martes, 14 de diciembre de 2010

Historia de un paso de cebra (II): El camino de Winston Churchill


Estas cosas no suelen salir bien, pensaba Vincenzo cuando se despertó aquel diez de Diciembre. Pero tal vez si. Todo puede cambiar. Aún tenía fiebre. La había guardado durante toda la semana. Terminó de hacer su equipaje. Metió las pistolas en el bolsillo grande y las tapó con una toalla que no usaría. Se miró al espejo y vio un rostro sudado y empequeñecido. Le costaba controlarse.

Francesco no había dormido nada cuando apareció por la estación Gare du Nord, con un sombrero de pirata y las pupilas dilatadas por el alcohol. Se mantenía callado, con una pequeña bolsa que sostenía su mano y algo de comer para el camino. Andrea llegó junto a mí, con un frío sobrepasado en las orejas. Él estuvo parte de la noche pegado a la barra, bebiendo como nunca, como los enfermos. Yo apenas tomé un trago.

Entramos en el tren. Dos cerraron los ojos y dos no. Teníamos asientos separados. Si Hitler hubiera contado con este medio de transporte para ir a Londres ahora en Inglaterra se hablaría alemán, o no se hablaría, pensó uno de nosotros, pero en verdad, si este túnel hubiera existido con los romanos, probablemente no existiría la hora del te ni las libras esterlinas.

Fue un instante, un segundo, el tiempo que un pensamiento prende en lo más profundo del cerebro y sale al exterior por medio de la palabra. Ya estábamos en Londres, en la estación St-Pancras. Nos miramos extrañados. Era un día soledad. Todos miramos el calendario y en todos se aseguraba el mes de Diciembre, con una hora menos que antes, pero era Diciembre. Y el cielo era azul, como en los Agostos más tropicales.

Caminamos hasta el albergue. No hablábamos mucho. Estábamos nerviosos por la misión que debíamos cumplir. Andrea se paró a tomar un café y todos le acompañamos.

Y todo me vino de repente, como un golpe de whisky que se toma por azar, sin aviso, a palo seco y que entra por la garganta y te quema por dentro. Era la misma ciudad que años atrás me había fascinado, con sus gentes diferentes y a la vez iguales, con la viveza de las calles que nunca descansan, con las afueras hechas centro y los gentleman con los sombreros y las corbatas allanando el camino de los ingleses. Y vi a mi hermano, cerca de mí, pero algo retirado. Este trabajo lo debía hacer yo solo, con los tres camaradas italianos. Pero el diez de Diciembre me venía siempre a la cabeza, el día que se da el premio Nobel, el día que visité Estocolmo, el día que nos dejó mi abuela, el día del asalto definitivo a Londres.

Y esperé encontrar una ciudad devastada por las bombas. Esa ciudad fustigada día y noche durante los años cuarenta, con escenas de héroes tras los escaparates, con palas, viviendo en el metro, y postales de los monumentos ennegrecidos y derruidos, con ese señor gordito que hacía de presidente, fumando otro puro y moviendo las manos como si escondiera algo importante. Y después otro puro, y después otro, como si fueran manzanas, como películas en blanco y negro, y otro, y otro.

El café sonó más veces aquel día. Nos adentramos en Notting Hill, giramos la perpendicular del gran parque y nos adentramos en Portobello Road. La calle estaba semidesierta, como si alguien hubiera avisado de nuestra llegada y todo el mundo se hubiera ido a esconderse en sus casas de dos pisos. Algunos comercios seguían abiertos y se vendían réplicas de Picasso y de Rembrandt, a la par que balones de futbol de los años treinta y relojes de pulsera plateados. Estuvimos toda la tarde deambulando por esas calles grises y de chimeneas, y todos nosotros, los cuatro, muy dentro, pensábamos que había una misión que cumplir, una vieja tarea, una cuenta pendiente con la vida. Nos hablaron hace tiempo de un paso de cebra que fulminaba la vista en Londres, no muy retirado del centro. No aparecía en los carteles, no se ubicaba en los mapas.

Van a tener que correr mucho esos cabrones para agarrarnos, dijo Andrea minutos antes de que Vincenzo, fumando otro cigarrillo, me sostuviera del hombro para indicarme que esa chica que cruzaba la calle por el otro extremo nos había identificado.

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