las noches a sentarse a Notre Dame; y donde han quedado tus vidas en Cuba, bebiendo café y sentado bajo la sombra de un árbol tropical, viendo pasar motocicletas y perros felices; y sobre todo, te preguntarás qué has sido de todos esos libros que un día juraste escribir encendido por un endemoniado frenesí de experiencias, y que por aquellas alturas, ya habrás olvidado.

Queridos amigos, ¿Sabéis porque en un futuro no seremos felices? Porque en noches como está, donde en el exterior, en París, un miércoles, la ciudad nos recibe con menos tres grados, mientras vosotros dos os resguardáis en una taberna vasca, pagando una cuenta de cincuenta y tres euros, con una botella de rioja y dos vasos de Calvados, en una noche así, a pesar de la sonrisa efímera de la nórdica, vosotros, Italia y España en una misma mesa, fuiste dichosos, y conocisteis la felicidad.

jueves, 20 de enero de 2011

Fashion Marketing



Supongamos que yo tengo una hermana de veinte años a la que le gusta pasear por las tardes, después de salir de la facultad, y a la que le apasiona tanto la moda que estaría dispuesta a dejarlo todo por venir a estudiar a Paris a una escuela especialmente glamorosa.

Supongamos que desciendo con un amigo en la línea de metro 7, en la parada de Poissoniére, justo en el Boulevard Lafayette, y que marchamos por toda la calle como si fuéramos dos extranjeros despreocupados de exámenes, muertes prematuras, hipotecas, y que están buscando entre las telarañas de números impares el “Institut Supérieur Spécialisé de la Mode de Paris”. Estas dos suposiciones son primordiales para continuar con el hilo de la historia y no perderse entre datos y sentimientos de culpa.

Pero la trama empezó a construirse con una semana de antelación. La ciudad: la de siempre. Nuestra maravillosa y nocturna París, en una discoteca debajo de un puente (si, en España esas zonas están reservadas para vagabundos, locos, suicidas y buscadores de botellas vacías, pero en París es diverso). Mientras yo estaba siendo rechazado por una italiana que votaba a Berlusconi, mi amigo en cuestión estaba presenciando su vida en un espejo, el éxtasis, lo que la filosofía alemana llamaba “su otro yo”, el límite donde empiezan todos los bordes del universo… y Ella hablaba argentino. Yo nunca le vi la cara, pero la noche se quedó como un rumor de pasos, como una tormenta justo antes de la calma. Mi amigo desapareció y con el acabo la noche para todos. Él volvió solo con sus huellas en el suelo. Yo sólo con las mías, y un número mal entendido.

Ahora ya tenemos los antecedentes: una argentina venida de las profundidades de la belleza, mi amigo, enamorado perdidamente, y yo, con mucho tiempo libre para pasear por Paris y con una imaginación desbordante.

Y llegamos al día de hoy. Una tarde en la que debería estar en clase de poesía latina, mirando a la ventana el reducido sol de Enero y sin enterarme del idioma que me rodea en la universidad. Pero no. Agarramos esa parada de metro. Mi amigo recordaba que Ella estudiaba algo de moda, así que buscamos todas las escuelas de moda del centro de París, y por descarte localizamos exactamente la suya. Era en el barrio de la Opera. El barrio de los ricos. Allí no nos quieren a nosotros, que somos hijos de millones de crisis. Ni hablar. Hay que ir. Es Ella Pepe, es mi otro yo, y los amigos y París somos irrepetibles. Mi amigo tenía razón. Por los amigos se mata.

Tras quince minutos de semáforos en rojo, dimos con la encrucijada exacta. Yo me ajusté a mi papel. Aclaré mi garganta. Volví mis ojos hacia el francés y llamé al timbre. Tras unos minutos de suspense asesino, una secretaria entrada en la edad de no poder vestirse más como una adolescente nos abrió la puerta. Y allí empezó el recital. Le expuse mi caso a la señora; una hermana que estaba en España y que quería estudiar en esta prestigiosa escuela de moda. Hablé sobre mi familia: una madre que había estudiado en la el Instituto de Estética Walter Veltroni, antiguo alcalde de Roma derrotado por Berlusconi (evidentemente, no existe tal escuela, pero es curioso pensar que Berlusconi apareciera aquella noche en la discoteca en forma de voto negativo con la chica, y que asomara en esta tarde como una mentira piadosa para mi amigo). Mientras la secretaria me atendía con sumo interés, mi amigo buscaba por toda la universidad una lista, un documento, una foto, una clase, un rostro, algo que le portará de nuevo ante su Ella, ante su Yo mismo. Arrancó dos hojas de una libreta y escribió seis nombres: las sospechosas de ser argentinas (normalmente por los dos apellidos).

