lunes, 21 de marzo de 2011

También París



Yo caminé una tarde, hace ya cuatro años, como puedo caminar ahora, por las calles de Florencia. Y veía los portales medievales como quien ve pasar una bicicleta por una plaza, o una mujer bonita comiéndose un helado. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Yo estuve sentado en cualquier mirador de Granada, esos ojos que la noche abre a los jazmines, con una cerveza en la mano y una guitarra en la otra, viendo como se besaban a mi lado los muchachos y las palomas. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Yo me dejé llevar una tarde por Bercy Village, movido por el sonido de las fuentes en el mármol, por los olores que la tierra emanaba, como un nacimiento fresco, y persiguiendo a los niños que corrían detrás de una pelota. Y no lo sabía. Y era ajeno.

Mientras tanto, París podía seguir con sus exhibiciones de arte, con sus puestos callejeros con todo a mitad de precio, sus maletas esperando en la puerta de cualquier hotel, los vendedores de ilusiones en forma de flor escudados en las esquinas más lúgubres del Pompidou. Mientras tanto alguien atravesaba los atascos y las paradas de metro. Alguien venido desde los años de poesías entre jardines y cuestas por donde pasa la primavera. Alguien que ha sido también París estos meses. Y yo no lo sabía. Y era ajeno.

Me senté en una cafetería. El Sena ni siquiera se intuía con la mirada, pero me llegaba una fragancia de barcos y de paseantes agarrados de la mano. Dejé atrás los parques, las colinas difamadas por los adoquines y los puentes que cuelgan de cualquier pensamiento existencial. Me aferré a mi vaso de café, negro como las noches más oscuras de los miedos infantiles. No quería mirar hacia delante. No sabía con lo que me iba a encontrar. Y de repente, las palabras fluyeron…

Ella comenzó a hablarme como nunca me había hablado hasta el momento. Abrió sus labios italianos hacia la pureza del lenguaje y con un acento etrusco su español me iluminaba hacia tardes donde nunca llegaba la noche, en cualquier calle de la Toscana, entre perros que duermen la siesta tumbados a la sombra. Y me descubría que sí, que aquel mes de Mayo en Granada también yo estaba pensando eso, en ese mismo instante en el que ella lo estaba pensando. Que en realidad ella quería pedir otro limoncelo la misma noche en la que yo dije que no podía más, que basta, que me iba a la cama. Que donde yo había visto metáfora, azul, pájaros suplicantes, Granada, canela, ella había visto mucho antes agua, flamenco, girasol, sandalias y vino dulce con buenas noches dadas desde una ventana. Que en realidad mi cara de asombro aquella mañana tomando el sol en la Alhambra no había tenido nada que ver con la composición de los jardines o con las casas blancas que escalaban la montaña de los barrios posteriores. Que cuatro meses no son cuatro meses, son cuatro meses más una vida entera de recuerdos. Que una persona y una persona es mucho más, es Daniela hablando español, es una cerveza alemana en una plaza de toros y una Venus de blanco que va a recoger la vendimia cada mañana sin mancharse. Es una calle estrecha y melancólica que se repite en todas las calles y es una canción que, de repente, suena en dos cabezas sin sonar en ninguna parte más del mundo.

Con sus palabras me hizo ver muchos hechos. La miré directamente a los ojos. En aquel punto ambos llorábamos. Yo lloraba pero no lo sabía. Simplemente notaba un leve escozor en los ojos. Yo me preguntaba el por qué de esta ciudad tan al norte. Ella guardaba silencio. Éramos los mismos del año pasado, pero distintos porque el calendario lo había exigido. El mismo silencio de los comienzos. El mismo silencio de los finales. Ambos tan distintos.

Nos abrazamos. Hay abrazos que se merecen y abrazos que merecen ser detenidos. El nuestro se detuvo. Caminamos hasta Saint-Germain. Yo había visto en su pasado tantas veces mi futuro, que ahora no tenía más que añadir. Ella había visto su pasado tantas veces en mi cara, que no tenía nada más que decirme.

La tarde quedó muy tranquila. En el cielo amenazaba, de nuevo, la lluvia. Alguien cerró con llave el parque de Bercy-Village. Una pelota de futbol se quedó atrapada dentro y un niño lloró desconsolado.

En una tarde como esta, Leopardi debería haber escrito sus poemas a Silvia. De esas tardes que sin decir mucho se entiende el sentido de muchos meses.

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