domingo, 3 de octubre de 2010

Anti-poesía en Notre Dame



La noche estaba ya muy avanzada. Podríamos decir que en su cumbre. Serían las tres de la mañana y serían dos las botellas de vino que llevábamos por cabeza (insisto, no me paso el día bebiendo en esta ciudad). No se sabe por qué, pero acabamos encontrándonos con Notre Dame de París, el mismo lugar que vio en verano a mi hermano y a mi rezar por puro ateismo la victoria de España en el mundial “Pepe, vamos a encomendarnos a Nuestra Señora, Pepico”, me decía siempre.

Y allí estábamos, amigos de Granada, amigos nuevos, amigos extranjeros, todos

con una botella debajo de la chaqueta, entrando por los arcos góticos de Notre Dame, y mirando por dentro, entre sus columnas y sus pilastras, intentando descubrir un rostro jorobado, una gárgola definitiva, un poco de vino más, intentando admin

istrar bien los diablos hallados esa noche en París y sabiendo qué tiene de especial esta Noche Blanca donde nadie duerme.

Y llegó el momento. Y un italiano a mi lado le puso nombre, y dijo con su acento musical de escritor milenario sublime. Dijo que esta noche, que las sombras en las vidrieras de la catedral, que nosotros, que estábamos mirando hacia todos lados sin poder ver nada, escuchando una música que venía de no sé donde, dijo que todo eso era sublime, que el cura que vigilaba el altar mayor, las portuguesas que nos robaron la mitad del vino y se fueron para siempre sonriéndonos, que todo eso era sublime, porque en realidad era sublime, y era sublime el móvil en mi bolsill

o, que se olvidó esa noche de mi y no sonó, y era sublime la gente que se acumulaba en la plaza, bailando sin conocerse y abrazándose porque no se conocían, y fue sublime la noche porque nos encontrábamos parisinos y nosotros nos llamábamos parisinos, y se escuchó un susurró por Notre Dame que todavía no deja de sonar, como si aun viviera Cortazar.

Y al final de la noche, cuando estaba amaneciendo, cuando la Noche Blanca se estaba convirtiendo en un alba blanca, agarramos el primer metro del día y saltamos el control de seguridad, porque todo valía es esa noche que se nos escapaba. Pero nos encontramos con cuatro gendarmes y un perro rabioso que nos ladraba en la cara. Hablamos quince minutos. Hacíamos gestos pero los policías nos empujaban contra la pared con sus gargantas afiladas. Deberíamos pagar cincuenta euros (y ni en la cuenta del banco tengo esa cantidad ahora mismo). Nos interrogaron, pero yo solo podía sonreír, y nos gritaban mucho, como si estuvieran jugando a las cartas y fueran perdiendo, y yo solo sonreía porque la noche me había parecido una catarsis. El gendarme se desesperó y nos perdonó la multa. Noche Sublime. Como apuntó ese italiano de aires milenarios. Noche Sublime, vino, Notre Dame y algo de poesía.

Algunas cosas nunca cambia, por suerte.

(En unos días subiré un video de una conversación dentro de la Catedral)

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