lunes, 6 de junio de 2011

Tierra de embajadas



Lo llamamos a eso de las ocho de la tarde. Todos sabíamos que estaba cansado, que lleva unas semanas muy duras de ajetreo, y que nadie vuelve a ser el mismo después de los últimos años: un avión que te deja en New York, un mes en Asia, comiendo un poco de todo, llamando de noche a casa, para no despertar a nadie con el cambio horario, y apenas tener los ojos activos para visitar las ciudades, esas que cambian en cada Lunes y que se vuelven amarillas y portadas en los periódicos los viernes.

Y todos éramos conscientes. La tarde empezó el día anterior. Estábamos sentados en cualquier parte de la ciudad. Apenas nos quedaban ánimos para continuar con la noche. Ya van muchas así, y al final sabes que sucede lo inesperado, y que ves el Aleph, lo que nadie consigue ver. Aguanta un poco, que las puertas nunca se dejan abiertas. Y la noche quedó abierta para el día siguiente: una comida en el 58 Boulevard Saint Germain. ¿Les suena esta calle? Muchos amigos me preguntan qué se siente al pasear por esos adoquines. Tanta emoción como el segundo antes de abrir una botella de champán, les contesté a algunos.

Unos llegaron puntuales. Otros no. Las secuelas de las noches se amoldan al reloj y lo hacen veloz y travieso, hasta que se despega del control de tu cabeza y hace que pierdas un metro, o que no encuentres la salida exacta de tus zapatos. Pero nos sentamos unos ocho a comer. Pusimos el ordenador mirando hacia la ventana y desde la pantalla dos tenistas comenzaban a pasarse las pelotas en una superficie de arena. Algunos pensarían que la vida tiene que ser exactamente un manto de arena dispuesto para que dos genios intervengan en su disposición, tocando una pelota y haciéndola rodar ante el asombro de cientos de personas. Pero esos dos dioses de arcilla se movían a una velocidad infinita, y levantaban las voces de toda la ciudad, que sobrevolaba por encima de las propias nubes, que a eso de las cinco de la tarde, se dejaron arrasar por el agua.

Y el partido continuaba sus directrices. Ese ejército concentrado nacido en Manacor corría de un lado para otro, dominaba el partido, hacía suyo el terreno, le ponía nombre y lo deshacía con los dientes. Sus brazos se hacían cuerdas y su voz llegaba a la garganta de todos los espectadores. Pasaron dos horas más. La lluvia dejó de ser un peligro y la bola definitivamente se paró de un lado de la pista. En el otro lado, un suizo que ha hecho de la historia un mero ejercicio de estadística, caía de nuevo derrotado.

Compramos seis botellas de vino. Las victorias saben mejor afrutadas. Nos dirigimos hacia el Sena, ese templo de sabiduría y de felicidad universal, y nos sentamos, como tantas otras veces, a ver la tarde pasar en un anochecer anaranjado, como la tierra batida. Entonces llegaron las conversaciones. El vino hacía sus efectos y todos estábamos exultantes por nuestro amigo. Tiene que venir más veces a París. Ese tío despierta lo mejor de nosotros. Entonces el plan empezó a tramarse.

Nos enteramos que había una fiesta en la embajada de España. Una fiesta de gala y etiqueta, donde van los políticos y la clase dirigente del país. La fiesta la hacían en honor de nuestro amigo, así que decidimos que nosotros también estábamos invitados. Pensábamos ponernos traje y corbata, pero entre discusiones y vasos de vino, la hora de la partida se retrasaba. Tuvimos que posponer nuestro plan en una segunda vertiente.

Buscamos su contacto en Facebook. Nos apareció una foto suya vestido de azul. Comprobamos que se trataba de él, y no de un impostor. Y le escribimos, en un castellano que variaba entre lo formal y lo amigable: “Hola, somos unos erasmus españoles que hemos disfrutado mucho viéndote estas dos semanas en París. Solo queríamos decirte que si te aburres de esa fiesta en la embajada, llena de cortesías y protocolos, nosotros te ofrecemos una botella de vino barata, en el lado izquierdo del Sena, enfrente de Notre Dame.” Y adjuntamos un número de teléfono para esperar su llamada.

Entre una lluvia que empezó siendo fina, y que se transformo en un refugio del verano, fuimos apagando las botellas de vino que nos quedaban, a las dos de la mañana, mojados, debajo de un puente para protegernos, y fieles a nuestro amigo, que seguro que a lo largo de la noche se aburriría de las etiquetas y se vendría con nosotros a emborracharse.

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