martes, 17 de agosto de 2010

Operación Overlord







Apenas parece que ha pasado el tiempo por las playas de Normandía. Cuando uno baja a la arena y siente sobre sus pies desnudos el mar se estremece ante tantas vidas convertidas en sal y marea que sube y baja cada noche. Si cierra los ojos y abre los brazos puede escuchar de muy lejos el aullido de una bala perdida, el grito distanciado de una voz pidiendo auxilio y después la calma y el silencio absoluto, el precio de entrar en la historia.
El 6 de Junio de 1944 fuerzas aliadas desembarcaron en cinco playas para liberar a Francia y Europa del terror Nazi. A las 6:30 de la mañana, cuando aún los peces dormían y las primeras luces despuntaban, cinco playas se inundaron de huellas y de casquetes de balas, de cascos vacíos, sin dueños, y de rojos pasos hacia la nada. Sword, Juno y Gold apenas opusieron resistencia y las divisiones británicas y canadienses avanzaron como en un desfile militar, así como Utah, tomada por los americanos, pero entre los acantilados de Omaha y los rompeolas de La Pointe du Hoc se escondían varios nidos de ametralladoras. Tras doce horas de combate, las tropas norteamericanas aún no controlaban los cien metros de costa, y los soldados seguían cayendo al suelo devorados por las balas. En aquella playa murieron cerca de 6.000. Algunos no sobrepasaban los dieciocho años.
A uno le resulta complicado no emocionarse ante el rumor de las olas que va y viene, incesante, infinito, como una inscripción perenne de lo que ocurrió aquel día de no hace tanto tiempo, un día que cambió el curso de la historia, que permitió que creciéramos libres, que admiráramos la belleza del mundo en su medida exacta, que nos delimitó el bien del mal, un día que para mucha gente no amaneció, pero que resultó el amanecer de un pueblo, de Europa, el amanecer de la conciencia moderna, y uno piensa que es dichoso, y cuando pasea por el Sena ve un río liberado y bello, más bello desde aquel día, y cuando examina los cuadros del Louvre se emociona ante los artefactos de colores, y cuando disfruta de un vino en Saint Michelle bebe a la salud de muchos otros que no pudieron llegar a beberlo, y que París es lo que es, la ciudad más misteriosa del mundo, gracias a los sueños de millones de jóvenes que sombraron de sangre los campos de todo el mundo, cada uno con su historia particular, con su amor esperándole en una casa con jardín, con familia a la que querer, y que probablemente sabe, en la niebla de la mañana del 6 de Junio de 1944, temblando las manos ante el silencio del enemigo, ahogando su saliva en lo que sabe serán sus últimas notas de respiración, ante un mar que será su tierra leve, es consciente, que cada minuto sobre la arena es una última palabra, una cruz de madera sobre un extenso campo con un nombre y una fecha.
Y sobre la ladera que corona la playa, sobre los esqueletos de los Bunkers nazis y los hoyos de las bombas que aun permanecen en la arena, caminan al viento cinco banderas, la canadiense, la británica, la francesa, la americana y la alemana, todas iguales, como si las heridas ya hubieran dejado de sangrar y todos hubieran superado las más de doce horas de desembarco.
Las playas de Normandía no olvidan lo sucedido. Tampoco todo aquel que las visita y sus habitantes, actores principales también de la guerra. No olvidan ni un minuto de aquel seis de Junio, de lo ocurrido anteriormente y lo días posteriores, pero hay algo sorprendente en sus miradas, la de los civiles, algo que no todos los pueblos son capaces a realizar, sólo algunos; no olvidan, pero si perdonan, por eso a todos nos corren las lágrimas al ver los restos de embarcaciones varadas en lo alto de una playa.

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