sábado, 21 de agosto de 2010

Sobre héroes y tumbas.




Franklin E. Swadons nació en Nueva York, en el año 1923. Quería estudiar en la universidad, comprarse un rancho en una pequeña ciudad a la afueras y casarse entre varios árboles con su novia de toda la vida. Le apasionaba jugar al baseball con sus amigos.

Heinz Patzod nació en un pueblo cerca de Hamburgo, en 1925. Tuvo uno de los mejores expedientes en el instituto y quería irse a Berlín para hacer carrera de político durante unos años hasta conseguir dinero suficiente para comprar una casa cerca de un lago, para poder nadar diariamente.

Ambos nunca se conocieron. Nunca supieron sus nombres ni el color de sus ojos. Desconocían que los dos eran grandes atletas, que a los dos les gustaba leer poesía y los dos pensaban que fumar cigarrillos por la mañana era un placer reservado solo para dioses.

Murieron el mismo día. Probablemente las dos balas que son suficientes para sesgar dos cuerpos salieron del mismo fusil, tirado entre la arena de la playa, o tal vez una bomba los calló para siempre. Apenas quedó al final del día dos placas metálicas anudadas al cuello con sus nombres en relieve, en idiomas distintos.

Franklin E. Swadons fue enterrado en el cementerio americano de St Laurent sur Mer, junto a 9.238 cruces blancas y 149 estrellas de David. Cada uno de ellos es una historia cerrada de la II Guerra Mundial. A ellos se suman 1.557 desaparecidos y 41 grupos de hermanos. En la entrada, un cartel pide silencio y respeto, y la bandera americana se mueve junto a la francesa. El mar guarda las tumbas, en la ladera de Omaha Beach, e impregna cada letra de olor a sal y memoria. Hay cientos de visitantes que se arrodillan sobre los mármoles. Unos lloran, otros se estremecen simplemente.

Heinz Patzod descansa en Huisnes Mer, en un cementerio alemán con más de 11.000 tumbas. A la entrada hay una escueta bandera alemana, acompañada de otra francesa. Una escalera conduce hacia el interior de un patio, y en un círculo de dos pisos se encuentran parte de toda una generación de jóvenes. Algunas flores secas decoran algún nicho, de forma puntual. No hay gente entre sus sombras, nadie los visita. Sus nombres son olvidados y nunca les da la luz del día a sus nombres. Parece que sus almas cumplen una condena perpetua, que son mandados al olvido y callan sus dolores por el dolor causado a los demás. Uno siente ante tanta juventud perdida que ellos fueron también víctimas del nazismo, utilizados como instrumentos de matar y que ciegos de mentiras cumplían su cometido a la perfección. Nadie llora en su tierra perpetua.

El soldado americano será recordado siempre, y se celebraran homenajes en su nombre, y no faltaran flores en su tumba. El soldado alemán, por supuesto, también.

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