miércoles, 8 de diciembre de 2010

Tú, que eres Diciembre.

A veces llega, silenciosa, cuando nadie la quiere, cuando nadie la avisa. Es caprichosa. Ama a todos. Nos mira, vestida de forma muy sensual, aunque halla frío, aunque exista la nieve, aunque tú seas hermosa y joven, y tú estés en el mejor momento de la tarde, leyendo a un premio Nobel o escuchando una de esas canciones que te ponen melancólico cuando pasan el estribillo.

Y ha llegado hoy, como el presagio de un sueño, como anunciando una causa injusta, pero válida al fin de al cabo, tan válida como las demás. Subió las escaleras, se sostuvo la falda para que todos fuéramos testigos de sus bonitas piernas y pronunció esas palabras que todo el mundo sabe, y que todo el mundo teme.

Se escucharon una guitarras muy temprano en la Normale Sup. Yo acudía a clase, como no todas las mañanas, esquivando mis problemas, buscando algo positivo de la noche anterior. En la entrada de la facultad había unas flores marchitas, heladas, y como de costumbre, a esas horas, donde el sol no se hace carne, nadie por los pasillos. Solo el silencio de los cafés que están por hacer. Sólo el silencio de las puertas cerradas.

Y sonaron muy de temprano las guitarras. Un joven que tendría mi edad amaneció en el baño público, pendiendo su frágil cuerpo de gacela enamorada desde la cabeza, sin tocar sus pies en el suelo. Decidió poner fin a su vida. Pensaremos que sus veinte años han pesado más que todas las noches de la historia por su cabeza.

Estos ojos negros que hoy se abrían para el público, para la tragedia, se cerraron hace una semana. El chico se suicidó la semana pasada, y hasta la fecha nadie se había dado cuenta, nadie lo había echado de menos. La peor muerte, la del olvido, la indiferencia sobre si eres ser o no.

No se nada más de la historia. No me hacen falta más detalles. No quiero saber fechas, ni amores, ni sueños, ni derrotas, ni libros, ni tes con leche después de comer ni películas vistas bajo la sombra de un cine moderno. Me niego a saber nada más sobre su persona. No se de su cara, ni de su pelo, ni de su acento francés. No sé si he comido a su lado en estos tres meses, si he coincidido en clase con él, si he reñido, si le he llamado estúpido en español, para que no lo entendiera, si he sentido envidia, al verlo elegante e inteligente, si ha sido mi amigo, si fue aquel chico que me ofreció vino una noche de Septiembre y el amigo que debía aparecer en mi vida en Marzo, en el mes de los cambios.

No sé nada. Aquí todo parece medido con una estricta regla, sin números decimales. La gente de hoy comía igual que otros días. Hablaban de estadísticas: “Un suicidio al año, algunas veces dos. Es difícil soportar esta presión.” Somos una estadística por rellenar.

Me levanté del café, con una extraña sensación de impotencia. Miraba por la ventana. Nevaba como nunca en París. En los periódicos mañana saldrán las crónicas que describen a niños pequeños haciendo muñecos de nieve delante de la Torre Eiffel y a grupos de turistas lanzándose bolas con el cariño y la ternura de la novedad. Mañana mis amigos pondrán fotos en Internet de estampas impresionistas, de una París medieval a los pies del Sena e iluminada de blanco, con sombreros extravagantes y con felices caras de Erasmus.

Salí hacia la calle. Atravesé un pasillo. Veía solo a jóvenes como yo, con los rostros idénticos a todos los días de mi vida. Y sus ojos buscaban libros, y fumaban sobre los libros, y no hablaban mucho, solo leían, y estudiaban, y si hablaban era sobre algún capítulo no acabado, sobre una duda entre líneas, y reconocí en todos ellos la causa maléfica de la tristeza de aquel chico que desconocido o no, había entrado en mí esta mañana de Diciembre. Veía sobre mis pasos, en sus caras, en todas sus caras, el rostro impredecible del suicidio. Quería agarrar todos los libros y quemarlos. Sacarlos a la calle y que la nieve les rompiera las bocas en cristales congelados. Quería apartarlos de la escuela para siempre.

Un día más en París. Una persona menos a la que encontrar. Un rostro anónimo como todos los rostros de la ciudad. Los pasillos vacíos, como cada mañana. Las puertas cerradas, a las ocho en punto. El café listo, en la maquina de los deseos y de las esperas. El patio con su fuente, dejando caer la nieve sobre los peces. Un día más en París. Adivino el rostro que mañana hará caer de nuevo la nieve sobre París.

1 comentario:

  1. Puede ocurrir que un hombre se suicide en defensa propia..esta frase es de K.Gibran, cuando la leí por primera vez me abrió los ojos y me pareció entender algo más de ese gesto tan descabellado..no hay más nada que añadir a tus palabras.

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