viernes, 3 de diciembre de 2010

Sobre Rusia, el amor y otros demonios.


Yo podría haber nacido extraordinariamente ruso. Utilizar el frío como un recuerdo familiar, como un toque melancólico al pasear por las calles, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, como una opción estética de esas que se presentan al mirarte en un escaparate. Pero no lo fui. Tampoco lo elegí. Y por eso la necesidad hace llegar hasta extremos insospechados.

Y luego llega el amor, en el cuerpo de dos personas. Ese ser oscuro y extraño que cambia constantemente de cara y que se queda atrapado tanto en una mano joven como en el rostro de una desconocida. Pero este amor es ajeno, es el amor representado en dos personas que vienen a París a descubrirse, para abrir nuevas fronteras.Caminar tranquilamente por una París de menos cinco grados se hace bastante difícil. El Pont des Artes no se reconoce en sus maderas, desaparecen las viejas botellas de vino bebidas en la noche, en las noches más amigables; el Barrio Latinos no bulle de conversaciones y miradas cruciales como en los meses anteriores. Todo se vuelve más rígido, más preciso, con un acento más marcado.

Y en este punto aparezco yo, con mi gorro siberiano (llamado por el médico italiano Luigi), comprado por veinte euros en una tienda de rarezas, a los pies de Saint-Michelle, demostrando que la fealdad tiene cabida también en esta ciudad, y de una manera muy abultada.

Él nació del huerto que me vio nacer a mí, siete años antes, el mismo día, a horas diferentes. Llevamos la misma tierra en las venas. Las mismas palmeras, y sin embargo, somos tan diferentes. Habíamos compartido otras ciudades,

otros países, pero no nos habíamos encontrado como hasta ahora. Él es rubio como los bustos germánicos y lleva adosado, sin saberlo, los mismo movimientos esporádicos al reírse de mi abuela, sentada en el eterno brasero de la tarde de invierno.

Y nos encontramos un viernes en París, entre mi frío, que se hizo suyo, y su amor, que vino también de vuelta a París. Y paseamos como nunca lo habíamos hecho. Conocimos rincones de la ciudad, una ciudad que se me hacía ya pesada, insuficiente, que me atrapaba en la monotonía. Pero trajo la nieve y una pregunta en el bolsillo, que no debía contestar yo, que debía contestar otra persona, el amor, la medicina o la propia ciudad. Y el Lunes por la tarde, horas antes de que agarrará el avión de vuelta, dejamos llevar los pies por Trocadero, él feliz y con su sí dado sobre el Sena, yo contento y abrumado, porque nunca me había parado a pensar lo que podía significar ese ser nacido el mismo día que yo.

Caminamos sin saberlo por nuestra infancia. Recordamos a los seres perdidos en esta batalla contra el tiempo, pintada a fuego en los recuerdos. Vimos a mi madre con sus preocupaciones de madre, a mi padre, con su bigote y su silueta de noble, vimos el piso de la playa, donde los veranos se hacían siesta y días azules claros con sombrillas (azules, como el color que se niega en esta ciudad), vimos ocho torbellinos jugando al futbol y a las procesiones en un camino pedregoso, vimos cosas que ya no existen, a fuerza de los caminos diversos. Y en todo veía a mi hermano, en el papel principal de observador, de narrador, de competidor contra el tiempo, contra la soledad más profunda y la melancolía más superficial, extraño habitador de ciudades irreales, de ciudades creadas en mi mente.

Y nos despedimos de noche. El volvió a nuestro huerto, que siempre será nuestro por más que todo cambie, y volvió con la familia incrementada, con su sí sobre el Sena y con una ciudad más para sus ojos abiertos y sencillos.

Yo me esperé a que marchara el autobús. Empezaba a nevar con fuerza. No me sentía solo. No me sentía mal. Durante esos tres días me había alejado de París pero teniendo a París muy dentro de mi.

Me acerqué a la parada de metro orgulloso de poder residir en París, orgulloso de no volver a ese huerto que es mío, y que es de ocho, de seis, y de dos, porque lo llevo escrito sobre mi sangre. Al sentarme en el vagón una chica hermosa me miraba y me sonreía. Habían desparecido los demonios de dos semanas. Mi hermano se quedó en mi mente para devolver la sonrisa a la mujer del otro lado. El chico nacido el mismo día que yo volaba ya, entre cielos y banderas, hacia otros puntos más cálidos del planeta.

2 comentarios:

  1. gracias por estos dias en esa bonita ciudad, nunca olvidare este viaje y ya sabes tu muy bien por que.
    Me ha gustado mucho lo que has escrito.
    un saludo y ya queda poco para que vuelvas al huerto.

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  2. a veces el pasado se hace presente por mucho que quieras evitarlo.

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