lunes, 2 de agosto de 2010

Las seis de la tarde




Probablemente en este mismo instante se esté celebrando en Buenos Aíres un congreso sobre lo onírico en la prosa de Cortazar. Tal vez en Madrid decenas de críticos estén debatiendo en este preciso momento sobre la musicalidad del acento en los cuentos de Julio Cortazar. Quizá el lunes próximo salgan publicadas las Actas del Congreso Internacional de la influencia mariana en la obra de Julito Cortazar…

Pero en un lugar oculto, entre un bosque de lápidas negras y blancas, como un tablero de ajedrez infinito, en el centro de un viejo cementerio de barrio (el extremo de Montparnasse), tierra mediante, yace solitario, tranquilo, como si no quedaran hojas en los árboles para cubrirle, un gran narrador de decadentes. Se está celebrando un espontáneo homenaje que supera cualquier palabra escrita hasta la fecha.

Sentada en una lápida vecina, una voz argentina recita casi de memoria un pasaje de Rayuela. La muchacha coge el libro con amor, como si fuera un tesoro, su propia vida, un libro deshecho por los años y por las lecturas. A su lado un chico enciende una botella de vino blanco y distribuye las copas, llenándolas de literatura. En el suelo, sobre la misma tierra que cubre al genio, una joven de acento colombiano posa su mirada en los surcos de la lápida y en las sombras de las flores sobre el mármol. En el otro extremo, su acompañante escribe unas líneas, reflejando el momento tal vez, emulando a Julio o incluso dejándose llevar por la tarde. De pie, con timidez y respeto, dos jóvenes españoles preguntan si hay sitio para ellos en el homenaje.

Los seis tuvieron durante unos minutos el tiempo retenido: vieron a la Maga pasear por los puentes del Sena, a Horacio volver tarde de su sesión nocturna de Jazz, en Saint Germain, observaron la tranquilidad con que se movían los gatos sobre los tejados de estaño, pasando de una vida a otra, entre ventana y ventana, o las cerillas apagadas que encendieron los cigarros más triste de la noche parisina, al ritmo de un saxofón enfermo o ante el estupor de un indigente que se muere de frío. Finalmente vieron escribirse una rayuela pequeña, del tamaño de una mano, en la losa arañada de su tumba.

Sonaron las campanas de algún sitio. Un hombre ordenaba a todo el mundo abandonar el cementerio. Iban a cerrar. Los jóvenes dejaron a su lado una copa de vino blanco medio llena, justo donde empieza la J de su nombre.

Algún día lo recordaré y diré con orgullo que fui uno de ellos, uno de esos seis que homenajearon sin saberlo, no solo a un escritor, sino a muchas vidas entrelazadas entre los cajones de una rayuela pintada en el suelo de París, a las seis de la tarde, cuando cierran los cementerios en París.

1 comentario:

  1. "De aquí no me moví, de tu vértigo mío, de tu sonrisa vertical..." No existe un alguien mejor que se derrame café por encima que tú, no puedo escribir demasiado y lo único que me interesa decir es que tu ausencia será el lugar perfecto en el que yo imagine qué andarás haciendo ahora, caminar entre barrios parisinos, y quizá, si tengo suerte, el tiempo se detenga en el instante justo en el que te vea leyendo sobre una tumba "Así un día en la barca de la sombra, de tanta ausencia abrigará mi pecho
    esta antigua ternura...".

    Almijara.

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