miércoles, 9 de febrero de 2011

The Billy Boys




Volvemos a los orígenes. Por una semana todos los días han sido veranos. Veranos muy distintos a los conocidos, a los que estamos acostumbrados. Han sido veranos con lluvia, con cielo gris y rajado por nubes y tormentas casuales, sin pausa. Veranos con la tierra húmeda entre hierba y restos minerales. Veranos de automóvil y gasolineras a alto precio, de pueblos con nombres de sal y de olores primitivos y oxidados. De restaurantes de comida rápida y botellas de agua olvidadas más allá del maletero y la señal que indicaba el camino correcto. Verano de kilómetros, de almohadas robadas en los hoteles, de ríos con nombres femeninos y de emisoras de radio que se atascaban al pasar por debajo de un túnel. Han sido, en todos sus sentidos, veranos de castillos, de alarmas, de pasadizos y de cementerios. Veranos que saben a Febrero. Febreros que saben a amistad.


Porque os he enseñado mis calles, lo más profundo de mis rincones parisinos, donde he amado y odiado por igual, donde he probado los peores vinos y he visto pasar cada día el autobús 38, cargado de trabajadores, razas diversas y mujeres que siempre son la definitiva. Y estas calles, amigos míos, han sido siempre nuestras calles, porque las llevábamos muy dentro, en ocasiones sin saberlo, y cuando en Septiembre me mudaba de orilla en el Sena, vosotros me observabais desde la otra orilla, y cuando en Noviembre las clases se hacían interminables, vosotros me gritabais desde la ventana, con un balón de futbol, con unas piedras para hacer botes en el agua, o con unas sandalias para andar kilómetros y kilómetros de conversación. Y toda la ciudad siempre ha sido nuestra. Aunque nunca la hayamos recorrido juntos, porque hemos logrado formar esta línea indivisible que se mantiene gracias a meses de silencios y semanas de hoteles y perfiles psicológicos.


Y delante del cementerio americano veíamos el bosque blanco de cruces y estrellas, y nos imaginaba escalando la playa para tomar la posición: el arquitecto con sus dudas matemáticas, barrancos y niebla; el médico con sus destellos de humor, fósiles de bombas y agujeros en el suelo; el banquero comandando la tropa, barcazas arrastradas por las olas y nidos de ametralladoras; y el ingeniero con la voz callada, que dice más que cualquier boca, fechas y sentido de las balas. Y ante las arenas movedizas del Monte Saint-Michelle nos crecimos, y mientras veíamos que el fango nos atrapaba lentamente corríamos por la arena, y hacíamos fuerza para lograr sacarnos, con los picos y las murallas a lo lejos, y un océano que se nos hacía inmenso, mientras jugábamos a ver Inglaterra en el horizonte, o los suburbios de Chicago, o los hospitales de Monterrey, o los bares de Polonia, o la hospitalidad de los Noruegos a las doce de la noche. Hasta que alguien tomó una foto desde la distancia, y parecíamos ese cuadro de Jack Vettriano, The Billy boys, esos cuatro hombres que caminan elegantes por la playa, sin mirar el objetivo e inconscientes de que la marea les mojará muy pronto los pies, y después las rodillas, y les tomará lentamente la cintura, y se abrigará en sus brazos, hasta que sólo queden las caras que miran al cielo y nunca terminan de hundirse, y cuando lo hagan definitivamente, ellos sabrán quien han sido y que han hecho juntos, porque hay pisadas que la marea no puede borrar.



Ahora escribo a las siete y media de la mañana. Veo el cielo despuntado en azules aun oscuros por la Tour Montparnasse. He agarrado uno de los primeros metros. He visto sus caras de cansancio al alejarse hacia al aeropuerto. Ellos no saben que me han traído un trozo de verano durante esta semana. No saben que me han devuelto un trozo de mi vida que creía ya finalizada. No saben que en este jueves que sabe a Lunes, cuando se alejaban entre tubos oscuros y ventanillas sucias, este que les escribe, el más pequeño de todos, se ha puesto a llorar como nunca lo había hecho en una despedida.

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