martes, 29 de marzo de 2011

Ciento diez pasos




Aquella tarde, de repente, empezó a llover. Nadie lo esperaba, como nadie espera una llamada telefónica a altas horas de la noche, o como nadie espera encontrar una nota debajo de la puerta. Yo estaba en la estación de metro Argentine, casi al inicio de la línea uno. Vi pasar los vagones llenos, las personas que volvían de sus puestos de trabajo, corbata y maletín en mano, como si volvieran derrotados de una batalla. Muchos olvidaron que lo que les esperaba era París, al otro lado de las murallas de atascos y de los papeles dispersos por las mesas.

Y aquella tarde sabía que estaba lloviendo, porque la lluvia en el metro son paraguas mojados, dejando pisadas confusas en el pavimento, y son charcos que llegan a cualquier cartel publicitario. Me monté en el último vagón. Dos paradas más y cambio con la línea seis. Llevaba un libro debajo del brazo. Las horas en el metro son los momentos de máxima reflexión del día. Me percaté que en el otro extremo una chica estaba intentando adivinar el título del libro, o quizá el autor. Puse mis ojos en los suyos, esperando a que alzara la vista. Y lo hizo. Tenía dos grandes cavidades azules, como la bandera francesa. No era bonita, pero yo necesitaba hablar con alguien. Le pregunté si lo conocía. Ella me respondió con un acento tremendamente parisino que no, que nunca había oído hablar nunca de ese libro. Me dijo que estudiaba literatura francesa, y que su especialidad era el siglo XIX. Sentí que los lugares caían poco a poco. Que los espacios negros de los túneles se alargaban y que las luces tibias del metro se convertían en las lámparas de algún café de Sevres-Babylon. Me hubiera gustado saber su nombre. Pedirle el número de teléfono. Y a ella también.

La megafonía anunció la parada Charles de Gaulle Etoile. Pensé por un instante en mentir, en no abrir nunca la puerta hasta que no se bajara ella, o quedarme hasta el final de la línea sentado y leyendo. Pero abrí la puerta y se produjo ese silencio tan molesto para las despedidas. Le apreté la mano con tristeza. La despedí más con los ojos que con las palabras y torcí lentamente la esquina hasta esperar el metro de la línea seis.

Otras caras. Otras historias. Era el inicio de la línea. Toda la gente descendió al unísono del vagón y los que esperábamos entramos. Nos acomodamos. Observé que había una pareja de españoles al otro lado. No me apetecía hablar español. Buscaba el francés por los letreros y por los libros ajenos. Una señora muy gorda se sentó a mi lado. En el otro extremo de la ventana, una chica muy guapa se paró a contemplar mi estado. Ella estaba escuchando música y un joven no dejaba de mirarla justo en frente. Se subieron un grupo de escolares, que llenó el vagón de flautas musicales y de risas despreocupadas. Después de Passy cruzamos un puente por el Senna. Era consciente de que por el otro lado se encontraba la Torre Eiffel, Trocadero, el Sacre Coeur, como una huella que deja el incienso encima de la mesa, y las cúpulas doradas de París. Pero yo estaba pendiente del otro lado, solamente fijándome en las aguas color de plata que descendían tranquilamente, agrietadas con la lluvia que se crecía por momentos.

Una ventana se quedó abierta. Un hilo de agua me empezó a golpear la nuca, como si fuera una sorpresa de verano o un tesoro descubierto tras una expedición indígena. Esa hilera de humedad me estuvo golpeando dulcemente hasta Pasteur, cuando el metro vuelve a ser subterráneo, y el cielo plomizo de París, con sus soles ocultos y sus cenas reflejadas en las guardillas, se torna una mina de carbón.

En Denfert-Rochereau cambié a la línea cuatro. Esperé a que el señor judío abriera la puerta antes que yo. Por mi lado pasaron chicas bonitas y vendedores de humo. La línea cuatro olía a orines. Estaba vacía. Solamente entró en ella una mujer negra que hablaba con su móvil y un turista desperdigado. Dos paradas. Alesia. El final de todos los caminos en París. Caminé ciento diez pasos hasta las escaleras de retorno al exterior.

Había dejado de llover. La calzada estaba encharcada y el cielo recobró algo de su brillo, justo antes de caer del todo hacia la noche. Sonaron las campanadas de la Iglesia, las que me despiertan todos los días. Sentí una sensación muy extraña cuando descubrí que mi nuca aun seguía mojada. Como si las venas de mi cuerpo fueran líneas de metro, y la sangre que las registra, habitantes que leen, que hablan, que escuchan música, que se sientan, que se conocen, que se presentan, que simplemente intentan hacer una vida lo más cercana posible a la normalidad, sabiendo, que todas ellas se vuelven extraordinarias.

jueves, 24 de marzo de 2011

Ojos color miel oscura



Esta isla es un escudo contra la soledad. La conozco como la palma de mi mano. Como descubro todas las mañanas una nueva mancha, un nuevo camino entre el dedo índice y el pulgar, una nueva silueta azul que se escapa de la carne, así se presenta para mí Saint Louis, siempre nueva, siempre el mismo mapa de conversaciones y los mismos desiertos de canciones y parejas desbordadas.