Tras unos diez minutos inventándome una vida que ni siquiera me gustaría tener, mi amigo me hizo una señal con la cabeza de que ya había tomado la información necesaria. Le dimos las gracias a la secretaria, tarareando Forever Young del viejo Dylan y mirando de reojo tras el cristal, donde treinta chicas jóvenes, ejemplos de cualquier amatoria, se apoyaban sobre cuadernos y bocetos de temporadas pasadas.

Afuera París nos dejó una tarde quieta, con el sol detenido entre los edificios modernistas y los cafés con sus parejas amándose. Y recordé cierta sensación vivida en Florencia, otros veranos, cierta sensación que se expresaba en los ojos de mi amigo y que también hablaba en argentino. Algo mezclado entre ilusión y fechoría. El amor es algo parecido a la picaresca. Tiene que estar cerca.

El café nos pareció más bueno que de costumbre, y teníamos la sensación de que las parisinas, con su indiferencia, nos pedían a gritos que las miráramos.

domingo, 16 de enero de 2011

Volveré a Región




Y llegas al aeropuerto. Las puertas del avión se abren. Te desabrochas el cinturón. Te despides de la compañera de vuelo, que ha hecho de dos horas pesadas entre tormentas una agradable conversación. Bajas. No hay maletas. Mamá, hoy no te traigo ropa sucia, como hacia antes cuando volvía de Granada. La ves, la primera, la más baja de todas y la que más se ilumina. Mueve los brazos detrás de la barrera. Tu hermano te espera con alguna broma, pensada matemáticamente durante seis meses. Y sin saber por qué, lo que más sientes es la cara de tu padre que finge la simple alegría cuando en realidad está llorando.

La ciudad es la misma, y es distinta. El castillo sigue iluminado como siempre, esas dos torres con cáncer. Las calles vacías. No estoy acostumbrado a estas calles vacías. Las mías siempre están repletas de gente, de gritos, de mujeres bonitas, de mendigos y de todas las lenguas del planeta. Y aquí reina la tranquilidad.

Pero pasan los días. Comprendes que todo lo que estaba en su sitio ha dejado de estarlo. Apenas se ha movido un centímetro más a la izquierda, o simplemente ha variado su aspecto. Pero tú lo notas diferente. Al principio solo es el nuevo peinado de una amiga, las nuevas gafas de Francesco o el nuevo orden de tráfico de una calle. Y todo comienza a ser diferente: las señales de tráfico, las distancias entre un punto y otro, las cafeterías, tus amigos. Ellos, los más inocentes, han aprendido a vivir sin ti, porque tu elegiste este camino hace tiempo, y pocos son los que te esperan al otro lado del teléfono, tras un paraguas o en la barra de un bar.

Recobras las comidas, el apetito por los pequeños placeres y apenas bebes vino que te ofrecen, porque intentas variar tus hábitos parisinos. Las series, eso si, la televisión se convierte en algo que ya se había apagado de tu vida, pero que te mira delante del sofá. Y pasan lo días. Poco a poco la gente vuelve a sus trabajos. Sale de sus hogares y toma conciencia de un nuevo París. Aquellos que no eran conocidos hace seis meses te llaman, porque te echan de menos y están delante de la Torre Eiffel (y solo hace quince días que no los ves), y si, llegas a la conclusión que la vida no es como los libros, que los cierras en una página determinada y cuando vuelves a abrirlos te esperan, con la misma paciencia de la escritura, en la misma línea donde los dejaste. La vida es diferente. El libro continúa su lectura aunque tú no lo abras. Unos se van. Vienen otros sin que lo sepas. Desapareces de unas agendas y entras en otras. Y al final uno tiene la sensación de estar a punto de lanzar la bola y quedarse sólo con los bolos que no has podido derribar, que no ha podido derribar la gravedad. Apenas veinte metros de carrera y una bola pesada.

Cuatro semanas. París de nuevo. Sus calles frías, que son las más familiares posibles. Y un libro que si me espera desde la última línea donde lo deje.