sábado, 19 de marzo de 2011

Declaración de Guerra



Una viajera desciende lentamente y sin maletas desde la Gare de Austerlich. La noche se presenta con una Luna que nunca había visto en veintiún años de vida. Blanca, perfectamente redonda, y salida de entre nubes negras y esquinas de boulevares y ladridos de perros.

Se apagan los micrófonos. La voz se ha quedado retenida en la sala. Los flashes acaban de disparar sobre sus caras. Las luces pierden el tono. Las puertas nunca más se abren. Los periodistas ultiman sus artículos. Una veintena de aviones encienden los motores. Los proyectiles están a punto. Están calientes dentro de sus fosas de hierro, a la espera de carne y dientes deshabitados. En Libia se presiente desde la distancia un rumor de fuegos artificiales, como las noches de verano en la que se abraza una chica, en la playa, mientras ves una película en un cine de verano. Nadie sabe lo que va a suceder, pero el abrazo parece eterno.

Mientras tanto en el barrio de Opera las señoras elegantes portan bolsas de diseño en sus manos. Abrigos de pieles, terrazas llenas de besos y vasos de vino caro. Panfletos sobre la última colección. Conversaciones distanciadas acerca del último partido de futbol y trescientas cuarenta y cinco personas que pasan por minuto sobre Galerías Lafayette. En el exterior de cada edificio se puede ver una bandera de Francia, y el agua de todas las fuentes es iluminada con los colores de la nación. Sobre el centro Pompidou cuelga una tela gigante con el azul, el blanco y el rojo. Son tiempos difíciles, dicen las personas al pasar. Arte moderno y encuentros en cafeterías para hablar de arquitectos japoneses.

Unos ojos se vuelven de piedra. El chico porta un arma. Es la primera vez que la toma, pero no la primera vez que ve una de esas. Es negra y muy vieja, pero aún puede servir para algo. Probablemente en el dorso lleve la inscripción de una fábrica de Girona, de Lyon o de Milán, pero el niño no sabe eso. Observa que en el cielo la Luna es más grande que nunca y piensa que están por llegar esos tiempos mejores que hablaban los periódicos.

En el Boulevard de Saint Germain alguien está llorando. Son lágrimas retenidas durante varios meses. No lo merece. No merece nada de esto. He conocido a esa persona durante mi estancia. Algunos hechos son injustos, y sin buscarlos, aparecen, como el asesino que está en una esquina, y no mira quien eres, no te pregunta si quieres ser matado, simplemente te mira a los ojos y dispara, mientras vas cayendo poco a poco, o acaso no empezaste a caer al agarrar el avión hacia París, meses atrás. Qué se yo. Tú estás cayendo por algo que no has elegido. Estás llorando por lágrimas que no son tuyas. La persona se pregunta si la vida va a ser siempre así o si algún día cambiará todo esto. No se debería llorar nunca con esta edad y en esta ciudad.

Es media noche. Comienzan a caer las bombas sobre Bengasi. Caen muchas bombas, pero todas ellas distintas. No las lanzan los mismos. Las pistas deportivas se vacían. Las carreteras son abandonadas por los accidentes de tráfico y en la calles se escuchan unos silencios heridos que dañan la conciencia. Libia está ardiendo. Lleva ardiendo cuarenta años. Ha estado ardiendo durante cuarenta años para que en París sigan sirviendo café por las mañanas y sigan construyéndose edificios altos donde los señores hablen sobre la justicia en los poemas de Baudelaire.

Ha comenzado la guerra. Sarkozy se ajusta su corbata y lo anuncia. Estamos en Guerra. Salgo del bar. Son las dos de la mañana y estoy cansado. No tengo ganas de volverme caminando, como otras veces. Alcanzo el último metro. Dentro del vagón la gente se divierte. Llevan máscaras y van borrachos. Están festejando un carnaval tardío, o un compromiso futuro. Están siendo naturales con ellos mismos.

Estamos en guerra. Vivo en un país en guerra cuyos ciudadanos cantan por las calles y las galerías de moda abren también los domingos. Me miro al espejo en el vagón del metro y me doy asco. En el Boulevard Saint Germain alguien continúa llorando sobre su cama. No lo merece. Los caballos se acercan a la costa en algún lugar del Mediterráneo. Alguien, al otro lado, estará esperando fuegos artificiales, como en un cine de verano. Agarrando a su chica. Desciendo en la última parada. Ya no queda nadie en el vagón. Entre el miedo de los kilómetros y de las bombas, camino hasta mi casa, sin creerme muy bien, que los buenos seamos nosotros, y que París, esta bella muchacha de ojos azules y pelo rubio, tenga el valor de hacer lo que está haciendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario