viernes, 6 de agosto de 2010

La sombra de Eiffel es alargada


A trescientos metros de altura se piensa distinto, las cosas se ven de forma diferente. Eso mismo pensó Gustav Eiffel, cuando en su cabeza proyecto una gran torre de hierro a los pies del Sena. Eso mismo tuvo que pensar Adolf Hitler, cuando le informaron que la ciudad de la Luz iba a ser detonada en breve instantes. Eso mismo tuvo que pasar por la cabeza del presidente Nicolás Sarkozy, días después de ganar las elecciones presidenciales de Francia. Lo mismo que la señora que sube cada tarde para esperar a su marido, quizá muerto, quizá no, a que le traiga un ramo de rosas.

Desde luego, si hay un lugar excéntrico en la ciudad, ese es el tercer piso de la Torre Eiffel. Desde familias inglesas conjuntadas con las camisetas de Torres (el rojo sobre París queda muy bien), alemanes con pendientes en las orejas y rubios como la cúpula de Les Invalides, judíos con grandes barbas rezando la Torá, golpeando sus cabezas contra el cristal, paquistaníes con un séquito de ciento cincuenta niños imitando una batalla aérea, proposiciones de matrimonio entre americanos con anillo y rodilla a tierra incluida (luego él partirá a la Guerra, nueve meses después), hasta elegantes hombres de negocios con trajes impecables.

A trescientos metros de altura, sobre París, se piensa distinto a cualquier parte. La ciudad parece una diminuta alfombra multicolor que se extiende por el horizonte, haciendo curvas y oscilaciones, a merced del Sena. No se distinguen las personas de los árboles, los coches del asfalto, y los aviones parecen pájaros de hierro que buscan un nido.

Sobre los cristales que protegen al viajero, uno puede encontrar las banderas de todos los estados de la Tierra, y la distancia que nos separa con su capital. Si uno mira la Tour Montparnasse observará que Madrid se encuentra a 1038 kilómetros de distancia, y un poco más a la izquierda, en línea recta con el Pantheón, aparece Barcelona, a unos ochocientos kilómetros.

Sigue sin verse el mar en esta ciudad, pero un siente que con sólo dirigir la mirada hacia un punto, en cualquier bandera, puede viajar si cierra los ojos. Y sobre la ciudad, variando con la tarde, una sombra que no respeta las calles ni la civilización. La Torre se proyecta sobre la ciudad, pegándose en cada habitante, en cada viajero, en cada turista, y siente que la felicidad quizá pueda existir.

Empieza a caer la noche sobre París, una noche fría para ser Agosto.

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