jueves, 2 de junio de 2011

Historia de un vestido II: Cuatro truchas, dos besos


- ¿Cómo te llamas?

- Yo me llamo Margarita.

Se llama Margarita y lleva un vestido morado que le queda por encima de las rodillas. Es primavera en la ciudad, y lo saben las terrazas, que sacan sus bebidas alcohólicas a relucir, y lo saben los brazos y los hombros, que se desnudan a su paso por la media tarde.

A mi no me gusta el té, señora de las miradas fingidoras de enfados, a mi me gusta el vino cuando se hace de noche y me gusta hablarte en francés para que tu me contestes con ese acento que tanto me recuerda a las películas de Truffaut. Invítame a tu casa, tengo ganas de ver como queda París desde este lado del río.

- Esta noche, chico bueno, te vienes a mi casa a cenar. Llama a un amigo, que yo llamaré a una amiga. Lleva el vino. Yo haré lo demás.

En Parmentier las líneas de metro se dividían, como vidas que caminan solas desde sus primeros pasos. Oberkampf subía la cuesta hacia Belleville, rebosante de jóvenes, muchachas y negros que vendían vidas a muy bajo precio. Ella y yo nos mirábamos, en un bar muy elegante, de esos modernos que ponen música cubana cuando la tarde te esta pidiendo que la beses.

- Con ese vestido morado va a ser muy difícil resistir toda la noche.

Y ella se levanta de la silla, que estaba pegada a la tierra como mis labios a las palabras. En el cielo habrá miles de aves migrando, pero Margarita y yo subíamos a un quinto piso sin ascensor. Al tras luz de las ventanas, mientras las escaleras se hacían poemas y excusas, yo veía sus piernas lindas chocarse, y como nacía un monte luminoso y violeta.

- Yo algún día te escribiré en una novela, bonita, y diré a la gente que fuiste París, y fuiste hermosa.

En el horno las bocas se repartían entre cuatro. En la mesa, los platos y las copas se multiplicaban. Llamaron a la puerta con el lujo de los invitados. Entró Francesco. Camisa morada y barba perfilada de los Lunes. A su lado, Nadia, esa niña blanquita que llego de las estepas y de los idiomas cirílicos. Cuando cuatro son las bocas, dos son los besos. Cuatro truchas para dos bocas.

- Pon vino a esta sonrisa, Margarita, que tu nombre no se quede en estos muros y salga por toda la ciudad.

Pasaban algo de música en la radio. Esas canciones francesas que nunca terminan de pasar de moda. En las paredes colgaban cuadros que hablaban de revoluciones pasadas. Amo tu pintura como amo los pinceles que están por llegar.

Las doce de la noche llegó al reloj universal de las copas de cristal.

- Francesco, si me dejas solo, yo no sé actuar.

El diablo se salió de sus guaridas. Malditas las noches y malditas sus constelaciones de coincidencias. Nadia agarró su abrigo. La puntualidad rusa la llamaba al orden. Francesco se retiró con la mejor de las excusas, tocando el himno nacional. El diablo se plantó ante mí. Si me dices que me quede yo me quedo, pero prométeme que esta noche no será mañana la otra noche.

Se cerró la noche. En la mesa quedaban dos copas de vino. Margarita tenía su vestido morado, ávido de caricias y de recortes presupuestarios cuando se apagaran las luces. En la calle habrá orquestas tocando a los pies del Sena. El vino se consumió en una copa de cristal. Miles de brujas sobrevolando el cielo más negro, más incierto, más poblado. Y nosotros aquí, buscando esquinas a la soledad.

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