jueves, 16 de junio de 2011

Veinte Años



Solía fumarse un Romeo y Julieta a media tarde, sentado en su silla, y poniendo algo de ópera, o tal vez alguna canción de Víctor Jara, mientras me explicaba en que consistía el último que estaba leyendo, o cómo había escrito Marx el Manifiesto Comunista, en pleno Soho de Londres, entre borrachos y luces que olían a moviola. Estiraba sus piernas hacia la mesa, donde descansaban todo tipo de objetos inútiles: un adoquín parisino, capturado años atrás, botellas de vino recién abiertas, de las cuales siempre acabábamos una, un ejemplar de algún libro de Adam Smith, y su inseparable ejemplar diario de Liberation. En las paredes que le hacían dormir un cartel de Yo soy Cuba, la película que nunca terminamos de ver, otro de la revolución de los claves, donde una chica muy mona levantaba el puño, y otro de Miguel Hernández hecho con lápiz.

En Septiembre veíamos películas políticas, en la sombra del jardín de la universidad. A veces paseábamos. Otras veces dormíamos la siesta, yo en su cama, él en la silla de su cuarto. El invierno trituró aquello que los demás llaman monotonía. Y nos alejamos por buena salud de los dos.

A pocos metros vivía una chica tunecina. El mayor torbellino que he visto en mi vida. Compaginaba a la misma vez clases de alemán, chino, yoga, literatura, iba una vez al día al cine, tocaba el piano solo por el placer de sentir las teclas en su piel, y dormía doce horas. No creía en un mundo alejado de los muros de la universidad. El patio central era para ella el universo concentrado. Siempre llevaba el pelo suelto, y se perfilaba los ojos de una forma irresistible, como si de ellos dependiera el orden y el caos. Su español era muy bueno. Su sonrisa también. Los primeros meses solíamos comer juntos, tomar un helado en Mouffetard y caminar hasta la Mezquita. La revolución árabe la apagó entre llamadas telefónicas a su casa y la sensación de que la historia no quería subirla a ella en el mismo vagón. Cuando la vi por última vez, nos abrazamos como si tuviéramos miedo de no vernos más.

En el otro lado del corredor, si llaman a la puerta, una chica italiana les abrirá. En lo primero que se fijarán será en su lunar que le baja por la mejilla, un lunar hecho para las miradas y las piedades. Sin saberlo, sin predestinarlo, compartimos una genética que es más dramática que festiva. Una genética que tiene que ver con un tres y con un noviembre. Los cafés con ella siempre fueron más dulces que con ninguna otra persona. Recuerdo que sus abrazos eran una mezcla de sabiduría y tranquilidad. Hablar con ella de mis problemas era como buscar en la enciclopedia de todas las dudas la respuesta. Lo mismo hablábamos de sexo que de política. De cine que de locura. Siempre me pareció algo más que una amiga. Era una hermana mayor. Un buen día de Junio, su habitación se vacío y nadie llamó a la puerta para comprobar si el lunar en la mejilla seguía ahí.

Hacia el sur, a unos pocos kilómetros de la ENS, se encuentra la facultad de Montrouge. Una chica de piel tostada, abrasada por el sol de Venezuela vivía entre libros, seminarios de latín y revistas de Virginia Woolf. Paseábamos por el jardín de Luxemburgo en la hora de la comida y hablamos del gran continente que tenemos en común, de lo buenas que son las noches en un teatro francés, y de que la llamara si algún día volvía por este lado del planeta. Se la llevaron las mareas y los exámenes. En su fiesta de despedida yo no estuve presente. Me requerían las necesidades y los falsos dorados. Escuché por última vez su voz al teléfono.

Ahora recorro todos estos pasillos, todas las calles que sé que han sido de ellos. Hablo en sus lenguas y me siento en los mismos bancos donde se sentaban. Eran pequeñas costumbres. Verlos significaba que el día estaba siendo normal, que no habían cerrado el restaurante, que la revolución que esperábamos se estaba retrasando, que el Sol se pondría esa noche por el lado del Grand Palais, que la línea 38 nos unía a todos bajo una misma parada. Miro sus puertas deshabitadas, como un cuerpo que ha perdido la vida. No escucho el rumor de sus pasos, debajo de la puerta, ni el brillo de los rostros al zafarse de la madera. Esos ojos que se hacen uno solo. Todas estas pequeñas vidas, que sin quererlo, han formado la mía.

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