jueves, 2 de diciembre de 2010

¿Cristo o Sócrates?

La noche anterior había sido una ventana abierta a Roma, como volver cinco años atrás, al verano de las plazas y de los soles entre las cúpulas de las iglesias.

Cuatro en la mesa: dos médicos romanos con los ojos llenos de vida, como gatos tirados entre ruinas y siestas de primavera; una espléndida sonrisa femenina romana, roja como las tardes de vino, y yo, que me sentía el más romano de todos. El restaurante era vasco y la bebida Rioja, para sentirse un poco más cerca de casa. ¿Mi casa? ¿París, Granada, Lorca, Roma? Mi patria la llevo en mí, como me dijo un catalán, pero esa noche me sentía más romano que nunca.

Agarramos el último metro, cantando alguna canción italiana al uso, a D’André, recitando unos versos medievales (el Tito Dante), cualquier cosa bastaba para estar juntos. Las caras en el metro solo reflejaban frío, ni tristeza, ni soledad, ni distancia, ni melancolía, solamente frío. Es difícil que exista algo diferente en estos días en París, algo distinto al frío y a la nieve.

El medico barbone nos abandonó pronto. Se fue con sus pensamientos y con sus guitarras en la frente. Que gran tipo se alejaba de nosotros. Fuimos a la casa de la esplendida sonrisa italiana, y nos sirvió un té a la canela, mientras continuábamos con nuestro callejero particular de París. El apartamento estaba situado junto al barrio de la Opera, muy cerca de la estación de Saint-Lazare. Con el segundo té nos acompañó otra sonrisa romana, la compañera de piso, y hablamos hasta el cuarto té de las diferencias entre las dos ciudades, de la suerte de poder vivir un año en París, y de los metros cuadrados de diferencia entre mi habitación donde escribo todas mis crónicas, y la felicidad espacial.

Y de todas las probabilidades posibles aquella noche para dormir, se dio la más sorprendente. Adivinen ustedes durante un segundo y seguro que hallarán la respuesta. A las dos y media de la mañana salimos el romano moreno y yo, hacia la última destinación de la noche, el estudio étnico de mi compañero de fatigas.

Esa noche dormí entre el suelo y una manta del tamaño de un folio, como un caballero medieval, rozándome con el frío por los pies y la cara, pero con unas vistas a las barriadas de París que muy pocos pueden aspirar.

Por la mañana el estudio estaba vacío. El compañero huyó hacia hospitales y libros de anatomía. Yo me coloqué la ropa del día anterior y sin mirarme al espejo caminé hacia mi clase de Historia del Mosaico. Allí me esperaban mis compañeros de clase: una veintena de profesores expertos en pintura medieval que discutían sobre el rostro que se representaba en el proyecto. Era un tipo calvo y con una toga, y a primera vista podía parecer el rostro de Sócrates. Estaba rodeado de seis personajes más, que se podían interpretar como otros filósofos. Pero el debate se inició con la posibilidad de que fuera Cristo, el hijo de Dios. Todos los profesores comenzaron a gritar y a esgrimir sus argumentos con desesperación. Se produjo una votación y el empate técnico entre las dos opiniones se militarizó. Un hombre de una barba apocalíptica se levantó de repente y agitando los brazos dijo que se podía tratar del rey Salomón.

Yo, con el frío aun entre las piernas y en el estómago, rompí a carcajadas y lancé una mirada de complicidad a la única chica que podía divisar con menos de treinta años.

Esta risa fue escuchada y me preguntaron en versión desafiante que de quién se trataba según mi juicio. Yo, tras muchas dudas, tras un silencio que se hizo mosaico, tras contemplar durante estos tres segundos de calma todas las calles de Roma rememorada la noche anterior, tras recordar los labios rojos como el vino parisino de la sonrisa italiana, tras sentir de nuevo el frío de la noche anterior y las barriadas humanas y de ladrillos que se extendían ante el estudio étnico del médico italiano, dije con seguridad. “¿Hay alguna duda? Se trata de Elvis.”

2 comentarios:

  1. Joder Yo(n) ¿Acaso se puede expresar mejor? Nuestra vida está en ese coche de señora emperifollada, en esa noche huyendo de lo de siempre y en esa vieja grabación hablándonos de nosotros mismos.

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