lunes, 25 de octubre de 2010

Como dos extraños.

Me lo merecía. Esa noche me lo merecía. Apenas había bebido un poco de vino y mi conciencia no me había dejado mezclar. Esa vez no. Me había comportado según las circunstancias.

Apenas dije mentiras (salvo eso de vivir dos años en Buenos Aíres y lo de los padres emigrantes y mineros), y no me excedí en el baile. Se podría decir que algo dentro de mí me controló para hacer las cosas bien.

Ella estaba al otro lado del apartamento, atareada con la música, entre mambos y merengues, entre autores cubanos y trompetas brasileñas (que bien sonaban aquella noche las bachatas). El piso era una fiesta. Los franceses empezaban a irse, esos entes aburridos y superiores en la filosofía del desgate lunar (lunar de lunas, las gafas). Los vecinos ya empezaban a dar escobazos en el techo, y nosotros, como la fuerza de un destino, subíamos los altavoces y abríamos otra botella de vino.

Yo no conocía a nadie. Cada persona era un mundo nuevo. Colombia, Argentina, Venezuela, todo me hacia cruzar el charco. Y ella se cruzó en mi camino. Levantaba su copa, saludaba a unos amigos y me miraba como si mirase por error, como si no tuviera nada que objetar sobre mi barba de un mes y sobre mis ojos, abiertos como los de un galápago enamorado del sol.

Me lo merecía. Esa noche me lo merecía. Empezó a sonar Visa para un sueño, de Guerra, y dejé mi copa a un lado, sostenida por un amigo, confidente de todas las derrotas, le di mi gorra del Che y expresé en la pista de baile todo lo que nunca he dado en las noches donde me pedían algo. Por mi lado cruzaban sonrisas bonitas, sonrisas de paciencia, y yo escuchaba muy dentro de mí a un compañero de mi infancia, y lo llevé conmigo en mi aventura por la salsa, en mi esquiva partida de la noche.

Y me sentí muy bien, con las cadenas de la vergüenza a un lado. Y me acerqué a ella y empezamos a hablar, tranquilamente, como quien habla sentado en una playa y sabe que no hay noche que llegue, o como quien espera en la esquina de un cine una chica linda a quien invitar. Y empezamos a hablar, y las palabras me recorrían por las venas, y pensaba que a ella también me hablaba en argentino, y lo hizo durante un tiempo. Y no era el vino, se lo juro a ustedes, porque apenas había bebido, y me lo merecía. Y veía a mis amigos expectantes, como si estuviera en un examen. Y yo, relajado, seguro de que las derrotas no son acumulativas y de que algún día salen espantadas, aproveché los últimos compases de la canción para exteriorizarme, para declararme argentino que nació por error en una ciudad del sur de España.

Y todo iba bien. Yo sentí que esa noche me lo había merecido, y que por una vez en París me estaban acompañando los pronósticos. Y fui a por una cerveza, porque es bueno descansar detrás de los esfuerzos dialécticos. Y al darme la vuelta la noche me devolvió a los tangos y las tragedias. Y los labios de ella eran de otra persona, seguro que francés y sin ritmo en el cuerpo para bailar.

Qué noche canalla, muriendo como argentino, a las cinco de la mañana, y buscando Visa para un sueño. Noche canalla, maravillosa noche canalla.

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