miércoles, 6 de octubre de 2010

Tragedia Griega


En Grecia, el héroe trágico debía llevar una carga a lo largo de toda su vida que se conocía con lo que llamamos nosotros “destino”. Por ejemplo, Edipo, desde su propio nacimiento ya sabía que iba a matar a su padre y casarse con su madre, y que traería el mal a todo su pueblo.

De esto giraba mi primera clase en París.

Llegué temprano, cuando aún no se habían despertado los malos humores en la gente y todos dormían en la escuela. Entré en el departamento de Sciaence de la Antiquité y estaba vacío. Olía a latín y libros cerrados. Los despachos ocultos tras las puertas, las luces apagadas, y tras un cartel de Medea asesinando a sus hijos, como la lluvia rajaba la tierra en la mañana, se encontraba la sala de conferencias.

Se unió a mi espera una chica, que tímidamente comenzó a hablarme sobre todos sus planes de futuro, sin yo haberle preguntado siquiera el nombre. Nos tomamos

un café en la maquina por cincuenta céntimos y cuando nos sentamos su rostro me pareció aun más bonito. Me hubiera gustado que se llamara Suzanne, pero no me atreví a preguntar por temor a un nombre poco poético.

El profesor abrió la puerta de repente, como si viniera desde el siglo V a. C. y trajera bajo su brazo un manuscrito, una lanza espartana o un escudo macedonio. Se acercó a la estantería y saludándonos agarró un libro que podría tener más de cincuenta años (cuántas revoluciones habrán visto los libros antiguos, y ahí siguen).

El profesor, con su aire de intelectual sensual, comprometido con el cambio de peinado de su cabeza y con las palabras pesimistas de Sófloces, habló durante una hora y media. Nuestra Suzanne me dio una hoja de papel y un bolígrafo, para que tomara nota de la clase.

Realmente no todo fue mi falta de francés. Tengo grandes

problemas para concentrarme cuando las conferencias son largas, y eso me pasa aquí, me pasaba en Granada y me pasaba en Lorca.

Miraba a mí alrededor y sólo vi seis rostros agachados, tomando apuntes como máquinas, con un francés manipulado por la falta de tiempo y las palabras del profesor, y recordé a mis viejos profesores de Granada, los que realmente merecían la pena (que no eran muchos), y luego miraba al filósofo francés, que detenía sus papeles en el espacio como si leyera un manifiesto.

Y la clase siguió por sus caminos. Todos tomando apuntes, y yo buscando en la ventana algo que me llevara fuera de ahí.

Y lo encontré. Sus graznido se apoderó una vez más de la mañana. Y sonaron durante toda la hora y media, y esta vez, los cuervos venían directamente desde un poema del señor d’Ors, escrito en un otoño de Londres, y los imaginaba buscando entre la tierra a un Edipo que regresa, desterrado, a su destierro.

Y la lluvia seguía cayendo, y Suzanne me sonreía desde la distancia académica de las tragedias griegas, y mis apuntes seguían en blanco, pero yo solo pensaba en el negro de los cuervos, graznando desde los árboles, y en la vuelta atrás de Edipo por enamorarse de quien no debía.

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