He venido muchas veces. En todas las estaciones. He varado en noches de melancolía, en busca de un giro inesperado de la ciudad, para encontrar el azar de un beso robado detrás de una farola o simplemente una conversación en francés, rodeado de cervezas que sabían a tiempos nuevos. Pero también he venido acompañado. Bajo las luces de los cigarrillos, con los amigos nuevos de París, que ahora siento que han sido los mismos desde mi nacimiento, viendo las franjas blancas que los aviones dejaban en el cielo, y pensando que qué más da no estar en uno de ellos, si estamos en París.

Pero en esta ocasión vine solo. Tres de la tarde, la hora del sol indomable. La vida se disuelve en flores que nacen de los árboles, que prolongan la existencia de las ideas y de las ráfagas de Saint Germain. Llevo entre mis manos un libro, todavía no abierto. Sus pastas me obligan a amarlo como se ama a los amores nuevos, esos que se descubren entre sabanas y el pudor de las luces que desenfocan los coches desde el otro lado de la ventana. Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a los lejos…y mis ojos se centran en las turbias aguas del Sena, con sus ondas incandescentes de patos y de barcos, haciendo pequeños remolinos entre las dos islas. Pienso que dentro de estas aguas se han consumido miles de vidas dedicadas al arte de amar París, que estas propias aguas son el mayor monumento de la ciudad. Son la revolución y el fracaso.

A mi derecha un señor mayor sin camiseta lee un libro sobre la historia de Polonia. Nos saludamos. Sus ojos se someten al blanco de las páginas. Era impagable estar junto a ella, viendo cómo danzaba su melenita cada vez que movía la cabeza, la picardía de sus ojos color miel oscura, escuchar su manerita de hablar tan diferente…y veo pasar delante de mi sombra muchachos agarrados de la mano, amigos que se disponen a tocar la guitarra, y el cielo toma un color que nunca antes había visto en mi vida. Ese azul que muy pocas ciudades saben sacar de los elementos. Ese azul que solo se encuentra en los ojos escandinavos. El señor polaco sigue leyendo, pero de vez en cuando, sube su bigote para saludarme con un gesto amable. Somos amigos.

A mi izquierda una chica alemana se toca con relajación el cuello. Es bella como lo son los Martes de verano. Administra el movimiento de sus finas piernas con sumo cuidado. Apenas me mira. Lleva unas grandes gafas negras que le tapan los ojos. Para dentro de dos horas nos habremos hablado y le habré preguntado que qué espera de la vida. Yo soy París. Tú sabes. Yo puedo ser París si tú me dejas. Y vuelvo a veces a evocarla, a oír la risa traviesa y la mirada burlona de sus ojos color miel oscura, a verla cimbreándose como una caña a los compases de los mambos. Desato los ojos de mi lectura. Se está bien aquí solo. Soy yo el que está con estos ojos adolescentes viendo todas las ciudades en una sola ciudad. Todas las calles en una misma laguna.

Me vienen a la mente muchas respuestas de preguntas que no me han sido contestadas. Es suficiente esta hora de la tarde y este momento para justificar toda una vida. Mis labios están resecos. La temperatura del agua estila miles de tapones de vino que han sido vertidos. No entiendo por qué nunca me volvió a llamar aquella peruana. A veces la ciudad son más los amigos que los propios edificios. El señor polaco estira sus manos para soltar las últimas palabras leídas en su Histoire de la Pologne. Yo la hubiera llevado a los mejores cafés de París, si ella me hubiera dejado. La chica alemana se quita las medias y descubre una piel blanca y virgen de miradas matinales. Yo me hubiera dejado enseñar. Cierro mi libro. Me hubiera dejado enseñar pero ahora lo he aprendido todo y no lo necesito.

La noche llega por los extremos izquierdos del cielo. Lo saben y anuncian los patos, que emprenden el vuelo. Lo saben las luces de la ciudad, que encienden sus historias de soledad. He acabado el primer capítulo. Me levanto del banco para dejarle el puesto a otra persona. De eso se trata. De ocupar posiciones que otros han dejado atrás. De tomar ese café que aquel chico dejó con la chica que lo esperaba pacientemente; de agarrar una mano que antes había sido agarrada por otro, en otras noches, en otros ríos; de escribir historias que apenas suceden y ya se están acabando, sin saber dónde diablos estuvo el error. Y me digo a mi mismo, entre patos que surcan guardillas y reflejos, que no importa donde estemos, porque siempre existe un lugar al que podemos volver.

* Las citas en cursiva son del libro "Travesuras de la niña mala" de Mario Vargas Llosa

lunes, 21 de marzo de 2011

También París



Yo caminé una tarde, hace ya cuatro años, como puedo caminar ahora, por las calles de Florencia. Y veía los portales medievales como quien ve pasar una bicicleta por una plaza, o una mujer bonita comiéndose un helado. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Yo estuve sentado en cualquier mirador de Granada, esos ojos que la noche abre a los jazmines, con una cerveza en la mano y una guitarra en la otra, viendo como se besaban a mi lado los muchachos y las palomas. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Yo me dejé llevar una tarde por Bercy Village, movido por el sonido de las fuentes en el mármol, por los olores que la tierra emanaba, como un nacimiento fresco, y persiguiendo a los niños que corrían detrás de una pelota. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Mientras tanto, París podía seguir con sus exhibiciones de arte, con sus puestos callejeros con todo a mitad de precio, sus maletas esperando en la puerta de cualquier hotel, los vendedores de ilusiones en forma de flor escudados en las esquinas más lúgubres del Pompidou. Mientras tanto alguien atravesaba los atascos y las paradas de metro. Alguien venido desde los años de poesías entre jardines y cuestas por donde pasa la primavera. Alguien que ha sido también París estos meses. Y yo no lo sabía. Y era ajeno.

Me senté en una cafetería. El Sena ni siquiera se intuía con la mirada, pero me llegaba una fragancia de barcos y de paseantes agarrados de la mano. Dejé atrás los parques, las colinas difamadas por los adoquines y los puentes que cuelgan de cualquier pensamiento existencial. Me aferré a mi vaso de café, negro como las noches más oscuras de los miedos infantiles. No quería mirar hacia delante. No sabía con lo que me iba a encontrar. Y de repente, las palabras fluyeron…

Ella comenzó a hablarme como nunca me había hablado hasta el momento. Abrió sus labios italianos hacia la pureza del lenguaje y con un acento etrusco su español me iluminaba hacia tardes donde nunca llegaba la noche, en cualquier calle de la Toscana, entre perros que duermen la siesta tumbados a la sombra. Y me descubría que sí, que aquel mes de Mayo en Granada también yo estaba pensando eso, en ese mismo instante en el que ella lo estaba pensando. Que en realidad ella quería pedir otro limoncelo la misma noche en la que yo dije que no podía más, que basta, que me iba a la cama. Que donde yo había visto metáfora, azul, pájaros suplicantes, Granada, canela, ella había visto mucho antes agua, flamenco, girasol, sandalias y vino dulce con buenas noches dadas desde una ventana. Que en realidad mi cara de asombro aquella mañana tomando el sol en la Alhambra no había tenido nada que ver con la composición de los jardines o con las casas blancas que escalaban la montaña de los barrios posteriores. Que cuatro meses no son cuatro meses, son cuatro meses más una vida entera de recuerdos. Que una persona y una persona es mucho más, es Daniela hablando español, es una cerveza alemana en una plaza de toros y una Venus de blanco que va a recoger la vendimia cada mañana sin mancharse. Es una calle estrecha y melancólica que se repite en todas las calles y es una canción que, de repente, suena en dos cabezas sin sonar en ninguna parte más del mundo.

Con sus palabras me hizo ver muchos hechos. La miré directamente a los ojos. En aquel punto ambos llorábamos. Yo lloraba pero no lo sabía. Simplemente notaba un leve escozor en los ojos. Yo me preguntaba el por qué de esta ciudad tan al norte. Ella guardaba silencio. Éramos los mismos del año pasado, pero distintos porque el calendario lo había exigido. El mismo silencio de los comienzos. El mismo silencio de los finales. Ambos tan distintos.

Nos abrazamos. Hay abrazos que se merecen y abrazos que merecen ser detenidos. El nuestro se detuvo. Caminamos hasta Saint-Germain. Yo había visto en su pasado tantas veces mi futuro, que ahora no tenía más que añadir. Ella había visto su pasado tantas veces en mi cara, que no tenía nada más que decirme.

La tarde quedó muy tranquila. En el cielo amenazaba, de nuevo, la lluvia. Alguien cerró con llave el parque de Bercy-Village. Una pelota de futbol se quedó atrapada dentro y un niño lloró desconsolado.

En una tarde como esta, Leopardi debería haber escrito sus poemas a Silvia. De esas tardes que sin decir mucho se entiende el sentido de muchos meses.

sábado, 19 de marzo de 2011

Declaración de Guerra



Una viajera desciende lentamente y sin maletas desde la Gare de Austerlich. La noche se presenta con una Luna que nunca había visto en veintiún años de vida. Blanca, perfectamente redonda, y salida de entre nubes negras y esquinas de boulevares y ladridos de perros.

Se apagan los micrófonos. La voz se ha quedado retenida en la sala. Los flashes acaban de disparar sobre sus caras. Las luces pierden el tono. Las puertas nunca más se abren. Los periodistas ultiman sus artículos. Una veintena de aviones encienden los motores. Los proyectiles están a punto. Están calientes dentro de sus fosas de hierro, a la espera de carne y dientes deshabitados. En Libia se presiente desde la distancia un rumor de fuegos artificiales, como las noches de verano en la que se abraza una chica, en la playa, mientras ves una película en un cine de verano. Nadie sabe lo que va a suceder, pero el abrazo parece eterno.

Mientras tanto en el barrio de Opera las señoras elegantes portan bolsas de diseño en sus manos. Abrigos de pieles, terrazas llenas de besos y vasos de vino caro. Panfletos sobre la última colección. Conversaciones distanciadas acerca del último partido de futbol y trescientas cuarenta y cinco personas que pasan por minuto sobre Galerías Lafayette. En el exterior de cada edificio se puede ver una bandera de Francia, y el agua de todas las fuentes es iluminada con los colores de la nación. Sobre el centro Pompidou cuelga una tela gigante con el azul, el blanco y el rojo. Son tiempos difíciles, dicen las personas al pasar. Arte moderno y encuentros en cafeterías para hablar de arquitectos japoneses.

Unos ojos se vuelven de piedra. El chico porta un arma. Es la primera vez que la toma, pero no la primera vez que ve una de esas. Es negra y muy vieja, pero aún puede servir para algo. Probablemente en el dorso lleve la inscripción de una fábrica de Girona, de Lyon o de Milán, pero el niño no sabe eso. Observa que en el cielo la Luna es más grande que nunca y piensa que están por llegar esos tiempos mejores que hablaban los periódicos.

En el Boulevard de Saint Germain alguien está llorando. Son lágrimas retenidas durante varios meses. No lo merece. No merece nada de esto. He conocido a esa persona durante mi estancia. Algunos hechos son injustos, y sin buscarlos, aparecen, como el asesino que está en una esquina, y no mira quien eres, no te pregunta si quieres ser matado, simplemente te mira a los ojos y dispara, mientras vas cayendo poco a poco, o acaso no empezaste a caer al agarrar el avión hacia París, meses atrás. Qué se yo. Tú estás cayendo por algo que no has elegido. Estás llorando por lágrimas que no son tuyas. La persona se pregunta si la vida va a ser siempre así o si algún día cambiará todo esto. No se debería llorar nunca con esta edad y en esta ciudad.

Es media noche. Comienzan a caer las bombas sobre Bengasi. Caen muchas bombas, pero todas ellas distintas. No las lanzan los mismos. Las pistas deportivas se vacían. Las carreteras son abandonadas por los accidentes de tráfico y en la calles se escuchan unos silencios heridos que dañan la conciencia. Libia está ardiendo. Lleva ardiendo cuarenta años. Ha estado ardiendo durante cuarenta años para que en París sigan sirviendo café por las mañanas y sigan construyéndose edificios altos donde los señores hablen sobre la justicia en los poemas de Baudelaire.

Ha comenzado la guerra. Sarkozy se ajusta su corbata y lo anuncia. Estamos en Guerra. Salgo del bar. Son las dos de la mañana y estoy cansado. No tengo ganas de volverme caminando, como otras veces. Alcanzo el último metro. Dentro del vagón la gente se divierte. Llevan máscaras y van borrachos. Están festejando un carnaval tardío, o un compromiso futuro. Están siendo naturales con ellos mismos.

Estamos en guerra. Vivo en un país en guerra cuyos ciudadanos cantan por las calles y las galerías de moda abren también los domingos. Me miro al espejo en el vagón del metro y me doy asco. En el Boulevard Saint Germain alguien continúa llorando sobre su cama. No lo merece. Los caballos se acercan a la costa en algún lugar del Mediterráneo. Alguien, al otro lado, estará esperando fuegos artificiales, como en un cine de verano. Agarrando a su chica. Desciendo en la última parada. Ya no queda nadie en el vagón. Entre el miedo de los kilómetros y de las bombas, camino hasta mi casa, sin creerme muy bien, que los buenos seamos nosotros, y que París, esta bella muchacha de ojos azules y pelo rubio, tenga el valor de hacer lo que está haciendo.

domingo, 13 de marzo de 2011

El tiempo atmosférico



Guarda mi teléfono móvil. Guárdalo en lo más profundo de tu abrigo, junto a los tickets de metro y los céntimos caídos, porque esta noche no lo quiero mirar bajo ningún concepto. Esta noche voy a ser un ente libre de esos que miran por la ventana en las fiestas y dejan que se acerque cualquier chica guapa para hablar del tiempo atmosférico en París.

¿De qué planeta viniste? Algunos amigos me han dicho que te han visto cruzar la calle, justo enfrente de Place de la Sorbone, y que parecías parte de la calle, con todos esos arbolitos tan quietos y tan necesarios de esquinas donde agarrarse. ¿Pero como te llamas? Me han comentado que apenas tienes clases, y que solo vas a la universidad para comer más barato ¿Dónde has dejado esas gafas negras que te ocupan toda la cara?

