domingo, 8 de agosto de 2010

Paolo y Francesca


Esta no es una historia de amor corriente. Aquí el amor es un castigo, y nadie previó sus efectos.

Tal vez desconozcan la historia, o la hayan oído contar de boca en boca, como corren las leyendas, de país en país, con nombres diversos y acentos distintos. Pero son ellos, se lo aseguro.

En una de la salas del Museo del Louvre, en el ala Denon, donde el Sena se abre en dos mitades ante Notre Dame (parece un Moisés gigantesco), se hallan dos personas que se miran de una forma perpetua, como si no existiera el tiempo sobre ellos.

Él es apuesto, y tan joven que ralla la locura su cara. Dicen por algunos rincones que su nombre es Paolo y nació en Rimini y que fue un noble hace mucho tiempo. Él está buscando un cuerpo entre las sombras.

Ella parece un sol apunto de caer en la tarde. Su cara es redonda, y sus labios, a pesar de salivar dolor, se mantienen firmes y carnosos, como en el momento exacto del primer beso. Ella busca otro cuerpo, esparcido entre la oscuridad, y de vez en cuando lo roza con sus delicadas manos medievales. La hacen llamar Francesca, y se la vio jugar de niña en Ravena.

La gente corre de un sitio para otro, ataviados con sus cámaras de fotos, con sus gorras deportivas y con los planos del museo haciendo de eco por los siglos, como silbándole secretos al viajero. Se adentran sin querer en la sala de pintura francesa del siglo XIX y cuando están delante de los amantes, pasan de largo. Ni siquiera una mirada para tantos siglos de besos y desesperación. No saben que aquellos dos muriendo mientras leían junto al Arno un libro que les condujo a juntar sus cuerpos.

Y muy de vez en cuando alguien se detiene al verlos. Pregunta por sus nombres. Mira sus caras de dolor y pide consejos a otros dos hombres que se encuentran en la otra esquina del cuadro, un poeta laureado que vive en el primer círculo del Infierno y un florentino de nariz estrictamente italiana que nos mostró el camino de la humanidad hace muchos años.

Y queda la tarde suspendida, cuando suenan las sirenas y se cierra el museo, y los turistas buscan otras presas que retratar. Y el dulce Paolo y la dulce Francesca se quedan solos, y el sabio Virgilio y el docto Alighieri los observan, y de vez en cuando apuntan algo en un pergamino. Pero los jóvenes se están amando a pesar del tiempo, de la muerte, de cualquier castigo, de cualquier artista, de cualquier turista, de cualquier revolución, siempre firmes, un cuerpo sobre el otro, por encima de los flashes, por encima de la oscuridad, como sombras que son, a pesar de las lecturas que les hicieron prisioneros, en dos metros de óleo, y sólo se miran entre ellos, sólo hay dos ojos para dos ojos y una boca para una boca.

Y cuando el viajero afortunado se dispone a tomar la salida, una voz débil le envuelve y le aprisiona el pecho, y mientras baja las escaleras y encara la Victoria de Samotracia, derecho a la Pirámide de salida, escucha en tímidos suspiros:

Amor, que a todo amado a amar le obliga,

prendió por éste en mí pasión tan fuerte

que, como ves, aún no me abandona.

Canto V, L’Inferno. Dante Alighieri.

Y si lo escucha atentamente, podrá oír al Italiano caer al suelo y desmayarse, mientras expulsa para la frase más hermosa de la Tierra:

E caddi come corpo morto cade.

2 comentarios:

  1. Si Dante o Virgilio vivieran estarían orgullosos de tan fiel admirador,yo tambien estoy orgullosa del entusiasmo que muestras por todo lo bello y delicado,tu sensibilidad ante la vida es impresionante.

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  2. Y siempre es viernes, siesta de verano,
    verbena en la aldea, guirnaldas en mayo,
    tormentas que apagan el televisor.
    Teléfonos que arden, me nombra tu voz,
    hoy ceno contigo, hoy revolución.

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