jueves, 24 de marzo de 2011

Ojos color miel oscura



Esta isla es un escudo contra la soledad. La conozco como la palma de mi mano. Como descubro todas las mañanas una nueva mancha, un nuevo camino entre el dedo índice y el pulgar, una nueva silueta azul que se escapa de la carne, así se presenta para mí Saint Louis, siempre nueva, siempre el mismo mapa de conversaciones y los mismos desiertos de canciones y parejas desbordadas.

He venido muchas veces. En todas las estaciones. He varado en noches de melancolía, en busca de un giro inesperado de la ciudad, para encontrar el azar de un beso robado detrás de una farola o simplemente una conversación en francés, rodeado de cervezas que sabían a tiempos nuevos. Pero también he venido acompañado. Bajo las luces de los cigarrillos, con los amigos nuevos de París, que ahora siento que han sido los mismos desde mi nacimiento, viendo las franjas blancas que los aviones dejaban en el cielo, y pensando que qué más da no estar en uno de ellos, si estamos en París.

Pero en esta ocasión vine solo. Tres de la tarde, la hora del sol indomable. La vida se disuelve en flores que nacen de los árboles, que prolongan la existencia de las ideas y de las ráfagas de Saint Germain. Llevo entre mis manos un libro, todavía no abierto. Sus pastas me obligan a amarlo como se ama a los amores nuevos, esos que se descubren entre sabanas y el pudor de las luces que desenfocan los coches desde el otro lado de la ventana. Las olas de los baños de Miraflores rompían dos veces, allá a los lejos…y mis ojos se centran en las turbias aguas del Sena, con sus ondas incandescentes de patos y de barcos, haciendo pequeños remolinos entre las dos islas. Pienso que dentro de estas aguas se han consumido miles de vidas dedicadas al arte de amar París, que estas propias aguas son el mayor monumento de la ciudad. Son la revolución y el fracaso.

A mi derecha un señor mayor sin camiseta lee un libro sobre la historia de Polonia. Nos saludamos. Sus ojos se someten al blanco de las páginas. Era impagable estar junto a ella, viendo cómo danzaba su melenita cada vez que movía la cabeza, la picardía de sus ojos color miel oscura, escuchar su manerita de hablar tan diferente…y veo pasar delante de mi sombra muchachos agarrados de la mano, amigos que se disponen a tocar la guitarra, y el cielo toma un color que nunca antes había visto en mi vida. Ese azul que muy pocas ciudades saben sacar de los elementos. Ese azul que solo se encuentra en los ojos escandinavos. El señor polaco sigue leyendo, pero de vez en cuando, sube su bigote para saludarme con un gesto amable. Somos amigos.

A mi izquierda una chica alemana se toca con relajación el cuello. Es bella como lo son los Martes de verano. Administra el movimiento de sus finas piernas con sumo cuidado. Apenas me mira. Lleva unas grandes gafas negras que le tapan los ojos. Para dentro de dos horas nos habremos hablado y le habré preguntado que qué espera de la vida. Yo soy París. Tú sabes. Yo puedo ser París si tú me dejas. Y vuelvo a veces a evocarla, a oír la risa traviesa y la mirada burlona de sus ojos color miel oscura, a verla cimbreándose como una caña a los compases de los mambos. Desato los ojos de mi lectura. Se está bien aquí solo. Soy yo el que está con estos ojos adolescentes viendo todas las ciudades en una sola ciudad. Todas las calles en una misma laguna.

Me vienen a la mente muchas respuestas de preguntas que no me han sido contestadas. Es suficiente esta hora de la tarde y este momento para justificar toda una vida. Mis labios están resecos. La temperatura del agua estila miles de tapones de vino que han sido vertidos. No entiendo por qué nunca me volvió a llamar aquella peruana. A veces la ciudad son más los amigos que los propios edificios. El señor polaco estira sus manos para soltar las últimas palabras leídas en su Histoire de la Pologne. Yo la hubiera llevado a los mejores cafés de París, si ella me hubiera dejado. La chica alemana se quita las medias y descubre una piel blanca y virgen de miradas matinales. Yo me hubiera dejado enseñar. Cierro mi libro. Me hubiera dejado enseñar pero ahora lo he aprendido todo y no lo necesito.

La noche llega por los extremos izquierdos del cielo. Lo saben y anuncian los patos, que emprenden el vuelo. Lo saben las luces de la ciudad, que encienden sus historias de soledad. He acabado el primer capítulo. Me levanto del banco para dejarle el puesto a otra persona. De eso se trata. De ocupar posiciones que otros han dejado atrás. De tomar ese café que aquel chico dejó con la chica que lo esperaba pacientemente; de agarrar una mano que antes había sido agarrada por otro, en otras noches, en otros ríos; de escribir historias que apenas suceden y ya se están acabando, sin saber dónde diablos estuvo el error. Y me digo a mi mismo, entre patos que surcan guardillas y reflejos, que no importa donde estemos, porque siempre existe un lugar al que podemos volver.

* Las citas en cursiva son del libro "Travesuras de la niña mala" de Mario Vargas Llosa

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