miércoles, 1 de septiembre de 2010

Traslados

En el distrito quince de París, junto a una panadería, una lavandería y una tienda de alimentación árabe, he pasado los dos meses más extraños de mi vida. El número 77 de la Rue de Lourmel es un lugar acogedor, dibujado por un jardín interno donde las palomas y los cuervos batallan todas las tardes por las migas de pan que cualquier vecino deja posar sobre la hierba. Pero es ante todo un lugar silencioso.

Para un hombre mediterráneo es difícil acostumbrarse a este silencio que lo envuelve todo, que hace que oigas tu propio plato con el choque del tenedor en las comidas, que hace que sientas tu respiración, diecisiete veces por minuto, que hace que los aviones que vuelan el cielo parezcan motocicletas de barriada.

Y mi casa ha sido, para bien y para mal, estos trece metros cuadrados desde donde siempre os he escrito. Pocas personas en el mundo pueden cocinar, ir al servicio, dormir, leer, comer, soñar y limpiar sin moverse del mismo sitio. Yo soy uno de ellos.

Ahora me esperan otros rumbos, una residencia de estudiantes donde por lo menos el dialogo con los seres humanos será obligado. Aunque parte de mi yo parisino (lo que pueda tener en estos dos meses de estancia) se quedan aquí, junto a las dos vecinas hermanas y obesas (yo creo que por el olor de sus cuartos debían padecer el síndrome de Diogenes) con sus dos adorables perros, Puschi I y Puschi II, que cada noche me acompañaban en el jardín para charlar sobre el estado de la temperatura. Y también recordaré al fanático de los cigarros, que todas las noches paseaba por el jardín hasta las tres de la mañana, fumándose dos cajas por noche (el primer mes creía que era un asesino psicótico), o los vecinos de arriba, un joven matrimonio de africanos con un bebe, en los que se alterna el llanto del niño por las mañanas, y el sonido de los muelles del amor por las noches. Les puedo asegurar que tras conocer sus historias, y sólo de pensar que un matrimonio con un hijo viven en los mismos metros que yo, a uno se le quitan las ganas de quejarse. Y por último, el jardinero, un hombre que ama su trabajo por todos sus costados y cuya máxima aspiración en la vida es acostarse con una de las hermanas Puschi.

Cada uno tiene su historia particular, su vida, y yo simplemente he sido un párrafo más, otro transeúnte que aparece y desaparece cada verano. Unos van, unos vienen. Así es la vida. Una mañana en este apartamento, mañana en otro. Echaré de menos tanto silencio.

3 comentarios:

  1. El suelo de ese estercolero tampoco estaba mal. Duro, horizontal y repetitivo

    ResponderEliminar
  2. aunque creas que no, yo lo caté durante una semana

    ResponderEliminar
  3. Esto empieza a holer a mieeeeeeeeeeeeeeerda

    ResponderEliminar