lunes, 18 de octubre de 2010

La checa que trajo el frío


Ella no es checa. No es de Praga. No es de la primavera de los tanques. Ella es de Eslovaquia y nació en un país que ya no existe, que es otro. Por ciertas casualidades nos sentamos hace tres años en la primera clase de latín (sufrida clase de latín) de la universidad, y la amistad quiso aportar también un buen fin de semana en París.

Pero la checa que no es checa trajo consigo el frío; un frío que no se escucha por la radio, ni en las canciones ni en las pancartas. Un frío que se agarra a tu cuerpo y te paraliza los músculos,

te quita los pensamientos.

Y con este frío paseamos tranquilamente por el otoño de Pere Lachaise, con sus tumbas grises y sus adoquines hablando de revoluciones pasadas y extinguidas; examinamos cada esquina y el nombre de inscripciones como si fuéramos a encontrar la de un profesor o la del personaje definitivo de la mejor novela.

Y con este frío habitamos el Barrio Latino, en una guardilla de un séptimo piso, en casa de los amigos italianos, comiendo una pasta insípida (para estar hecho por italianos) y bebiendo un vino de un euro y medio (La felicidad consiste/en no ser feliz/y que no te importe M. d’O.)

Y con este frío caminé sólo el viernes de madrugada (porque ahora entiendo que iba solo)

y la lluvia esquivaba mis paraguas y mis portales.

Y con este frío recorrimos, mi amiga y yo, la checa no checa, algunos trozos de la historia de Francia, y vimos a gente importante que muere en el Pantheon, y todo el cat

álogo egipcio del museo del Louvre, porque los etruscos estaban muy tristes, y supimos que también las cervezas en París pueden costar tres euros cincuenta y que las manifestaciones son una coral de canciones y de festejos, y que la Bastilla vuelve en cada pancarta hacia el 14 de Julio de 1789.

Y tampoco fueron tantas fotos, sino momentos tranquilos, sentados frente a Notre Dame,

mirando cada uno de los barcos que se escapaba por las aguas llenas de cieno, y observando cada hoja que se cae, hacia una alfombra de pisadas y palomas extranjeras.

Y mi amiga se fue, porque la vida en Granada continua y los

cursos pasan más

rápidos que los años. Pero el frío se quedó. El frío se apoderó de París y mi amiga se olvidó llevárselo en el avión hacia España (que tendrá otros fríos). Y sentí, quizá muy dentro, que la vida aquí, en esta ciudad, está detenida, y a veces pienso si realmente me estoy moviendo o si a mi también me están cubriendo los hojitas maravillosas y bonitas de los árboles cuando impactan en el suelo.

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