viernes, 1 de abril de 2011

Darwinismo en Place de la Sorbone



Yo llevaba una camisa azul y unos pantalones de lino negros. Estaba caminando un poco perdido, de esas veces que estás mirando al suelo y no te importa lo que haya a tú alrededor: los árboles que esperan la fruta, los coches que se enervan porque los semáforos se entretienen con la poesía, las fuentes que se estancan entre los pájaros. El día estaba nublado, pero el sol salía entre las nubes en tiempos diferenciados de cinco minutos. Olía a mojado por la calle. Empezaron a sonar las campanas de la Sorbone.

Me senté a ver pasar la vida, tranquilamente, en uno de esos bordes que hacen las aceras cuando se convierten en plazas. Sobre mis hombros sentía él peso de la tarde, pasando tranquilamente en la mirada de los niños, en las manos de los estudiantes cuando agarraban sus cuadernos, y en el rumor de los vasos de vino cuando eran bebidos. A mi derecha la rue Champollion, la calle de los cines por excelencia, donde no existen las novedades, donde las películas son obras de arte no sólo por el director y la fotografía, también por la sala, las butacas, la ciudad y la acompañante.

Al final de esa calle hay una cafetería con una gran cristalera cerrada. En el interior la decoración recuerda los viejos estrenos de los años sesenta y setenta. Truffaut habla directamente, whisky en mano, con Pasolini. Se cuentan sus secretos más íntimos. Un póster de los Beatles vestidos de mexicanos se hace sombra de otro de los Rolling Stone. Aquel muchacho con la flor en la boca, apuntado por un fusil, en La Primavera de Praga, le susurra algo al oído a una tragedia de Shakespeare, estrenada en París en 1967.

Muchas veces me siento en una de sus mesas, o en el sofá rosa de la esquina, que da directamente a la calle y a sus lluvias, y con un café en mano, que por la noche se convierte en cerveza, me dejó llevar por mi interlocutor. Un profesor de la Sorbone, que me habla sobre la superioridad de las letras francesas (estos señores no conocen a Borges ni a Neruda). Una chica italiana, que me descubre el mundo del periodismo y me hace ser fotógrafo de causas perdidas. Un amigo deprimido, que vierte su tristeza en una partida de ajedrez. Una compañera de clase, ya saben, eso de practicar el idioma y de descubrir otras culturas.

Pero la tarde vino diferente. Con lo que tiene París en sus adentros, que convierte la normalidad en juegos de precisión. Despedí la Sorbone y me adentré en el café. Esta vez solo. Sonaba un disco de Simon and Garfunquel. Esa música que viene a traerte quién eres y de qué personas vienes. Todas las mesas estaban completas. Los camareros me miraban con cara de poker y yo me disponía a darme media vuelta a esperar la lluvia de Primavera en la cama. Pero llegó la literatura.

Un señor me agarró del brazo y me empujó hacia una silla libre en su misma mesa. Lo miré detenidamente, sorprendido. No estoy acostumbrado a estas escenas tan pasionales en la gente parisina. A el señor no le importaba de donde viniera o que demonios estaba haciendo en París. Directamente me preguntó si yo era Darwinista o Lamarkista.

Intenté decir que quizá no estaba preparado para responder a esa pregunta. Pero el señor insistió forzosamente a que le respondiera. Yo le dije que prefería a Lamarck bajo todos los conceptos, que creía que la evolución era algo más que tenía que ver con la adaptación al medio que con las variaciones genéticas. Me acordé de muchas otras conversaciones, en otros ambientes. De Brasil y sus tardes en Ipanema, durante dos semanas en las que los paseos por Rue du Seine eran una puerta abierta a la imaginación.

Pero el señor requería de toda mi atención. Lo observé con más detalle e iba muy mal vestido. Con la camisa rota, con un pie descalzo y la barba sin cortar desde hacía meses. Estuvimos toda la tarde hablando sobre las teorías evolutivas. Sin darnos cuenta, se había hecho de noche y la gente salía del cine. El hombre se levantó al servicio. Andaba cojeando, como si llevara un peso que le oprimiera el pecho. Pensaba en las jirafas y en las botellas de vino que le faltaban por beber en su vida. Pagué la cuenta y me fui. Le dejé una nota en la mesa dándole las gracias por aquella tarde tan original. Ahora comprendo mejor las evoluciones y las tardes en París.

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