martes, 12 de abril de 2011

Caballeros de tiempos extraños



Es cuando se encienden unas luces que habitan dentro de mí y que muy de tarde en tarde aparecen. Estoy caminando solo por cualquier rincón de la ciudad, como un caballero del honor, con mi armadura oxidada y una lanza que me compró mi padre cuando tenía quince años y que aún conservo como si fuera ayer. Atravieso el Petit-Pont y creo que los arcos y los pilares que sujetan la estructura desaparecen, y la plataforma de mármol sobrevuela el río como si fuera una alfombra persa. Miro por la barandilla y hay grandes peces que escupen fuego y que se tragan los barcos de vela, como si fueran aperitivos que se sirven fríos, a las siete en punto en Saint Sulpice.

Encuentro a mi paso un caballo delgado, de dos ruedas y con una luz en la parte delantera. Le acarició el lomo metálico y me responde con un suspiro de vidrios y de cables. Me ato el yelmo con precisión a mi cabeza. Me veo en la sombra que proyecta el sol parisino y veo que dos plumas salen del casco, como si fuera un caballero imperial. Estoy dispuesto para batallar. Que vengan todos a mí que les daré justicia divina y honor.

Cabalgo doscientos metros y veo a mi lado otro caballero, mucho más apuesto que yo, pero no más digno. Su caballo está todo revestido de una armadura roja, y hace ruidos extraños cuando este le golpea con el puño. Sale humo del trasero de su cordel, como si le estuviera prendiendo fuego a sus entrañas. Cuando cambian los colores de los semáforos, su caballo sale despedido y yo tardo veinte segundos en perderlo de vista. Subo hasta Cardenal Lemoine. Desde la colina veo un ejército que se avecina a mí con un ritmo veloz. Me sudan las manos pero estoy preparado para la batalla. Agarro mi lanza y la aprieto con destreza. He entrenado mucho. Se acercan doscientos samuráis, vestidos de blanco y con antorchas en las manos. Tienen unas cajas que ciegan los ojos cuando las aprietan con sus dedos. Son demasiados y están por todas partes. No me gusta huir pero están por todos lados. No tengo miedo. Soy un caballero y me debo a mi oficio. Debo escapar.

Ensillo mi caballo y me dirijo hacia otras vastas llanuras. Lo noto resentido, como si estuviera muy fatigado. El sol aplasta mis ojos y la visera se me ha roto en la batalla con los samuráis. En rue des Ecoles encuentro una procesión solemne de sacerdotes y de bachilelres. Van vestidos todos de negro. Parece un entierro o algo importante. De lejos todos parecen una misma persona, pero conforme me acerco a sus posiciones, entiendo que van gritando o llorando. Llevan grandes pancartas con ellos. Deben procesar una nueva religión. Son herejes. Son blasfemos. No saben decir amor cuando lo que sienten es odio. No saben decir afrenta, caída o morisco. Intento retenerlos pero son millares. Llevan un trozo de tela atado al cuello que le cae. Como una espada que les nace de la camisa.

Me alejo veloz. Tuerzo la esquina de Saint Michel y veo como el ángel de la fuente está cortándole la cabeza al dragón. Este suelta llamaradas y grita de dolor. Tiró mi lanza con fuerza y dos hombres vestidos de azul vienen a detenerme. Son veloces, pero yo llevo caballo, que empieza a resentirse del calor. Me meto en una especie de cueva que hace la tierra. Huele a orines y está llena de gente extraña. Gente que duerme en el suelo y mujeres con plataformas en los pies que hablan con la mano pegada a la oreja a un aparato de metal. Salgo de ese amasijo de oscuridad. Me da miedo. ¿Qué diablos es esto?

Salgo al exterior. Veo la catedral al fondo. Me dirijo hacia el interior a ver a un sacerdote para que exorcice a todas estas bestias que caminan por la ciudad, cuando de pronto veo que por sus dos torres, sobre Notre Dame, escalan diminutos animales de dos cabezas, con lenguas inyectadas en veneno y que se comen los unos a los otros. Me siento morir. No estoy preparado para esto. Pienso en Dulcinea. Dulcinea, mi bella dama, la que me quita las pesadillas y me prepara las armaduras. Pero qué veo. Está todo lleno de doncellas que caminan solas por las calles y que llevan expuestas al aire sus piernas y sus brazos. Oh dios santo. ¿Qué es todo esto? Voy a perder la conciencia. Veo tinieblas. Veo las sombras. No veo nada. Esta no es la Mancha en la que jugaba a ser caballero. Esto es el infierno.

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