martes, 3 de mayo de 2011

Catorce de Abril


El caminante se aleja de los tráficos del asfalto. Quedan atrás los buitres de metal que se escudan en las bocas de metro, los vagabundos que piden periódicos viejos donde asar las castañas, los restaurantes que sacan con el sol las terrazas y los vasos de vino a media tarde, los gritos de los turistas y de los puentes a su paso por las aguas del Sena. Quedan atrás los edificios, los siglos y comienza la quietud. Comienzan los óxidos de la lluvia de hojas y de las cifras con nombres ya olvidados.

Se adentra en el Cementerio de Pére Lachaise. Entre las ramas de los árboles se escapan algunos rayos de sol. Siempre el mismo sol cansado de los caminos polvorientos. Las calles del cementerio se forman con piedras sueltas, con matojos que nacen de la tierra y de las humedades. Elige las calles por casualidad. No lleva mapas ni brújulas. Zapatos azules y unos pantalones que se pisan en cada desnivel del terreno.

Se ve una pareja de estudiantes extranjeros que se agarran de la mano. No pasa el tiempo por ellos. Parece que no ven el bosque de cruces y de esculturas que se desmoronan a su lado. Hay bancos para sentarse, de piedra afilada por los largos inviernos y fuentes donde las viudas riegan las flores que mandan a sus maridos, perdidos en las guerras de la monotonía y de las radios nocturnas.

El viajero se pone las gafas de sol. Apenas lee los nombres de las tumbas y solamente pasea aspirando el aire de las distintas lenguas que encuentra a su lado. Sobre una pequeña colina los peregrinos modernos se crecen entre risas y cigarrillos mal apagados. Se ven desde lejos tres chicos que preparan tabaco para liar. Con una guitarra cantan una canción de The Doors. El caminante se acerca a la tumba, que está de espaldas, y ve un epitafio escrito en griego. Jim Morrison descansa entre palabras de droga y besos de amantes.

Sobre una escalinata, a muy pocos metros, se escucha la música de un polaco emigrante que vino ha llamado por el lujo de París. Chopin, entre zarzas y pentagramas abiertos se esconde. Se empieza a sentir cansado. Le aturde ver tanta lápida de nombres desconocidos. Busca nombres de compañeros y de viejas amantes en cada inscripción. O el nombre de un padre. O el padre de un nombre.

Se aleja de las calles principales del cementerio. Lo rodea desde el interior. El paisaje cambia. Se alejan las colinas y el color negro y melancólico. Entra en una especie de gran avenida, grande como cualquier calle de la ciudad. Apenas pasa gente. Un señor mayor que lee un libro, un cierto griterío de niños que viene desde el exterior, el reflejo de un rascacielos, el travesaño de un avión que cruza el cielo…

Y ve que las tumbas cambian de forma. Las letras toman letras conocidas. Monumentos al Holocausto Nazi, cifras y cifras que se acumulan. Periodistas muertos en la liberación de París. Héroes anónimos que dieron la vida y la infancia de sus hijos por una bandera. Y a lo lejos, como sacado de una fotografía vieja, un nombre inesperado: Largo Caballero.

Largo Caballero, presidente del gobierno durante la II República española. Y conforme me acercaba a su sepultura veía a todos los exiliados cruzando los pirineos, con la lluvia sobre la cara. A Antonio Machado, mirando con ironía los letreros franceses, en Collioure, o a Manuel Azaña, enterrado con la bandera mexicana porque despreciaban su patria, o a tantos nombres anónimos que hoy son apellidos españoles con pasaporte francés, que hoy son científicos, escritores, deportistas o simplemente paseadores de vidas monótonas.

El viajero sale del cementerio. Está aturdido. No entiende muchas cosas. Sabe que hay muchas personas que depende de donde sean las balas, no tienen derecho a descansar nunca.

Agarra el primer metro que encuentra. Le da asco mirar los periódicos.

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