Y suena un claxon en la calle. La noche parece arreciar con sus luces incandescentes, en Rue Alesia, y se convierte en un anticipo del verano. La chica se asoma también a la ventana. Mi corbata se aprieta con fuerza a mi cuello. Hace muchos días que dejé de afeitarme. Y ella empieza a hablarme de su país, y de las cosas que hace aquí, como si sus palabras fueran un río de dialectos, de geografías y de heridas que nunca terminan de cerrarse. Esos diez años de colegios y camicaces en un pueblo del este. Los viajes al norte de Italia siempre los hacía en compañía de amigos, o se llevaba a algún nuevo chico que acaba de conocer en un bar, o en una plaza, mientras alimentaba a las palomas. Y viene el silencio de nuevo entre los dos. La ventana se abre mucho más y la noche se hace más esplendida.

Yo tenía un novio que vivía en París. No era parisino pero vivía en París. ¿Tú no eres parisino? ¿Tú de dónde eres? De repente entiendo que mi vaso de cerveza se ha acabado. Me gustan más los vasos rojos que las botellas de vidrio verde. La música está sonando unas voces que me resultan familiares. Algo en italiano, algo en inglés. Las nuevas tendencias. Algo en francés. Espera. Llevo dos horas en esta ventana hablando solamente francés. No puede ser.

Tú no eres una fotógrafa checa que hace posar a sus amantes desnudos con manzanas verdes entre las manos. Pero me da igual. A fuerza de noches y de ventanas he entendido que eso no existe. Perdona. He entendido que eso existe en los demás. Háblame de tu novio de París. ¿Es que no te llevaba a pasear por las orilla del Sena? Ese río está inscrito en mis venas y hace las mismas curvas cuando se adentra en mis órganos.

Y fumas mirando los coches pasar. Mañana, en alguna playa del norte de Francia, llegarán con sus barcos las gaviotas y los días grises. Pero esta noche hace el sol de todos los agostos. Tus agostos han sido muy distintos a los míos. Los míos hablan muchos dialectos, hablan de arenas artificiales y de sombrillas mal clavadas que persiguen a los bañistas. Tus agostos hablan de nombres declinados y de apartamentos sin luz eléctrica. Pero que bien que se está en París cuando se tiene 20 años. Pero tú tienes mucho más de veinte.

¿Cuánta distancia hay desde la ventana al suelo? ¿Es la misma que de la ventana al cielo? Yo marcharía por toda la ciudad con un paraguas abierto, aunque no lloviera nunca. Estos momentos han sido creados para ciudades como estas. Ahora agarrarás un taxi, le darás tu dirección al señor argelino, y mientras miras todas las farolas encendidas de la ciudad, pensarás que tu peinado no ha sido el adecuado esta noche, o que tus comentarios no han resultado interesantes.

Esta historia ya no es importante. Algunas veces todo es tan impredecible que ni aparecen las respuestas en el espejo. Acabas tu noche en la misma ventana, viendo como fuman los demás desde la calle, hablando del calendario Maya con una persona que nunca ha oído hablar de Pedro Páramo.

Piensas que su novio fue un cretino por no llevarla a pasear por las orillas del Sena. Pero tú quizá tampoco lo hubieras hecho. O si. Se bajará del taxi y tardará diez minutos en dormirse. Pero tranquilo, buscador de poesía en los vasos de vino, a ti aun te queda buscar la frase oportuna entre tus propias almohadas, entre las aceras mojadas, entre las mangas de tu camisa, entre los cuadros de la pared, entre las canciones que salen del tocadiscos, esa frase que sería más o menos: “Perdona, pero esta ventana abierta es solo mía por ahora.”

Y busco el móvil entre los bolsillos de mi chaqueta. Contento y mascullando palabras en francés.

viernes, 11 de marzo de 2011

La caída



Permanecí durante media hora callado. Solamente podía mirar hacia arriba. Esas luces que pasan desapercibidas todas las noches y que sin embargo se encienden en todas las miradas, en todos los hogares cuando se aparecen los silencios. Mi cabeza estaba sobre el asfalto. Lo sentía frío y húmedo, como si corriera por mi frente un río helado que me dejara escarcha en las pestañas y me impidiera moverme con normalidad. Las manos las tenía envueltas sobre el pecho, cuyas elevaciones se hacían pausadas e irregulares. No podía respirar bien. No me sentía el oxigeno pasando entre las venas, entre los orificios nocturnos de mi cuerpo. Un sabor metálico invadió mi boca. Sentía que de mi labio se abría una grieta profunda que emanaba sangre, una sangre oscura como el cielo que sobre mi cuerpo se apresuraba. Las piernas estaban estiradas. Mi cuerpo se esparcía sobre la calzada, sin poder articular gesto, sin responder ante ningún estimulo de la sociedad.

