sábado, 26 de febrero de 2011

La otra



A la sombra del último sol. A la sombra del último sol que han visto mis ojos. Sobre mis pies se desliza la vía Appia Antica. Todos los caminos conducen a Roma, pero hay muchos que también parten de ella. Los grandes adoquines de la calzada resisten el calor de todos los veranos, las luces veladas de todos los inviernos. El escenario es diferente al acostumbrado. Los personajes son los mismos. Somos los mismos. La ciudad cambia, no los cuerpos.

A mi lado un romano con aires de intelectual fuma. Está callado. Nos miramos como se miran las piedras que llevan milenios de frente. No tienen nada más que decirse por el momento. Y callan. A lo lejos se ve una hilera de pinos romanos, alargados y uniformes, como si quisieran formar parte del cielo. Estamos bajo un cielo azul. En Roma comprendimos que el sol también existe.

Esperamos el autobús. Hemos caminado cinco kilómetros entre huellas impresas por anónimas pisadas, por grandes emperadores, y por pequeñas historias cotidianas que forman la mejor de las tragedias. Los coches esquivan los muros. Los muros nos protegen a la sombra de una historia que hacemos nuestra. Bajo nuestros pies se hallan las catacumbas. Millones de epitafios. La muerte es la luz hacia la eternidad. Llévame contigo, mi Señor. Hágase la luz. Mucho que ganar. Mucho que perder.

El humo se difumina con el viento. Hablamos tranquilamente. No tenemos necesidad de comentar nada. Sentimos como crecen los pinos en la distancia, como se movilizan todas las pasiones y tristezas de la tierra ante nuestros ojos. Somos parisinos que hemos dejado el vestido por unos días y volvemos a ser romanos. Un acueducto transporta el agua que hace dos mil años saciaba la sed de los campesinos, en este lado de la ciudad. Un templo asalvajado por las flores se entromete entre mi mirada y una esquina. Las colinas de la ciudad se comprometen entre un río que las va dejando cada vez más pequeñas. París queda muy lejos bajo el cielo. París queda realmente lejos. Se acaban los cigarrillos. Siguen pasando los coches. Siguen las cúpulas sobrevolando los desiertos italianos. Se escuchan las campanadas, distantes, como si llamaran a una oveja perdida desde kilómetros de distancias. París queda muy lejos de estas campanadas.

La felicidad no puede quedar muy lejos de este sosiego. No puede estar muy distanciado de este silencio, de estos templos envejecidos a fuerza de miradas enamoradas. La felicidad debe estar cerca de quedarse aquí toda la eternidad, en esta parada de autobús de la vía Appia Antica, entre catacumbas y pinos romanos que excavan las tierras antiguamente trabajadas por los ríos.

Vincenzo, gracias por enseñarme momento como este. Por hacerme comprender que la vida se puede detener a veces en un instante, en una calle improvisada, en una calle abandonada por los transeúntes.

De nada, hermano, esta es nuestra ciudad. La mía. La tuya.

Y la mañana se quedó quieta, dispuesta a ser tarde, con un olor a tomillo y a Eneida que completaba todos los espacios.

Caminamos un poco más hacia las puertas de Roma, impacientes por el autobús que no llegaba. En un lateral un mármol callado hablaba con una inscripción:

Domine, quod vadis?

No estoy seguro, pero tarde o temprano deberé volver a París. No todos los caminos pueden elegirse.

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