martes, 2 de noviembre de 2010

Autostop por el Loira I: Brown eyed girl (Orleans).



Los tres amigos se levantaron muy tarde el sábado. Estaban en París, después de una noche de pintura en la cara y de asaltos a la embajada americana. Se miraron a los ojos y en sus rostros faltaba algo más, algo nuevo. Jimmy, Ringo y Egos fueron sus nombres durante esos días. Después nada se supo de ellos.

Rondaban las cinco de la tarde y Ringo contempló una idea. Partir hacia donde fuera, muy lejos del Sena y del Periferique.

Miraron las carteras: final de mes y una tarjeta con agujeros negros en el centro de los dígitos. Pero en todo había solución.

Agarraron dos pares de camisetas, unos calzoncillos limpios y disputaron los lugares más recónditos de Francia. La Francia profunda y vagabunda.

A las ocho de la tarde llegaron a la estación de tren e hicieron autostop (un derivado del autostop normal, concertado por Internet previamente). Vieron acercarse a ellos un señor de mediana edad, calvo, que torcía

una ceja por un tic nervioso, como si presagiara una tragedia. Ellos pensaron que se trataba de un terrorista checheno en pleno apogeo de locura. Se miraron los unos a los otros y todos bajaron la cabeza, rezando encontrar otro conductor. Recordaron aque

llas historias de peliculas de serie B en donde un grupo de amigos acaba en el lateral de una carreta con un disparo en la nuca. Pero tras el terrorista vino una señora que respondía al nombre de su señora y un niño pequeño que se quedó dormido en el coche.

Abandonaron París ya de noche, una ciudad que les parecía extraña y de la que querían salir corriendo.

Y llegaron a Orleans, la ciudad de Juan de Arco, equipados con botellas de Gin barato y envenenado, a un albergue a siete kilómetros de la ciudad. Se acercaba el día de los difuntos.

Entraron en la recepción del hotel. Eran las once de la noche y el hostal olía a una mezcla entre formón y comida de centro comercial. La habitación no estaba mal, aunque se asemejaba bastante al camarote de un submarino. Diez euros la noche no daban para más, pensaron los tres colegas.

Salieron de su habitación y cogieron el tranvía. Estaba vacío y lleno de malos pensamientos a la vez. Penetraron en la ciudad y había un desierto de silencios. Algunos despistados franceses, que tornaban a apagar su sueño de sábado noche, se despedían de las calles. Y los tres amigos continuaban caminando, sin saber a donde ir: una calle oscura a la derecha (demasiados malos pensamientos hoy para descubrir lo que hay), un bar cerrado a la izquierda, en el centro una estatua de Juana de Arco, la señora que los amigos imaginaban como una transexual, y el reloj que no pasaba sus horas.

Encontraron una calle que parecía animarse. Jimmy no podía dejar de pensar en los difuntos de París, mientras Egos y Ringo vaciaban la botella y explotaban unas cervezas compradas a un paquistaní. Este no es el espíritu, se decían los unos a los otros.

Nada parecía arreglarse. Las calles seguían muertas. Ya no quedaban luces y pidieron un taxi. Al llegar de nuevo al hostal los tres amigos percibieron que un hombre traficaba con una sustancia que no acertaban a adivinar, y que una mujer estaba tirada en la escalera de acceso a los dormitorios, comiendo como una cerda hambrienta y gritando cada vez que conseguía tragar. Los tres amigos echaron a correr y cerraron con llave su cuarto.

Uno de ellos, como de costumbre, no cerró los ojos en toda la noche, escuchando los ruidos que venían del exterior.

Por la mañana pagaron la habitación y se fueron corriendo, en busca de una ciudad con menos silencio y menos noche, sacando el dedo pulgar pegado a las carreteras, muy cerca de donde el Loira se hace castillo y leyenda del día de los Difuntos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario