domingo, 23 de enero de 2011

La Taberna Vasca


La radio que pasa en el dial, como si transportara una vieja canción. Carajo, estamos en París y afuera hace un frío de mil demonios. La gente fuma en las entradas de los edificios, en los pórticos que llevan hacia fiestas de ensoñación, con agrios vinos sin sabor a vino y con amantes futuras apoyadas en las sillas de espaldas.

Y nosotros, querido amigo de tristezas que se vuelven, de repente, en alegrías, estamos dentro de esta taberna vasca. Carajo, estamos en París y aquí dentro se respiran mil grados de historias ajenas y riojas embotellados en cristales franceses.

En Place de Italie los coches van poco a poco desaparecieron. Quién nos diría que un miércoles a las once de la noche estaríamos buscando morada, alejados de cualquier tipo de extravagancia. Hoy no te mires la cartera porque esta noche la siento realmente especial. No importa el dinero. Hoy comeremos como auténticos franceses. Deja tus libros en la bolsa porque esta noche la filosofía la haremos nosotros. Y brindaremos. Y tras brindar brindaremos de nuevo.

Mira hacia la izquierda. El camarero nos manda que nos sentemos junto a esas dos bellezas nórdicas. Seguro que alguno de nosotros terminará casándose con una de ellas. Pero tranquilo, me conformo con sacarle un saludo y una sonrisa al despedirse. Exígete, italiano, que ambos merecemos más que una sonrisa a plazo fijo.

Querido Vincenzo, a ti te veo, ya muy lejos de estas nieves parisinas, lejos de tus quirófanos de operaciones y de tus noches en la Opera escuchando la Pasión según San Mateo, te veo siendo un hombre que siempre observar hacia atrás. Tu mujer será maestra, dará clases de alguna lengua extranjera en un pequeño instituto en el centro de la ciudad y tú te especializarás en enfermedades mentales. Tendrás un ático muy bien amueblado, en el centro de nuestras ciudades, en Roma. Pero Vincenzo, mirarás a esa cristalera tan preciosa, y verás la cúpula de San Pedro, y te preguntarás por qué no escogiste otros caminos. Te preguntarás dónde quedó África con sus vacunas escasas y sus cataratas de hambre y de sed; el viaje por Marruecos, montados en un camello y fumando sobre cientos de alfombras y de dunas; y todas estas tardes caminando por el Sena en la búsqueda de algún café.

Y tú, querido Pepe, ¿Qué será de ti? Veo en ti los reflejos de una pequeña ciudad en la Toscana italiana. Una ciudad sin muchos alborotos. Una casa humilde pero suficiente, con una mujer venida de los países guaraníes, donde las palabras más coloquiales y las conversaciones más triviales se vuelven literatura. Y claro que la amaras, Pepe, como a nada en el mundo. Pero volverás la cabeza muy de cuando en cuando, hasta convertirse en una enfermedad terrible, a lo que llamaremos melancolía, y te dirás que dónde diantres han quedado todas las noches mirando los movimientos curvados de los cabellos de esa diva francesa que iba por las noches a sentarse a Notre Dame; y donde han quedado tus vidas en Cuba, bebiendo café y sentado bajo la sombra de un árbol tropical, viendo pasar motocicletas y perros felices; y sobre todo, te preguntarás qué has sido de todos esos libros que un día juraste escribir encendido por un endemoniado frenesí de experiencias, y que por aquellas alturas, ya habrás olvidado.

Queridos amigos, ¿Sabéis porque en un futuro no seremos felices? Porque en noches como está, donde en el exterior, en París, un miércoles, la ciudad nos recibe con menos tres grados, mientras vosotros dos os resguardáis en una taberna vasca, pagando una cuenta de cincuenta y tres euros, con una botella de rioja y dos vasos de Calvados, en una noche así, a pesar de la sonrisa efímera de la nórdica, vosotros, Italia y España en una misma mesa, fuiste dichosos, y conocisteis la felicidad.

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