martes, 31 de mayo de 2011

Historia de un vestido I: Las dos sombras del egipcio


Llevábamos sentados media hora en la banqueta de aquella sala del Louvre. La luz terracota entraba por la ventana. Hacía un sol de mil demonios en París. ¿Cómo harán las palomas para volar por aquellos espacios tan luminosos? Que se metan debajo de alguna fuente. Que asomen la cabeza al río.

Yo la miraba de vez en cuando. No me gusta ser grosero y dejar ver mis intenciones. Entre las tres y cuarto y las tres y media apareció una de las primeras sonrisas de la tarde en su cara. Llevaba un vestido morado por encima de la rodilla y que le hacía un arco de medio punto inverso en el escote. Iba realmente preciosa aquella tarde la niña. El pelo suelto, a modo de cascada por lo hombres, y los zapatos azules, con un tacón que la hacía más o menos a la altura de mis labios. Mientras estaba sentada movía las rodillas con un gesto nervioso, y ponía sus manos sobre mis hombros, como si estuviera prestando atención a la cantidad de mentiras que le estaba contando. Si logras creerte esto, te juro que soy un maestro, pensaba yo, mientras la habitación de la sala de egipcios se hacía cada vez más pequeña, cada vez más para nosotros.

Sobre los besos no se ha escrito mucho en las obras de arte. Pero yo en ese momento la hubiera besado apasionadamente sin importarme el guardia de seguridad, que intentaba conciliar el sueño entre moscas y flashes, sin importarme el grupo de estudiantes de parvulario que caminaba en ese instante por la misma sala, o sin importarme que en la calle cientos de besos superarían el mío por la forma y por el contenido. Pobres infelices, no saben lo que es besar a la chica del vestido morado.

La miré. Estaba decidido a hacerlo. Dos horas de museo, treinta grados al sol, una sala oscura, llena de cabezas de barro y un pálpito de que esta vez nada podría fallar. Y ese vestido. Ese morado que viola los sentidos, que hace ser republicano al propio rey de Inglaterra, que hace sucumbir a Napoleón, y lo hace bailar danza clásica con una alemana cuarentona. Ese vestido morado que me hace revolucionario y bolchevique. Allá voy. La suerte es para los perdedores. Yo hoy tengo seguridad. Los egipcios están conmigo. ¿Y qué pasa ahora?

Athon se me reveló como una señal funesta. La chica se levantó del banco de madera y se puso a observar una escultura que estaba situada en el otro extremo de la sala. Era una cara fraccionada. Solamente se conservaba la parte delantera. No tenía orejas. Solo ojos, labios y nariz. La chica examinaba la figura como si fuera la obra más impresionante que hubiera visto en su vida. La miraba, pasaba sus ojos entre cada grieta, y no existía otra cosa en el mundo que aquella maldita figura olvidada de la mano de la historia. Ella me miró, me agarró de la mano y me pidió que le contara quien era el señor de la cara partida. Yo le dije que no lo sabía, que era imposible saberlo. Ella me apretó la mano con fuerza, como si tuviera miedo a caer, como si nunca más me la volviera a dar, y me exigió que le contara una historia. Invéntatela chico, ¿No dicen que tienes imaginación?

De esta forma nación Athon, hijo de Amenofis IV, que para emular a sus antepasados, construyo una pirámide invertida, como la que se encuentra en la planta interior del Louvre, y donde enterró a todas las personas que osaran mirarle a la cara al pasar por la calle. Así como los animales tampoco podían hacer el más mínimo gesto hacia la persona del faraón, porque serían condenados a muerte en la pirámide invertida.

¿Y qué más? Me decía ella, ¿Dónde está el amor en esta historia? Yo sudaba porque mi francés no ha sido creado para tales mentiras. Pero la miré a los ojos y describí a una esclava egipcia, de la cual se enamoró el faraón, Athon, perdidamente. Y la egipcia que describí en ese momento era exactamente igual a ella, con el mismo vestido morado y los mismos tacones azules que la ponían a la altura de mis labios. Y para concluir la historia, hice que el faraón y la esclava se besaran un día delante de su propia escultura.

Se hizo el silencio en la sala. Desaparecieron todos. Solo quedamos la chica del vestido morado, la cara partida de Athon y yo. La mano de la chica se dejaba correr por mis dedos. Dos sombras hacían el rostro de Athón bimembre. Ella empezó a decirme algo sobre las dos sombras proyectadas en la pared. Yo le dije que representaban el existencialismo humano a través de la tragedia de la historia y de la sensación de represión de la especie humana antes su legado de libertad. Ella se quedó sin palabras, pero con una expresión entre el miedo y la risa. Me dio un beso en la mejilla izquierda y me dijo que para besarme en los labios tenía que trabajarlo más. Pero me invitó a cenar a su casa.

Athon se quedo con sus dos sombras en la pared, y un aroma del vestido morado que jamás podrá olvidar por muchas grietas y fracturas que presente su escultura.

sábado, 28 de mayo de 2011

Vidrios rotos



Y por si acaso cae la lluvia a nuestro paso, procuraremos mojarnos lo suficientes para saber lo que estamos sintiendo. Porque minutos antes, Élmer se encontraba en un Quai cualquiera, enfrente de la Ile de Saint Louis, a su izquierda Notre Dame, y veía como los aviones quebraban por sus torres y se escapaban hacia Johannesburgo, hacia Buenos Aires, hacia Sidney o hacia Nueva York, y no comprendía como la gente podía salir de esta ciudad, que está viva, que hace a las personas estar vivas, como los ángeles que descubren en una noche de pasajeros que tienen sexo, y que ese sexo es un pecado placentero.

A su lado estaba Viernes, que había llegado a la ciudad en tren, en un mes equivocado, con un pañuelo multicolor que le hacía el cuello más esbelto y misterioso, y unas gafas de pasta sin cristales, y con un aíre de “yo ya me conozco París y no es para tanto”. Pero Nena, París es mucho más que una calle y un vino, es una luz que de repente explota en un bar de Saint Germain, o una columna de fuego que nace en Bastille y arrasa Saint Paul hasta llegar a tus ojos.

Hablaban como si nada. Llevaban casi un año sin verse pero parecía que el tiempo había dejado de existir. Élmer notaba que sus manos no le respondían. Cerraba los ojos e intentaba guiarse con el aire que olía salado. Caray, desde aquí se ve el mar, pensaba mirándole a los ojos a Viernes. Él, ajeno a todo, no sabía que ella estaba igual de nervioso que ella.

Y en el cielo asomo de tormenta. ¿Cómo tiene que ser mojarse paseando por el Marais? Ambos se levantaron. Dejaron las cervezas, vacías, como recuerdos vanos, en el primer contenedor que encontraron, y atravesaron la Ile de Saint Louis, deteniéndose en cada puente, porque se sentían vivos, y se sentían jóvenes como nunca se habían sentido. ¿Cuántas peleas han hecho falta para traerte hasta aquí? ¿Cuánta mierda en nuestras palabras? Cállate Élmer, que ya estoy aquí. Mira si los puentes tiemblan ante los besos de las parejas. Y ella se alejaba con una mirada que parecía una ráfaga de arena.

Entraron en el Marais. Élmer me dijo que era sábado, y que el cielo tenía una luz impropia para estar a punto de llover. Caminaban cada vez más lentos. En el otro lado de la calle los rabinos rezaban con su Torá abrazada y los pecados salían del cuerpo de los turistas, que buscaban esquinas para besarse y echarse fotos. Esta tarde es un año en el desierto. Necesito que llueva. Viernes no soportaba ver a las parejas haciendo ejercicios de amor mientras ella se quedaba sin su beso. Agarró de repente a Élmer de la mano. Sin que él le diera tiempo para replicar, ella ya le estaba diciendo que se callara, que no se podía pasear por París sin agarrar de la mano a alguien.

Luego sucedieron laberintos que morían en plazas cerradas. Casas de ocupación momentánea. Grupos de Jazz que miraban la música como una diosa poseída y negra. Homosexuales que sentían la libertad del beso ante una parada de semáforo. Burgueses con pañuelos que tomaban vino en las mejores terrazas. Pistolas afiladas que suenan como campanas. Joder Viernes, por qué no viniste antes, pensó Élmer, pero no llegó a decírselo.

Se sentaron en una terraza. El camarero era español, pero ninguno hizo el ademán de demostrarlo. Un vino. Una cerveza. Qué quietos se quedan los ojos cuando ya se han acabado las palabras. Élmer sintió un charco en su interior. Viernes se aproximó hacia el cuerpo menudo de Élmer. Élmer lo venía venir. Cerró los ojos. Viernes intuyó en los ojos cerrados que se trataba de un consentimiento. Se acercó cada vez más rápido. Élmer preparaba sus labios. En la esquina, los rabinos rezaban con la Torá abrazada. Los pecados se rociaban entre turistas y amantes. Se besaron. Ruido de muebles al caer las copas al suelo.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Rue du Calvaire



Hay lugares que se llenan de escenas no vividas. Te esperan detrás de un árbol, en la caída de un pájaro furtivo hacia el suelo, en la formación azarosa de los adoquines en el suelo, en la luz resbaladiza de una escalera al aire libre. En un simple banco a la sombra de cualquier letrero.

No sé muy bien en que consiste esto de pasear sin rumbo. Esto de encontrar a paseantes por las calles, bañadas de turistas y de historias deshechas. No sé muy bien hacia donde me llevan ciertas tardes, con el sol aun recordando que el verano es aviso, es parada de metro cercana.

En la calle la gente grita Mayo, sin saber lo que están gritando. Comienzan las revoluciones fotográficas, los vestidos que se hacen ausencia en el muslo o en los hombros. Este cielo que yo conocía tan bien ha vuelto desde tiempos remotos. El cielo, desde ciertas calles de la ciudad, se contempla de una forma diferente, y en ocasiones trae cenas con vino y postres descongelados.

Yo a él no lo invité por estos lugares. No lo invité pero sabía que tarde o temprano vendría. Y lo sabía porque en dónde el decía biblioteca yo respondía con un fin de semana en la playa. Serían las ocho de la tarde. El sol arriba, donde solo los aviones puedan atravesarlo. La tarde tenía pocas perspectivas. Tantas como números de teléfono en mi agenda. Me senté a esperar el reloj en el primer banco que se me hizo cercano. Y él apareció.

Llevaba un jersey negro que le cubría todo el cuello, unos pantalones color crema y unos zapatos marineros que siempre quiso comprarse desde que los vimos anunciar en el cine. Su cuerpo se había ensanchado, pero conforme avanzaba hacia mí descubrí que el efecto resultaba todo lo contrario. Había adelgazado lo suficiente para hacerme creer que se trataba de otra persona. Sus ojos seguían inyectados con el mismo sarcasmo que siempre. Se sentó a mi lado. Me dio una palmada en la espalda y empezó a recriminarme los aviones que he cogido sin él, las ciudades que he visitado sin apenas mandarle una postal, las botellas de Becherovka que he abierto sin ofrecerle siquiera un vaso. Pero a pesar de todo, seguía sonriendo como si nada de eso hubiera ocurrido en sus cuentas pendientes.

Me habló de otras tardes y otras personas. Nosotros, los de antes, los niños. Era curioso descubrir que tras la cúpula del Sacre Coeur se escondía una clase de cuarto de la E.S.O, y una profesora que se emocionaba hablando de Franco; o que tras los colores explosivos de la primavera en Place du Tertre podíamos ver el Mediterráneo, tal y como lo creamos en un fin de semana antes de la selectividad; o que sobre la silueta de París, entre los bostezos de la tarde preñada de sombras, encontraríamos aquella tarde de polvo y resaca en la que subimos al Calvario de nuestra ciudad, para hablar de lo que nos queda y lo está por venir.

Miré hacia las escaleras de la Rue du Calvaire. Parecían más empinadas que nunca, como si hubieran salido de un bloque de hielo y se hubieran fundido con las pisadas de los transeúntes. Al otro lado de la calle alguien vendía flores. El mismo que en otoño vendía castañas. Seguí mi camino, ese que es trazado por las distintas variaciones del aire o de los desconocidos cuando los cruzas. Cada paso hacia mi casa era un golpe de porqué y ni siquiera miré hacia atrás para ver si mi amigo se había ido, o permanecía esperándome en otras tardes cualquiera.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sobre los placeres de la lectura (con Elias)



Seamos sencillos. Al fin del cabo la vida se presenta de la forma más insospechada posible. He estado en el Louvre, delante de La morte Della Madonna durante dos horas, viendo como pasaban a mis espaldas turistas aburridos y mujeres que eran avisos de la primavera. He escuchado el canto gregoriano en el altar mayor de Notre Dame, una noche donde París dejó de dormir. He caminado junto a medio millón de socialistas y trabajadores hasta Place Della Bastille, en un Octubre de claveles rojos y canciones de la guerra. He estudiado en los mismos pasillos donde Jean Paul Satre fumaba sus cigarrillos de liar y de abstracción. He conocido todos los nombres que se dirigen hacia la sala cinco del Pompidou. Pero…uno siempre recuerda aquel paso que dio sin querer por una calle que no esperaba.

Y es allí donde encuentra una librería de segunda mano. Pasa por las secciones de fotografía y de naturaleza y llega hasta literatura universal. Esquiva el siglo XIX como si fuera una piedra mal puesta en el camino y agarra el primer libro que le viene a la cabeza. El escritor es argentino. Dos metros de altura y una erre gutural que se pasea por los puentes del Sena como un gato perezoso perseguido por el calor. Se saca de las estanterías. Se abre. ¿Cuántos ojos han leído esta misma línea que ahora leo yo? ¿Cuántas ciudades han visto este ejemplar? ¿Cuántos trenes? ¿Cuántas mesillas de noche? ¿Cuántos pensamientos que terminan en la masturbación y los mensajes a las tres de la mañana?

Y uno compra ese libro por dos euros cincuenta y encuentra en cada parque una escusa para empezar a leerlo. Llaman al teléfono, y Elías, este hermano de noches desubicadas y de botellas vacías, te anuncia que viene de comprarse un libro que le está cambiando la vida. Te dice el título. Miras con sorpresa sobre la portada de tu libro que se trata del mismo. Sabes que en París no existen las casualidades y cada capítulo se convierte en una cerveza, y cada rincón citado por el libro se hace un santuario, y cada calle es una peregrinación, y cada beso dado entre las líneas es un beso que se busca de noche y de día.

Y cada libro leído entre los dos es una buena escusa para una tarde inolvidable. Los dos hemos sido Oliveira, que persigue a la Maga para evitar que se suicide y que caiga a las aguas del Sena como una gota despistada. Nos hemos enamorado de una vagabunda con el cabello largo y sombrero, porque la mierda está más cerca del amor que el cielo.

Y hemos sido también Ricardito, ese muchacho peruano sin ambición que perseguía a su niña mala por todas las ciudades que es esta ciudad. Y aprendimos que también los que no leen a Freud pueden ser felices, y que el ser rebelde no tiene por qué empezar con una corbata o un sombrero nuevo.

Al final, con cada libro hemos descubierto una ciudad diferente a la de los demás. Con cada línea entendimos que París también es soledad, y que los títulos compartidos se hacen legendarios cuando son leídos entre cafés y calles saturadas de historias por contar.

Peces Contaminados


Fueron días de vino y rosas. Fuiste tú. Podías haber sido otra. Podías haber venido desde las profundidades de Rusia, del siglo XVI con sus torres acuarteladas y desde lo más profundo de mis dudas. Pero fuiste tú, como los minutos que quedan antes de que suene la alarma. Como el último hilo de agua cuando la ducha ya está cerrada. Como tú.

Yo, que nunca he creído en las coincidencias de los pasos de cebra, ni en “esta es la última copa, por si pasa algo”, ni en los semáforos en roja desde la otra acera, ni en el azar del Nocturno 14 en la parada de Place Sorbone. Yo que fui ateo en las escaleras y en la espuma que deja la cerveza en el cristal, fui a creer en un Quai cualquiera, cerca de Notre Dame.

Sola, delante de un vaso vacío, me esperabas por la tarde. Yo miraba el reloj con la impaciencia de las primeras citas. Esta era distinta. Hay gente diversa que camina por la ciudad, que toca la guitarra, que pasea a los perros y no sabe hacia donde se dirige. Yo tenía los mapas del metro de París grabados con lentitud en mis ojos. Un primer café bajo el cielo de París. Algunas nubes en el cielo. Pero esperemos a que anochezca. Las luces tenues te hacen los labios más sabrosos.

Recuerdo que por la noche pensaban en nosotros cuando caminábamos. Las curvas de la Ille de Saint Louis se movían sobre los taxis como una playa encendida. Sobre el asfalto los coches rumoreaban sobre si era lícito agarrarte, de repente, de la mano. En una cervecería, debajo de la mesa, los dedos se hacían extensiones de las rodillas. ¿Me están acariciando en alguna parte de mi cuerpo? Tú me acaricias pero miras hacia otro lado, como si no me conocieras de nada. Los mentirosos se acodan en la barra pero tú me estás acariciando suavemente la tela del pantalón, que se hace piel morena y sedienta.

Y después, cuando el alcohol ya era una palabra dicha, las bocas se calentaron de París, París, París, ese santuario de los amantes que nunca se han visto. Yo no espero a que venga ninguna mujer a recogerme. Estoy solo en una ciudad que ha visto crecer mis ilusiones y mis fracasos con la rapidez de los meses. A ella le gusta el Sur. Me lo dijo así “A mí me gustan las calles imprecisas y que el mar te llene las manos de sal”. Pero yo solo podía ofrecerle una ciudad insomne, una ciudad de atascos de pensamientos y de una lluvia que espera al asesino y las tazas de café.

Pero en aquella noche todos fueron desiertos y ladrones. Los perros aullaban más que nunca. Yo buscaba sus labios más allá de los comercios cerrados y de las esquinas orinadas. Saint Germain tiene la incertidumbre de su nombre y de dos ingleses que se han perdido. Vendrán otros. Vendrán otros como yo, y mejores. Pero no tendrán París. Yo seré una vana palabra pero se quedarán París y sus bancos improvisados en los portones.

