jueves, 20 de enero de 2011

Fashion Marketing



Supongamos que yo tengo una hermana de veinte años a la que le gusta pasear por las tardes, después de salir de la facultad, y a la que le apasiona tanto la moda que estaría dispuesta a dejarlo todo por venir a estudiar a Paris a una escuela especialmente glamorosa.

Supongamos que desciendo con un amigo en la línea de metro 7, en la parada de Poissoniére, justo en el Boulevard Lafayette, y que marchamos por toda la calle como si fuéramos dos extranjeros despreocupados de exámenes, muertes prematuras, hipotecas, y que están buscando entre las telarañas de números impares el “Institut Supérieur Spécialisé de la Mode de Paris”. Estas dos suposiciones son primordiales para continuar con el hilo de la historia y no perderse entre datos y sentimientos de culpa.

Pero la trama empezó a construirse con una semana de antelación. La ciudad: la de siempre. Nuestra maravillosa y nocturna París, en una discoteca debajo de un puente (si, en España esas zonas están reservadas para vagabundos, locos, suicidas y buscadores de botellas vacías, pero en París es diverso). Mientras yo estaba siendo rechazado por una italiana que votaba a Berlusconi, mi amigo en cuestión estaba presenciando su vida en un espejo, el éxtasis, lo que la filosofía alemana llamaba “su otro yo”, el límite donde empiezan todos los bordes del universo… y Ella hablaba argentino. Yo nunca le vi la cara, pero la noche se quedó como un rumor de pasos, como una tormenta justo antes de la calma. Mi amigo desapareció y con el acabo la noche para todos. Él volvió solo con sus huellas en el suelo. Yo sólo con las mías, y un número mal entendido.

Ahora ya tenemos los antecedentes: una argentina venida de las profundidades de la belleza, mi amigo, enamorado perdidamente, y yo, con mucho tiempo libre para pasear por Paris y con una imaginación desbordante.

Y llegamos al día de hoy. Una tarde en la que debería estar en clase de poesía latina, mirando a la ventana el reducido sol de Enero y sin enterarme del idioma que me rodea en la universidad. Pero no. Agarramos esa parada de metro. Mi amigo recordaba que Ella estudiaba algo de moda, así que buscamos todas las escuelas de moda del centro de París, y por descarte localizamos exactamente la suya. Era en el barrio de la Opera. El barrio de los ricos. Allí no nos quieren a nosotros, que somos hijos de millones de crisis. Ni hablar. Hay que ir. Es Ella Pepe, es mi otro yo, y los amigos y París somos irrepetibles. Mi amigo tenía razón. Por los amigos se mata.

Tras quince minutos de semáforos en rojo, dimos con la encrucijada exacta. Yo me ajusté a mi papel. Aclaré mi garganta. Volví mis ojos hacia el francés y llamé al timbre. Tras unos minutos de suspense asesino, una secretaria entrada en la edad de no poder vestirse más como una adolescente nos abrió la puerta. Y allí empezó el recital. Le expuse mi caso a la señora; una hermana que estaba en España y que quería estudiar en esta prestigiosa escuela de moda. Hablé sobre mi familia: una madre que había estudiado en la el Instituto de Estética Walter Veltroni, antiguo alcalde de Roma derrotado por Berlusconi (evidentemente, no existe tal escuela, pero es curioso pensar que Berlusconi apareciera aquella noche en la discoteca en forma de voto negativo con la chica, y que asomara en esta tarde como una mentira piadosa para mi amigo). Mientras la secretaria me atendía con sumo interés, mi amigo buscaba por toda la universidad una lista, un documento, una foto, una clase, un rostro, algo que le portará de nuevo ante su Ella, ante su Yo mismo. Arrancó dos hojas de una libreta y escribió seis nombres: las sospechosas de ser argentinas (normalmente por los dos apellidos).

Tras unos diez minutos inventándome una vida que ni siquiera me gustaría tener, mi amigo me hizo una señal con la cabeza de que ya había tomado la información necesaria. Le dimos las gracias a la secretaria, tarareando Forever Young del viejo Dylan y mirando de reojo tras el cristal, donde treinta chicas jóvenes, ejemplos de cualquier amatoria, se apoyaban sobre cuadernos y bocetos de temporadas pasadas.

Afuera París nos dejó una tarde quieta, con el sol detenido entre los edificios modernistas y los cafés con sus parejas amándose. Y recordé cierta sensación vivida en Florencia, otros veranos, cierta sensación que se expresaba en los ojos de mi amigo y que también hablaba en argentino. Algo mezclado entre ilusión y fechoría. El amor es algo parecido a la picaresca. Tiene que estar cerca.

El café nos pareció más bueno que de costumbre, y teníamos la sensación de que las parisinas, con su indiferencia, nos pedían a gritos que las miráramos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario