miércoles, 25 de mayo de 2011

Rue du Calvaire



Hay lugares que se llenan de escenas no vividas. Te esperan detrás de un árbol, en la caída de un pájaro furtivo hacia el suelo, en la formación azarosa de los adoquines en el suelo, en la luz resbaladiza de una escalera al aire libre. En un simple banco a la sombra de cualquier letrero.

No sé muy bien en que consiste esto de pasear sin rumbo. Esto de encontrar a paseantes por las calles, bañadas de turistas y de historias deshechas. No sé muy bien hacia donde me llevan ciertas tardes, con el sol aun recordando que el verano es aviso, es parada de metro cercana.

En la calle la gente grita Mayo, sin saber lo que están gritando. Comienzan las revoluciones fotográficas, los vestidos que se hacen ausencia en el muslo o en los hombros. Este cielo que yo conocía tan bien ha vuelto desde tiempos remotos. El cielo, desde ciertas calles de la ciudad, se contempla de una forma diferente, y en ocasiones trae cenas con vino y postres descongelados.

Yo a él no lo invité por estos lugares. No lo invité pero sabía que tarde o temprano vendría. Y lo sabía porque en dónde el decía biblioteca yo respondía con un fin de semana en la playa. Serían las ocho de la tarde. El sol arriba, donde solo los aviones puedan atravesarlo. La tarde tenía pocas perspectivas. Tantas como números de teléfono en mi agenda. Me senté a esperar el reloj en el primer banco que se me hizo cercano. Y él apareció.

Llevaba un jersey negro que le cubría todo el cuello, unos pantalones color crema y unos zapatos marineros que siempre quiso comprarse desde que los vimos anunciar en el cine. Su cuerpo se había ensanchado, pero conforme avanzaba hacia mí descubrí que el efecto resultaba todo lo contrario. Había adelgazado lo suficiente para hacerme creer que se trataba de otra persona. Sus ojos seguían inyectados con el mismo sarcasmo que siempre. Se sentó a mi lado. Me dio una palmada en la espalda y empezó a recriminarme los aviones que he cogido sin él, las ciudades que he visitado sin apenas mandarle una postal, las botellas de Becherovka que he abierto sin ofrecerle siquiera un vaso. Pero a pesar de todo, seguía sonriendo como si nada de eso hubiera ocurrido en sus cuentas pendientes.

Me habló de otras tardes y otras personas. Nosotros, los de antes, los niños. Era curioso descubrir que tras la cúpula del Sacre Coeur se escondía una clase de cuarto de la E.S.O, y una profesora que se emocionaba hablando de Franco; o que tras los colores explosivos de la primavera en Place du Tertre podíamos ver el Mediterráneo, tal y como lo creamos en un fin de semana antes de la selectividad; o que sobre la silueta de París, entre los bostezos de la tarde preñada de sombras, encontraríamos aquella tarde de polvo y resaca en la que subimos al Calvario de nuestra ciudad, para hablar de lo que nos queda y lo está por venir.

Miré hacia las escaleras de la Rue du Calvaire. Parecían más empinadas que nunca, como si hubieran salido de un bloque de hielo y se hubieran fundido con las pisadas de los transeúntes. Al otro lado de la calle alguien vendía flores. El mismo que en otoño vendía castañas. Seguí mi camino, ese que es trazado por las distintas variaciones del aire o de los desconocidos cuando los cruzas. Cada paso hacia mi casa era un golpe de porqué y ni siquiera miré hacia atrás para ver si mi amigo se había ido, o permanecía esperándome en otras tardes cualquiera.

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