lunes, 11 de abril de 2011

Postales del río templado



La vi desde la distancia, como si me estuviera llamando desde hace rato. Torcí la esquina de Saint Michel, y ladeando el Sena hasta Pont des Artes me la encontré. En la calle los árboles salían con sus ramas frescas de luz. Esos copos de nieve que producen alergias y sensaciones de ternura cuando se quedan atrapados en el pelo de una chica.

Pero lo cierto es que la vi. Por los Quai que el río va dejando en sus lados se extienden pequeños puestos de metal y mostradores que venden libros de segunda mano (algunos de siglos pasados), pequeñas estampas dibujadas a carboncillo de algún monumento de la ciudad, o incluso pequeñas figuritas de bailarinas al viejo estilo del Can-Can. Me detuve en uno de ellos. El jefe del pequeño comercio estaba sentado en una silla de paja y leía una revista ya usada por muchas manos. Supuse desde el primer momento que no era francés. Tal vez venía de Inglaterra o de algún país anglosajón. Cruzaba las piernas, ponía toda su atención estética en unas gafas redondas que apenas se distinguían de sus ojos azules.

Los caminantes, los turistas, los barrenderos, los vagabundos, las estilistas atletas ucranianas, los perros que se orinan en los árboles, y todos los seres que viven y aman en París, pasaban por su lado y ni siquiera sabían de su existencia. Pero él solo se detenía en sus líneas, en su revista en inglés y un palillo masticado en la boca. Y de repente la vi, como sacada de un paraíso de antigüedades. Entre un libro de Victor Hugo y un cartel de la inauguración del Grande Palais se hallaba una pequeña postal. Era sobre una antigua foto tomada desde Saint Germain, y se apreciaba a dos señoritas con faldas largas y sombreros de los años veinte tomando un café. Ninguna de los dos miraba hacia el foco. Hablaban despreocupadas y a su izquierda un señor mayor leía un periódico, al que la lente no pudo captar el título ni la fecha. La Iglesia de Saint Germain des Pres se alzaba sin la necesidad de los atascos, como si hubiera sido construida antes incluso que la propia París.

Agarré la postal con las manos y estaba enviada a una tal Mme Gaillac, y la dedicatoria, casi borrada por el lápiz después de tantos años, decía Pour le café que j’ai toujours voulu t’offrir (por el café que siempre te he querido ofrecer). Lo firmaba un tal Ivan Trusky, y llevaba la fecha del quince de Junio de 1935. Compré la postal y el vendedor inglés me explicó en un mal francés que se la había comprado a un librero portugués que tenía un local en el centro de Lyon, pero que en realidad, esa postal le llegó a sus manos (las del librero) porque al comprar el libro de segunda mano la encontró entre sus páginas, a modo de señal. El librero portugués le explico que la postal había sido comprada antes por un mercante ruso, que la guardaba en su casa porque a su mujer le gustaba parecerse a una de esas francesitas alegres que pasean por los boulevard despreocupadas y sonriendo.

Guardé la postal en el bolsillo interior de mi chaqueta, y me quedé pensando en las millones de historias que produce esta ciudad. No solo las grandes batallas y los movimientos revolucionarios. Son los pequeños detalles los que definen París. Vinieron a mi cabeza otras postales, otros gestos de identidad que determinan las relaciones entre las personas. Yo, en el sur de Francia y en un verano con mucho tiempo por quemar, mandando una postal de dos caballos que galopaban sobre las olas en la playa, y con unos versos de Alberti en el dorso, una postal que nunca le llegaría a mi hermano. O la postal que recibí un día de Noviembre, de una persona inesperada, que hablaba de días calurosos en Nueva York, y de los laberintos de ajedrecistas en Central Park.

Ahora, cuando paseo llevado por las guitarras hacia Pont des Artes, y veo todos los puestos de metal que venden historias de segunda mano a bajo precio, no puedo dejar de pensar en los libreros venidos de todas partes, en jovencitas que beben café, despreocupadas porque no saben que les viene la guerra, en enamorados rusos, en editores portugueses, en caballos sobre el mar en pueblos sureños, en poetas exiliados, y en ciudades que se componen de historias hechas por el azar y las fotografías en blanco y negro.

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