sábado, 4 de junio de 2011

Miedos y Trovadores






Era de noche y no hacía demasiado frío. Una tarde primaveral, de esas que se abren a una botella de vino o a colgar los pies sobre un puente volante. Estábamos descamisados, sin ningún lugar fijo en la memoria al que ir. Hoy hay que ir a un sitio nuevo, que para eso somos jóvenes y es Viernes.

Dejamos las bicicletas apoyadas en una pared, al otro lado del río. Compramos unas cervezas y nos fuimos acercando al Sena como si nos hubiéramos convertido en perros que buscan el calor de una manta.

Las primeras horas fueron metros que se cerraban (adiós a otra noche por debajo de las tres de la mañana), grupos de chicas que ni siquiera nos miraban, y manifestaciones etílicas de extranjeros que no saben que las piedras también quieren dormir. Un libro cerrado que alguien olvidó, como si los libros no tuvieran frío y se sintieran solos, y una noche que parecía ser, lo normal en estos casos, el fracaso de un bus que se agarra a media carrera.

¿Pero cómo te permites, insolente? ¿Cómo explicar que en esta ciudad las cosas no funcionan así? Que tomas una calle cualquiera, abres la mirada hacia los grandes espacios luminosos de la noche y encuentras una respuesta a tus dudas, a tus miedos, a tus consejos malintencionados de tu conciencia. Una esquina pensada siglos atrás: una nube de amores que se quedaron en el pozo de los despidos. Un vagabundo que busca su cama entre cartones: Paul Auster vive en cada uno de estos pequeños diablos. El rastro de las luces de los coches en el agua: una canción que suena solamente en las noches.

Y apareció el miedo. Ese sentimiento solitario que viene cuando uno está rodeado de gente. La antesala a la calle oscura. El deseo de escapar del destino, que está firmado, que está sellado. Vicente, ese gran trovador de los silencios, nos descubrió un lugar que mis ojos nunca habían visto. Aquí nació París, nos dijo. Y yo pensaba para mí, aquí nacimos un poco todos nosotros. Entramos en las entrañas de la Ille de la Cite, delante del Palacio de Justicia. Yo había oído algo sobre que en esa plaza quemaron al último templario que agarraron vivo. Morir delante de Ponte des Arts, con todos los besos que te miran y todas las trompetas que te dan la espalda. Y Notre Dame al fondo, para acrecentar las llamas que te consumen.

Yo sentí miedo. Sentí eso que se ama y se odia al mismo tiempo. Cada farola era una sombra y cada sombra era un cuchillo que sobresalía, luminoso y plateado. Y vinieron las historias de la infancia. Mis imperios contra la oscuridad, mis carreras contra las caras que se formaban en mi pared, cuando mi edad se hacía con ocho años, y mis templos de misterio se derrumbaban por cada ruido que la noche desprendía. Y mis miedos no vinieron solos. Vinieron los miedos de los demás. Y Antonio hablaba de cuerdas que se atan al cuello y autopistas y columpios que penden cuerpos. Y Fer hablaba por teléfono, junto a una señora sin años ni estaciones, que cambiaba de rostro en cada impulso del cielo. Y Elías nos decía que hubo una época en la que todo era difuso y la gente le perseguía por las calles, cuando se ponía el sol. Y poco a poco nos fuimos levantando, sintiendo, que entre fantasmas, estábamos traspasando una línea que no nos convenía. Los cinco miramos con disimulo a aquella señora que cambiaba de rostro, y que a su vez, no se dejaba ver. Pero Vicente, el trovador de los silencios, manos en los bolsillos, se mostraba impasible, porque aquella plaza era su paraíso en la tierra para él. Y sentí cierta ternura al descubrir que de todos nosotros, el único que no sentía miedo era el descubridor de Place Dauphine.Y Vicente iba el primero. Se sabía el camino. Estamos en el centro de París y este lugar se me había escapado. No, chaval, ese lugar tenías que verlo con gente como Vicente, el trovador de los silencios. La plaza estaba iluminada con tenues farolas que poco a poco se iban apagando. Nuestras conversaciones, en cambio, crecían con el calor de la oscuridad y de la cerveza. No escuchábamos ni el rumor de las olas cuando pasa un barco, ni los coches haciendo cruces de humo por la carretera, ni la fricción de la Luna cuando choca con las nubes.

Nos fuimos con el miedo colgando de la chaqueta. Esos miedos irracionales que te traen las órdenes de tus padres al acostarte, que ya es tarde. Pero en el fondo, en lo más profundo de nuestro ser, todos sabíamos que todos esos miedos se dirigían aquella noche, en la Place Dauphine, hacia un único y compartido miedo: el de dejar París dentro de un mes.

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