domingo, 5 de diciembre de 2010

La felicidad negra.


¿Cómo describir esta situación sin sonar pretencioso? ¿Que quizá en Londres, en Roma, en el sur de Pakistán, en la infinita China o en las estepas rusas de hielos y lobos condenados son más felices? Si, ese es un riesgo que corremos cada noche al salir de nuestros hogares.

Y los termómetros andaban locos por aquellos lugares húmedos y arcillosos de París. Pero nosotros a lo nuestro, terminando de cenar una pasta impersonal (la misma que comía cada noche en Granada); el salón Garric cada vez más repleto de gente (tampoco tantos, los de siempre y con algunas ausencias). Una noche incierta, como de costumbre. Sonaba más a vaso de leche y a la cama, pero todo se transforma. Apareció una guitarra de la nada, con sus brillos azules, con sus cuerdas como cuchillos. Y empezamos con un toque melancólico: Dos Gardenias, para aclararnos la voz y para hacer más cercana la distancia de nuestras vidas. Uno vino del otro lado de río, cruzando civilizaciones e historias comunes, contra el viento y los siglos. En sus ojos había parte de mí, parte de todos, y a la vez todos teníamos parte de él en nuestro habla. En su manera de cantar, en su manera de tocar la guitarra, había mucho de filosofía, muchas historias parisinas atrapadas entre sus dedos, desde todos los rincones, historias de guerras y de batallas no bélicas. Otros vinimos de países vecinos, países desangrados por guerras y por partidos de futbol e himnos nacionales en los mundiales.

La noche se puso más poética. Serrat acudió al rescate y nos enseñó que todas las madres deberían comprender a los locos de pelo largo (porque sus besos, de verdad, no son los besos del diablo), que el Sur también existe, porque sin Sur no hay vida, no hay guitarras, no hay París, y que la mujer más perfecta sobre la tierra se llama Lucia, y que debe andar escondiéndose en las profundidades de alguna ciudad extraña.

Para finalizar las andanzas musicales subimos un punto el ritmo del altavoz. Jorge Drexler nos hizo mirar por la ventana, comprobar que la Luna no se veía en el cielo, que empezaba a nevar sobre el jardín de la Cité Universitaire y que poco a poco habíamos olvidado cualquier atisbo de tristeza. La nuestra era una felicidad negra.

Los italianos cantaban castellano como si hubieran nacido en Valladolid y sin avisar, apareció la salsa por detrás de la puerta, y la noche en aquel salón improvisado se despidió a fuerza de años perdidos (ganados en esas horas). La salsa, el mejor alivio para los que no sabemos bailar, el ritmo que te hace mover sin importarle la procedencia, donde no te piden pasaporte ni edad para circular los pies.

El resto de la noche, lo sucedido después, las colas, los fríos, los metros llenos, los metros vacíos, las posturas ante las puertas, o las ventanas abiertas con miradas interesantes, el resto, ya no mereció la pena.

Todo fue imprevisible, y del plato de pasta sin sabor salió un argentino que vino de las tierras del acento inigualable y de los pensamientos inconscientes, con una guitarra, para demostrarnos, que con poco, con muy poco, aparece esa felicidad negra de la que todo el mundo habla, una felicidad entre tristezas, entre nostalgias, que se hace poderosa en un estribillo, en el sonido metálico de un eco, en las palabras llenas de seseo de un hombre venido, del otro lado del río.

1 comentario:

  1. Anoche la felicidad negra estaba en la pantalla de un bar, en un partido de fútbol de los años 80 en el Santiago Bernabeu entre dos equipos que son dos imperios, por un lado los bárbaros del norte, los Einstein, los Hesse y demás colisionadores historicos (Alemania), por otro los romanos, los tito pulo, espartacos y demás gladiadores (Italia). Ahí estaba la felicidad, en los años 80 y en saber que pese a esos pantalones cortos ese tiempo se nos escapó.

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