lunes, 8 de noviembre de 2010

Autostop por el Loira II: El camino de Elvis (Tours)



Y los tres agarraron sus equipajes, espantados por los gritos de la noche anterior, por los pasillos amarillentos

y las escaleras que acababan en bolas de grasa. En la salida el cielo se componía de ligeros toques helados. Miraron sus billeteras y seguía el mismo hambre de siempre, pero el sueño de nunca. Los ojos rojos y la ropa sucia, y agarraron sus equipajes en busca de más kilómetros.

Volvieron a sacar el dedo índice al viento y dejaron atrás Orleans. Esta vez paró un chico joven. Era de día y había cambiado la hora en el reloj universal. El chico joven puso la radio y sonaba una música satánica, parecida a la que suena en los antros más amargos y turbios de Berlín. Egos y Jimmy se acomodaron en la parte trasera del auto e intentaban dormir. Demasiada noche la última. Ringo intentaba mantener un dialogo con el conductor satánico, que por no pagar peaje hizo un trayecto de tres horas en una distancia de cien kilómetros. En cada giro de carrera se podía ver el Loira y un castillo que se retorcía en el lento crepúsculo del río.

Y llegaron a una ciudad extraña, con pocas lu

ces pero con muchos aires del norte, con una arquitectura pensada en el frío medieval de la torturas. Tours decían los carteles de la entrada. Pagaron una noche en un hotel: una cama de matrimonio para tres personas. Ringo tuvo que entrar por la puerta trasera para no ser descubierto.

No tenían a donde ir. Hacía frío y había entrado Noviembre. Jimmy buscaba en las calles un restaurante barato y cada rostro que se cruzaba era un actor famoso, o un detestable compañero de clase. Egos miraba fijamente a las chicas, y las invitaba con los ojos a conocer no sé que historia de pasión y no importa qué.

Compraron unas cervezas baratas,

las más baratas posibles. Se reunieron en la plaza más simbólica, donde los jóvenes no perdonan una noche. Alguno de ellos pensó que en ese lugar celebraban las ejecuciones en la Edad Media, entre los árboles de hoja caduca y los maderos de construcción antigua.

Y de repente apareció un grupo de gente. Desconocidos, como todos en ese fin de semana. Una selección femenina de gimnasia rítmica mexicana se acercó a los tres mutilados del cansancio y de la guerra de la soledad y les invitaron a un trago, en un bar cercano y sin nombre.

La noche a partir de ahí se hizo sombras. A Jimmy no se le vio más y muchos temieron por su vida. Le vieron escapar del brazo de alguien hacia no se sabe qué destino. Egos se clavó en la barra del bar y discutió con el camarero sobre la última película de la semana y sobre el acento de las amapolas en Alemania. Egos se miraba al espejo y sonreía por las cervezas que estaba perdiendo en cada segundo.

Y la noche no avanzó más. Algunos podrán decir que murieron en el frío del Loira, porque siempre, cerca de los ríos, las ciudades parecen más solas y más tristes.

Los kilómetros siguieron y las carreteras se bifurcaron.

Quizá alguien hablará de ellos como tres circunstancias que sucedieron en un punto determinado, en el mapa más perdido de Francia.

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