Aprendí a saber qué era un beso musical entre árboles y peces contaminados del Sena. Aprendí a contar en vertical entre unas sábanas que si hicieron rumores y miradas rabiosas. Y esa despedida anunciada un mes atrás se convirtió en un avión que nos dividía el cuerpo, en dos ojos escamados, en tres fotografías que hablaran a los que vengan de cinco días y cinco noches entre cuadros impresionistas y comidas ligeras en el placer de la juventud. Hablaran en muchos idiomas. Hablarán de París, de mí, de ti, de mí y de ti…Ma il cielo é sempre piú blu.

martes, 3 de mayo de 2011

Catorce de Abril


El caminante se aleja de los tráficos del asfalto. Quedan atrás los buitres de metal que se escudan en las bocas de metro, los vagabundos que piden periódicos viejos donde asar las castañas, los restaurantes que sacan con el sol las terrazas y los vasos de vino a media tarde, los gritos de los turistas y de los puentes a su paso por las aguas del Sena. Quedan atrás los edificios, los siglos y comienza la quietud. Comienzan los óxidos de la lluvia de hojas y de las cifras con nombres ya olvidados.

Se adentra en el Cementerio de Pére Lachaise. Entre las ramas de los árboles se escapan algunos rayos de sol. Siempre el mismo sol cansado de los caminos polvorientos. Las calles del cementerio se forman con piedras sueltas, con matojos que nacen de la tierra y de las humedades. Elige las calles por casualidad. No lleva mapas ni brújulas. Zapatos azules y unos pantalones que se pisan en cada desnivel del terreno.

Se ve una pareja de estudiantes extranjeros que se agarran de la mano. No pasa el tiempo por ellos. Parece que no ven el bosque de cruces y de esculturas que se desmoronan a su lado. Hay bancos para sentarse, de piedra afilada por los largos inviernos y fuentes donde las viudas riegan las flores que mandan a sus maridos, perdidos en las guerras de la monotonía y de las radios nocturnas.

El viajero se pone las gafas de sol. Apenas lee los nombres de las tumbas y solamente pasea aspirando el aire de las distintas lenguas que encuentra a su lado. Sobre una pequeña colina los peregrinos modernos se crecen entre risas y cigarrillos mal apagados. Se ven desde lejos tres chicos que preparan tabaco para liar. Con una guitarra cantan una canción de The Doors. El caminante se acerca a la tumba, que está de espaldas, y ve un epitafio escrito en griego. Jim Morrison descansa entre palabras de droga y besos de amantes.

Sobre una escalinata, a muy pocos metros, se escucha la música de un polaco emigrante que vino ha llamado por el lujo de París. Chopin, entre zarzas y pentagramas abiertos se esconde. Se empieza a sentir cansado. Le aturde ver tanta lápida de nombres desconocidos. Busca nombres de compañeros y de viejas amantes en cada inscripción. O el nombre de un padre. O el padre de un nombre.

Se aleja de las calles principales del cementerio. Lo rodea desde el interior. El paisaje cambia. Se alejan las colinas y el color negro y melancólico. Entra en una especie de gran avenida, grande como cualquier calle de la ciudad. Apenas pasa gente. Un señor mayor que lee un libro, un cierto griterío de niños que viene desde el exterior, el reflejo de un rascacielos, el travesaño de un avión que cruza el cielo…

Y ve que las tumbas cambian de forma. Las letras toman letras conocidas. Monumentos al Holocausto Nazi, cifras y cifras que se acumulan. Periodistas muertos en la liberación de París. Héroes anónimos que dieron la vida y la infancia de sus hijos por una bandera. Y a lo lejos, como sacado de una fotografía vieja, un nombre inesperado: Largo Caballero.

Largo Caballero, presidente del gobierno durante la II República española. Y conforme me acercaba a su sepultura veía a todos los exiliados cruzando los pirineos, con la lluvia sobre la cara. A Antonio Machado, mirando con ironía los letreros franceses, en Collioure, o a Manuel Azaña, enterrado con la bandera mexicana porque despreciaban su patria, o a tantos nombres anónimos que hoy son apellidos españoles con pasaporte francés, que hoy son científicos, escritores, deportistas o simplemente paseadores de vidas monótonas.

El viajero sale del cementerio. Está aturdido. No entiende muchas cosas. Sabe que hay muchas personas que depende de donde sean las balas, no tienen derecho a descansar nunca.

Agarra el primer metro que encuentra. Le da asco mirar los periódicos.