lunes, 13 de diciembre de 2010

Historia de un paso de cebra (I): El atraco al banco.


Ellos, a esas horas, deberían haber terminado de robar un banco, a punta de pistola, de esas que se clavan en las nucas y en las frentes y te dejan seco, sin respiración, sin más aviso que los estruendos y los gritos. Tal vez esa noche en realidad ellos no hicieron nada de eso, sino que frecuentaron uno de aquellos bares de señoritas del amor, de esas mademoiselle que te hacen contar toda tu vida en una hora, desnudo, a los pies de una cama ajena.

Pero aparecieron misteriosos, esperando en un paso de cebra atravesar una calle, cerca del Hotel de Ville, justo en la primera tangente con Sebastopol. E iban solos, los tres, con abrigos diversos y confundiéndose en la oscuridad, como pistoleros salvajes, ladrando en silencio y escupiendo en cada calle al torcer la esquina.

Serían las doce de la noche de un día del mes de Septiembre. Lo recuerdo perfectamente. Esa tarde había ido al Louvre con una chica con la cual creía que podía pasar algo. Cenamos en un restaurante barato, en un costado de Saint Michelle y más tarde compramos una botella de vino y la bebimos en las orillas del Sena. Cuando la acabamos ya no quedaba nadie en el paseo y los patos estaban demasiado borrachos y drogados para emitir sonidos. La acompañé a casa y le di un beso en las mejillas. Yo esperaba algo más. Siempre espero algo más del resultado obtenido. Pero esa noche todo fue un beso en las mejillas.

Yo me dispuse a volver a casa, pero recibí la llamada de un amigo. Dos españoles me esperaban en Rivoli para terminar la noche con unas cervezas tibias. Agarré el último metro, el más rápido y mentiroso, y llegué al punto de encuentro, con algo de desilusión y de embriagadse en el cuerpo. Solo quería despejarme y no irme a dormir con la cuba y el calentón de la derrota.

Entramos en un bar. La música era una mierda y había un cocodrilo en la entrada que nos daba la bienvenida. Tras cuatro cervezas no sabíamos si quedarnos a beber más o a despedir la noche en otro bar. Lo dejamos todo para la diosa fortuna. Tiramos una moneda al aíre y esta se cayó tras la barra. Salimos. Nos echaron. No contábamos para la ciudad.

En la calle nos esperaban unas chicas que en aquel momento nos parecían interesantes. Ahora mismo no mucho. El tiempo cambia todas las perspectivas. Y de lejos vimos llegar a los tres pistoleros. El de la izquierda era muy alto y moreno, con los ojos pequeños y oscuros. Su piel era morena y se podía confundir fácilmente con un turco o un habitante de oriente medio. Su nombre correspondía al de Vincenzo. El del centro tenía una extensa barba pelirroja y el pelo encrespado, como un soldado viquingo. Su mote era el de barbone, pero su nombre verdadero era el de Francesco y tenía una mirada que escondía mucho más de lo que dejaba ver. El tercero era pequeño, muy bajito. Verdaderamente tenía estilo al vestir y movía constantemente su pelo, como un resultado del viento. Andrea, el chico de Latina, amante de los coches.

Nos presentaron y el momento fue frío. Calculado. Yo iba pasado de rosca y ellos se presentaron muy tímidos. Ellos, esperando al otro lado del paso de cebra, a que el semáforo indicara el monigote verde, y nosotros, los tres españoles, mirando esas tres siluetas misteriosas con pinta de película de gangster.

Volvimos a vernos a lo largo de toda la semana. Las relaciones se intensificaron. Yo solía ir a casa del barbone a cenar. Ellos hacían la pasta y yo llevaba el vino y la barra de pan.

Un día, ya en el mes de Noviembre, entramos por casualidad en Gare de Nord y vimos una oferta: París-Londres, 70 euros en tren; dos horas y media de trayecto. Empezábamos a conocernos, a saber las manías de cada uno, a saber soportarlas. Hicimos una cola de diez minutos y esa noche celebramos en casa de Vincenzo que teníamos cuatro billetes para ir a Londres. Pero para aquel viaje aún quedaba un mes todavía. Faltaba un mes y muchas cenas con cigarrillos revestidos y muchos bares que cerraban sus puertas en nuestras putas narices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario