jueves, 9 de diciembre de 2010

Ben Seni Sevdugumi



Unos días viene y otros no. Depende siempre del calendario. Algunas veces avisa de su ausencia, que no suele extenderse más de una semana. Otras veces aparece, fugitiva, con los ojos oscuros de bienvenidas y de mañanas de frío y paisajes requeridos en la pintura.

Y uno se acostumbra a verla pasear por los pasillos. La chica que vino de Turquía, un día de Septiembre, de primeros de Septiembre. Un día que al parecer, sonaba a verano. Y entró por la puerta de repente, en la clase de francés para inexpertos, con sus aires de mujer detenida en el tiempo, como si el Bósforo se exprimera en su pelo, entre la pizarra llena aún de tiza y los cristales que nos mostraban a una París todavía soledad.

Y al principio hablábamos, despacio, sin prisas. Nuestro francés nos daba para un café (azucarillos de papel y chocolate negro de regalo) y una despedida blanda e inestable. Pero pasaron los meses. Su francés mejoró rápidamente. Sus labios se movían a una velocidad sincera entre las erres guturales y las palabras mezcladas con el inglés. Y los cafés se fueron convirtiendo poco a poco en tes, en conferencias sobre lo bonito que sería visitar Estambul en verano, toda la costa Mediterránea, ver los puentes que penden sobre los dos continentes y dejar que el viento haga lo suyo en los ojos de ambos.

Pero Noviembre nos trajo días de absoluta paz, donde pasaban las horas por nosotros sin darnos cuenta, y otros momentos donde muchas tempestades se acercaban a nuestros caracteres, siempre opuestos, siempre atrayentes. Un Noviembre viendo todos los días la lluvia cayendo por el cristal, detestando como los que más la escuela, de la que somos partícipes y cómplices, visitando como el que va a un museo de historia la clase de francés, leyendo nuestros libros particulares, en lugar de atender a la profesora. Y Noviembre fue un descubrimiento para ambos. Fue la amistad entre la ensalada, los relatos de Andalucía mora, y el café diario de las miradas intensas. Era verla pensar, apoyada la cabeza en la ventana, y descubrir en sus ojos una atmosfera, otro París distinto al mío.

Escuché hace tres años en Granada una vieja canción turca. El cantante murió de cáncer cuando aún era joven. Cantaba en un dialecto del Mar Negro. Su acento me atrajo la primera vez que lo escuché. Era distinto a lo que había escuchado antes. Me dieron ganas de agarrar un auto y recorrer toda Turquía, al son de sus violines y de sus palabras incomprensibles. Una mochila medio llena, y un mapa por crear en la cabeza. La casualidad me hizo volver a escuchar esa misma canción a través de su voz, de la chica turca. Reconocí al instante el estribillo que salía de su boca; esa canción que decía en turco “He contado a todo el mundo que te amo, He contado a todo el mundo que te amo, tú bajaste las cejas ¿He matado a tu padre, a tu padre?” Y la intenté cantar en turco, y ella me ayudaba, pero se me resistía el idioma, y no parecía tener fin ese café que se renovaba cada día entre nosotros.

La semana pasada partió hacia su casa. Regresó a Estambul, a sus amigos, a sus pertenencias, a sus amores, a sus familiares, a sus puestas de sol, a sus pañuelos coloridos y sus pájaros volando sobre las mezquitas y las medias lunas. Volverá pronto, pero durante todos estos días he visto el comedor un poco más vacío, he visto más cantidad de nieve en la calle, más fría la lluvia. He visto los libros más pesados. He visto la monotonía más dura y sincera. Ella ha vuelto al lugar que le pertenece. Yo lo haré en breve. Los cafés se quedarán fríos, sin sabor. Los tés no serán nunca más alucinaciones y principios de viajes con sabor a vainilla.

3 comentarios:

  1. Nadie comenta nada pero en verdad todos morimos por una mujer como esta

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  2. No hemos conocido personalmente todavía, pero muchas gracias por tu comentario Julito .. Sin embargo, no estoy seguro de que todo el mundo muere una mujer como yo .. jejejejejej ...

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  3. Cuando mires a mi hermano me estarás mirando a mi.

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