Yo miraba solamente hacia arriba. Vi una noche oscura con sus astros, unos astros que juro, solo veía yo. Se pagaron las luces de los coches. Las farolas cesaron de iluminar todas las esquinas. El frío se congeló en la puerta de los comercios y en los árboles desnudos (esos que se mueven como ángeles desaparecidos). El viento escampó y dejó las plazas y las bocacalles. Yo miraba solamente hacia arriba, como un perro herido de soledad, como las flores se acurrucan en la tierra justo antes de ser cortadas por el jardinero, como un católico mira hacia la cruz, con miedo, pero seguro de ser también la cruz.

No recordaba nada. La cabeza no me dolía aún, pero me faltaban veinte minutos para que comenzara a girarse entre pensamientos atrasados y problemas venideros. Todos los muertos de París deben estar sobre las colinas, entre las aguas del Sena, esperando en una parada de autobús, haciendo fila para recibir una sopa caliente o paseando a solas en una calle desmedida y azul noche. Se hizo el más absoluto silencio, de esos silencios que te duelen, que hacen más ruido que un ejército de voces. Y mis ojos se poblaron de otras noches, de otros besos, quizá nunca dados, de otras conversaciones que nacieron de la cebada o de la uva. Y mis ojos empezaron a iluminarse y a llorar. Y no sabían por qué lloraban. La sangre renunciaba a mis labios y se dejaba querer por mi mejilla, goteando en el asfalto.

Pensé en los que ya no están, y los vi a todos, paseando tranquilamente, cercando mi cuerpo dolorido, mi cuerpo con respiración pausada y trabajosa. Vi las manos de mi padre, agrietadas como la geografía y los mapamundis. Percibí una procesión de bicicletas: mis amigos de Granada, que se alejaban de mí, y no escuchaban mi llamada, las personas corrientes de Lorca, que hacían las mismas cosas que cuando era pequeño, sin mirarme siquiera. Vi el bien y el mal, en las ruedas circulares de todas las constelaciones, y todas estaban escritas en francés.

Elías y Antonio me encontraron con los ojos cristalizados, con la boca rebosando de sangre y unas palabras que no atinaba a acertar con la voz. Me dijeron que quizá estaba rezando al dios de la escalera, el que aparece en todos los pasillos de las fiestas que organizamos, el que se representa en forma de canción los sábados por la noche, en plena recogida, el que me habla cuando, tras una esquina y un despiste, percibo la sombra de Notre Dame, entre los árboles y los puentes.

La rueda delantera de la bicicleta se había roto por completo. Me ayudaron a levantarme. Mis piernas respondieron y tuve que cerrar los ojos para no marearme. Seguía sangrando. Mi respiración se recomponía. Pero la ciudad era distinta a un metro sesenta de altura. La ciudad volvió a ser la misma de siempre. La de los estudiantes perfectos vestidos de azul. La de los cigarrillos liados a destiempo. La de los fuegos de los amantes ajenos.

Si les soy sincero, nunca hubiera imaginado que el paraíso estuviera tan a ras de tierra. A apenas unos centímetros del alquitrán y los orines de perro y de borracho.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Domingo de Carnaval





Algunos lo están escuchando desde la mañana. Se levantan, se enjuagan los ojos con el primer líquido que encuentran y se asoman a la ventana. Al dios de la escalera y al de los bajos fondos. Al dios de los atascos y de las colillas mal apagadas en el metro. Gracias por hacer de esta tarde de domingo un cielo más azul que el asfalto en primavera.

Los tranvías cruzan las calles y las hacen paralelas. ¿Quién se sube en ellos? ¿Quién baja con una barra de pan, o con un ramo de flores que acabará en una cama desecha y olorosa a flores? Somos todos nosotros, los que ocupamos las calles, los que hacemos sonar la música (si, la hacemos sonar, no la escuchamos). Somos nosotros, los que paramos la calle este día y llamamos a la policía para que acordonen la zona. Las trompetas soleadas a un lado, los tambores de piel de colores en otro lado. Las cervezas están corriendo de boca en boca y parece que ninguna gota llega a caer al suelo.

Giramos por la avenida. El cementerio de Pére Lachaise adquiere un carácter distinto a todas las otras veces. Pienso en la checa que me trajo el frío, y en como cada epitafio parecía una casa deshabitada. Pienso en mi hermano y en cada historia que se rompía contra el mármol y la lluvia. Pero esta vez es distinto. Queridos dos, ahora se escucha un sonido diverso al de las hojas barriendo el polvo y el granito. Ahora la gente baila por las calles.

Por la izquierda, entrando en el barrio de Belleville, se acerca a nosotros un grupo de personas vestidas de caballeros medievales. Todos llevan cascos y espadas de maderas. La mano derecha libre para una botella de tequila, o para agarrar los dedos de la pareja improvisada. Las fortalezas que asaltar hoy no se llaman castillos o imperios, hoy se llaman facturas, hipotecas y Jasmine Trinca. Detrás de nosotros, un coche descapotable sacado de un desguace toca el claxon y deja la marca de sus ruedas en los pies de todos los transeúntes. Sobre él dos chicas bailan casi sin camiseta y con un ritmo muy alejado de cualquier música que suene. No son guapas. Pero nosotros tampoco.

