martes, 29 de marzo de 2011

Ciento diez pasos




Aquella tarde, de repente, empezó a llover. Nadie lo esperaba, como nadie espera una llamada telefónica a altas horas de la noche, o como nadie espera encontrar una nota debajo de la puerta. Yo estaba en la estación de metro Argentine, casi al inicio de la línea uno. Vi pasar los vagones llenos, las personas que volvían de sus puestos de trabajo, corbata y maletín en mano, como si volvieran derrotados de una batalla. Muchos olvidaron que lo que les esperaba era París, al otro lado de las murallas de atascos y de los papeles dispersos por las mesas.

Y aquella tarde sabía que estaba lloviendo, porque la lluvia en el metro son paraguas mojados, dejando pisadas confusas en el pavimento, y son charcos que llegan a cualquier cartel publicitario. Me monté en el último vagón. Dos paradas más y cambio con la línea seis. Llevaba un libro debajo del brazo. Las horas en el metro son los momentos de máxima reflexión del día. Me percaté que en el otro extremo una chica estaba intentando adivinar el título del libro, o quizá el autor. Puse mis ojos en los suyos, esperando a que alzara la vista. Y lo hizo. Tenía dos grandes cavidades azules, como la bandera francesa. No era bonita, pero yo necesitaba hablar con alguien. Le pregunté si lo conocía. Ella me respondió con un acento tremendamente parisino que no, que nunca había oído hablar nunca de ese libro. Me dijo que estudiaba literatura francesa, y que su especialidad era el siglo XIX. Sentí que los lugares caían poco a poco. Que los espacios negros de los túneles se alargaban y que las luces tibias del metro se convertían en las lámparas de algún café de Sevres-Babylon. Me hubiera gustado saber su nombre. Pedirle el número de teléfono. Y a ella también.

La megafonía anunció la parada Charles de Gaulle Etoile. Pensé por un instante en mentir, en no abrir nunca la puerta hasta que no se bajara ella, o quedarme hasta el final de la línea sentado y leyendo. Pero abrí la puerta y se produjo ese silencio tan molesto para las despedidas. Le apreté la mano con tristeza. La despedí más con los ojos que con las palabras y torcí lentamente la esquina hasta esperar el metro de la línea seis.

Otras caras. Otras historias. Era el inicio de la línea. Toda la gente descendió al unísono del vagón y los que esperábamos entramos. Nos acomodamos. Observé que había una pareja de españoles al otro lado. No me apetecía hablar español. Buscaba el francés por los letreros y por los libros ajenos. Una señora muy gorda se sentó a mi lado. En el otro extremo de la ventana, una chica muy guapa se paró a contemplar mi estado. Ella estaba escuchando música y un joven no dejaba de mirarla justo en frente. Se subieron un grupo de escolares, que llenó el vagón de flautas musicales y de risas despreocupadas. Después de Passy cruzamos un puente por el Senna. Era consciente de que por el otro lado se encontraba la Torre Eiffel, Trocadero, el Sacre Coeur, como una huella que deja el incienso encima de la mesa, y las cúpulas doradas de París. Pero yo estaba pendiente del otro lado, solamente fijándome en las aguas color de plata que descendían tranquilamente, agrietadas con la lluvia que se crecía por momentos.

Una ventana se quedó abierta. Un hilo de agua me empezó a golpear la nuca, como si fuera una sorpresa de verano o un tesoro descubierto tras una expedición indígena. Esa hilera de humedad me estuvo golpeando dulcemente hasta Pasteur, cuando el metro vuelve a ser subterráneo, y el cielo plomizo de París, con sus soles ocultos y sus cenas reflejadas en las guardillas, se torna una mina de carbón.

En Denfert-Rochereau cambié a la línea cuatro. Esperé a que el señor judío abriera la puerta antes que yo. Por mi lado pasaron chicas bonitas y vendedores de humo. La línea cuatro olía a orines. Estaba vacía. Solamente entró en ella una mujer negra que hablaba con su móvil y un turista desperdigado. Dos paradas. Alesia. El final de todos los caminos en París. Caminé ciento diez pasos hasta las escaleras de retorno al exterior.

Había dejado de llover. La calzada estaba encharcada y el cielo recobró algo de su brillo, justo antes de caer del todo hacia la noche. Sonaron las campanadas de la Iglesia, las que me despiertan todos los días. Sentí una sensación muy extraña cuando descubrí que mi nuca aun seguía mojada. Como si las venas de mi cuerpo fueran líneas de metro, y la sangre que las registra, habitantes que leen, que hablan, que escuchan música, que se sientan, que se conocen, que se presentan, que simplemente intentan hacer una vida lo más cercana posible a la normalidad, sabiendo, que todas ellas se vuelven extraordinarias.

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