domingo, 16 de enero de 2011

Volveré a Región




Y llegas al aeropuerto. Las puertas del avión se abren. Te desabrochas el cinturón. Te despides de la compañera de vuelo, que ha hecho de dos horas pesadas entre tormentas una agradable conversación. Bajas. No hay maletas. Mamá, hoy no te traigo ropa sucia, como hacia antes cuando volvía de Granada. La ves, la primera, la más baja de todas y la que más se ilumina. Mueve los brazos detrás de la barrera. Tu hermano te espera con alguna broma, pensada matemáticamente durante seis meses. Y sin saber por qué, lo que más sientes es la cara de tu padre que finge la simple alegría cuando en realidad está llorando.

La ciudad es la misma, y es distinta. El castillo sigue iluminado como siempre, esas dos torres con cáncer. Las calles vacías. No estoy acostumbrado a estas calles vacías. Las mías siempre están repletas de gente, de gritos, de mujeres bonitas, de mendigos y de todas las lenguas del planeta. Y aquí reina la tranquilidad.

Pero pasan los días. Comprendes que todo lo que estaba en su sitio ha dejado de estarlo. Apenas se ha movido un centímetro más a la izquierda, o simplemente ha variado su aspecto. Pero tú lo notas diferente. Al principio solo es el nuevo peinado de una amiga, las nuevas gafas de Francesco o el nuevo orden de tráfico de una calle. Y todo comienza a ser diferente: las señales de tráfico, las distancias entre un punto y otro, las cafeterías, tus amigos. Ellos, los más inocentes, han aprendido a vivir sin ti, porque tu elegiste este camino hace tiempo, y pocos son los que te esperan al otro lado del teléfono, tras un paraguas o en la barra de un bar.

Recobras las comidas, el apetito por los pequeños placeres y apenas bebes vino que te ofrecen, porque intentas variar tus hábitos parisinos. Las series, eso si, la televisión se convierte en algo que ya se había apagado de tu vida, pero que te mira delante del sofá. Y pasan lo días. Poco a poco la gente vuelve a sus trabajos. Sale de sus hogares y toma conciencia de un nuevo París. Aquellos que no eran conocidos hace seis meses te llaman, porque te echan de menos y están delante de la Torre Eiffel (y solo hace quince días que no los ves), y si, llegas a la conclusión que la vida no es como los libros, que los cierras en una página determinada y cuando vuelves a abrirlos te esperan, con la misma paciencia de la escritura, en la misma línea donde los dejaste. La vida es diferente. El libro continúa su lectura aunque tú no lo abras. Unos se van. Vienen otros sin que lo sepas. Desapareces de unas agendas y entras en otras. Y al final uno tiene la sensación de estar a punto de lanzar la bola y quedarse sólo con los bolos que no has podido derribar, que no ha podido derribar la gravedad. Apenas veinte metros de carrera y una bola pesada.

Cuatro semanas. París de nuevo. Sus calles frías, que son las más familiares posibles. Y un libro que si me espera desde la última línea donde lo deje.

1 comentario:

  1. Bahía de Cochinos, ahí estuvo nuestra Navidad, en Bahía de Cochinos y en aquel hospital improvisado con aquella enfermera. Fuimos en busca de unas tijeras y encontramos algo más

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