Escuche, señor, ¿Usted sabe el camino de todas estas vidas? ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué han dejado por un día sus trajes de chaqueta, sus corbatas, su malhumor en la espera del metro, sus batas de enfermeros del ánimo y de la luz? ¿Por qué París no es siempre un domingo de carnaval, y hace sol, y la gente sonríe, y si se chocan hombro con hombro, no mascullan injurias y profecías, sino que brindan con una cerveza? ¿Por qué, señor vestido de puta de los años veinte, por qué las calles hoy parecen más grandes que nunca?

Dejamos atrás el cementerio. Adiós señor Delacroix, mucho gusto Jim Morrison, conde de los experimentos alucinógenos y del sexo bíblico al aire libre. Nos veremos pronto, señor Miguel Ángel Asturias, en una clase de Granada. No dude en escribirme, señor Largo Caballero, comprendo mejor que nadie ahora mismo lo que puede significar estar en el exilio (pero el mío es necesario y voluntario). Y en el reino de los vivos la vida sigue diferente. Comenzamos a bailar poseídos por un ritmo extraño. Las máscaras las llevaba cada uno en su interior. Empiezan a aparecer por todos lados amigos. Números de teléfono que nunca llegan al móvil. Vámonos al vasco, que se está haciendo tarde. Desde las ventanas, abiertas y llenas de niños y viejos, se tira confeti. Tú, que el vasco siempre se llena. Vámonos dos. ¿Por qué París no será siempre una fiesta de carnaval? Los muertos con los muertos, los vivos con los vivos. Los colores todos en línea. Setenta y cinco por ciento del París que no pensaba encontrarme, encerrado en una calle. Y por unas horas ignorando que también existe el hambre y el mal en esta ciudad.

sábado, 5 de marzo de 2011

Viaje al fondo de la noche



Conducía por la ciudad, sonámbulo. Giraba en cada esquina dejándose llevar, invadiendo un poco el carril contrario, a esas horas de la noche, vacío, y miraba impasible las farolas pasar por el otro lado de la ventanilla, como si fueran luces de una guerra a la que no ha sido llamado.

Bajaba los cristales. Absorbía el aire fresco de este invierno, hecho a base de despedidas rotundas y plazoletas vacías y paradas de autobuses. En cada baldosa hay una pareja besándose: los gorros sobre la cabeza que se dejan caer con un movimiento improvisado al suelo, las manos que escalan hasta las mejillas, eso que nosotros llamamos frío, cuando estamos detrás de una cerveza y sabemos que nada de esto es verdad, que solo sale en las canciones.

Un cigarro. Tres caladas. Saca otro del bolsillo. Era el último. Las tres caladas eran la última. A veces ocurre que ves una sombra más alta de lo normal. Y él detiene su coche, como si fuera un paso de cebra. Apaga las luces y deja sonar la radio, lo que esté pasando por el dial. Y la ciudad se vuelve totalmente distinta. Se incineran los monumentos con sus volúmenes de majestades pasadas, el asfalto se vuelve una alfombra para mendigos y borrachos, y la necesidad de seguir girando por la ciudad te atrapa hasta que la gasolina aguante. Y el señor se acomoda en el asiento. Cierra los ojos y sabe que no está solo del todo, que aquello que perdió no volverá más. Se lamenta. No está solo del todo. París se le representa como una prostituta.

Tío, me gustaría tenerte a mi lado esta noche. Tú conducirías. Eso es lo que te gusta a ti. Elevas la marcha cuando pasamos Denfert Rochereau y la maquina se desliza suave justo cuando Port Royal se convierte en tres calles hacia tres vidas diferentes. Estas son las carreteras que siempre hemos buscado. Estas carreteras que se alejan de las personas, que se alejan de los sentimientos más ocasionales. Las carreteras de los amantes que se desprecias, de las chicas que se vuelven solas a sus casas y llorando, las carreteras de los taxis en doble fila y de los inmigrantes que buscan su casa detrás de un cartel publicitario o en la geometría de una estrella ya apagada.

A mi me da igual qué parte de la tierra sea esta. Como si es el infierno. Yo te veo a ti, conduciendo como si caminaras sobre seda. Es el infierno, querido amigo, este infierno que tú y yo imaginábamos en otros infiernos más desolados, sin chicas a la que gustar, sin calles por las que atraparnos, con horarios y explicaciones.

Atravesamos varias veces el mismo puente. Seguro que de tantos siglos de trayecto que ha tenido, se caerá justo cuando nosotros lo pasemos. Estamos destinados a nadar dentro de las algas del Sena, esas plantas que deliran dentro de los cuerpos de los ahogados. Metes la marcha. Ha cambiado la música. Esto es París pero podría ser Chicago de los años sesenta, o el Liverpool de la resaca. No te confundas, amigo. Esto es París y no tiene más nombres.

Yo estoy llorando. No sé tú. Estoy llorando. Solamente espero que antes de salir del bar ese chico le haya pedido el número de teléfono a la señorita que no dejaba de mirarle, que se acodaba en la barra como esperando una propuesta de matrimonio que comienza con un nombre mal entendido. Yo estoy llorando porque él la acompañará a casa y ella no se atreverá a invitarle a subir. Eres un romántico. Mira por la ventana. El cristal se empaña con la respiración. La respiración es un elemento de París que fácilmente olvidamos. Pero todo esto en la mente. Respiramos porque giramos con el coche. Estamos en el coche porque es la París que creamos hace muchos años, en las calles más hambrientas del planeta.

No hay paradas en la noche. La gasolina aguantará unas horas más. Las chicas siguen recogiéndose solas. Siguen las escaleras vacías hacia ventanas abiertas. De las cúpulas nadie sabe nada. ¿Este viaje lo hemos hecho ya antes? No lo sé, amigo, pero hay cristales que no empeñan la soledad de dos vidas encontradas, por la casualidad de las carreteras.

Oh Paris, tu bellísima puta histérica. El hombre aparca el coche. Desciende. Tú estás en otra ciudad diversa, donde la gente habla mi lengua pero no mi idioma. Pero esta noche hemos recorrido ese trozo de vida asfaltada que nos prometíamos cuando no sabíamos conducir. Y fue París, la prostituta que nos prestó sus ruedas durante un momento que mi cabeza escuchó de una canción.

martes, 1 de marzo de 2011

La storia



La historia somos nosotros. Somos nosotros quien hacemos la historia. La historia es un coche que se deja llevar a las dos de la mañana en el Barrio de San Lorenzo, entre antiguas barricadas comunistas y farolas trasnochadas. La historia es el cruce de una calle, es el árbol que se dibuja en Rue Mouffetard antes de dejar de ser rue. Es mirarte los bolsillos de la chaqueta tras dos meses y encontrar un número de teléfono que creías perdido. Es una parada de metro que se hace suspense antes de que se abran las puertas, justo en el momento precedente al que sigue a la música de tu aparato electrónico.

La historia somos nosotros. Encontrar en tu habitación, vacía a fuerza de noches de pensamiento y billetes rotos, un libro que leíste hace años. Es quedar en una cafetería con la persona equivocada. Asistir a las clases de la universidad sabiendo que no entenderás nada de lo que digan, y que lo importante es entender lo menos posible. Es un pasaje de avión hacia alguna parte de Italia, con su vuelta a París. Es una noche mirando Notre Dame desde Shakespeare and Company y observar que el perro de la cocina te está mirando a ti, y que tu miras las torres y el río, pero el perro te está mirando a ti. Es una botella de vino que no quiere abrirse con los dedos porque no tienes abridor. Es un cuadro del Louvre al que le sacas un nuevo movimiento de boca.

La historia son ellos también. La historia es que ayer murió la musa de Bob Dylan, esa que no sabía cantar ni bailar ni pintar ni escribir, pero que tenía una pose bonita. Y algunos dicen que no tenía ni una pose bonita. Pero tú escuchas una canción del viejo Bob y la ves a ella, caminando agarrada de su chaqueta y fumándose fumar toda la calzada. La historia es que tú escuchas Lay Lady Lay y ves su rostro en todas las caras femeninas, como si ella fuera un todo. Y sientes la canción en los raíles del metro y debajo de las autopistas. La historia es una tarde arqueológica en el Aventino y sentir que la vida no tiene más que decirte porque lo está diciendo todo ya. La historia es despreciar el lujo de París, y preferir las aceras encharcadas de orina y de alcohol a los grandes comercios de joyas y cafés industriales.

La historia es volver a París, después de cinco años que fueron una semana, y escuchar una nota de Jazz como si te hablara tu padre desde la distancia de los siglos. Es recogerte solo a tu casa, a lo Bruce Springsteen, con las manos en los vaqueros, come un Killer sotto il sole, y comprobar que los caminos se hacen más largos que nunca y más oscuros que nunca.

La historia es París, es que mi amigo se haya encontrado de repente a su argentina, con la casualidad de las discotecas y las cervezas de más de las doce, que todas las aguas del planeta se destronen de sus cauces, que los etruscos sigan despertándose de sus tumbas cada martes a las once de la mañana y que por La casa del sol naciente siga saliendo el Sol.

La historia, queridos amigos, es un entrada a Coldplay que se convierte en una semana de autostop hasta Venecia. La historia es una mirada tras los cristales de un café. La historia es casualidad. Es un color surgido de la noche. Es mirarte al espejo y decir: carajo, que grandes somos con poco.