miércoles, 9 de marzo de 2011

Domingo de Carnaval





Algunos lo están escuchando desde la mañana. Se levantan, se enjuagan los ojos con el primer líquido que encuentran y se asoman a la ventana. Al dios de la escalera y al de los bajos fondos. Al dios de los atascos y de las colillas mal apagadas en el metro. Gracias por hacer de esta tarde de domingo un cielo más azul que el asfalto en primavera.

Los tranvías cruzan las calles y las hacen paralelas. ¿Quién se sube en ellos? ¿Quién baja con una barra de pan, o con un ramo de flores que acabará en una cama desecha y olorosa a flores? Somos todos nosotros, los que ocupamos las calles, los que hacemos sonar la música (si, la hacemos sonar, no la escuchamos). Somos nosotros, los que paramos la calle este día y llamamos a la policía para que acordonen la zona. Las trompetas soleadas a un lado, los tambores de piel de colores en otro lado. Las cervezas están corriendo de boca en boca y parece que ninguna gota llega a caer al suelo.

Giramos por la avenida. El cementerio de Pére Lachaise adquiere un carácter distinto a todas las otras veces. Pienso en la checa que me trajo el frío, y en como cada epitafio parecía una casa deshabitada. Pienso en mi hermano y en cada historia que se rompía contra el mármol y la lluvia. Pero esta vez es distinto. Queridos dos, ahora se escucha un sonido diverso al de las hojas barriendo el polvo y el granito. Ahora la gente baila por las calles.

Por la izquierda, entrando en el barrio de Belleville, se acerca a nosotros un grupo de personas vestidas de caballeros medievales. Todos llevan cascos y espadas de maderas. La mano derecha libre para una botella de tequila, o para agarrar los dedos de la pareja improvisada. Las fortalezas que asaltar hoy no se llaman castillos o imperios, hoy se llaman facturas, hipotecas y Jasmine Trinca. Detrás de nosotros, un coche descapotable sacado de un desguace toca el claxon y deja la marca de sus ruedas en los pies de todos los transeúntes. Sobre él dos chicas bailan casi sin camiseta y con un ritmo muy alejado de cualquier música que suene. No son guapas. Pero nosotros tampoco.

Escuche, señor, ¿Usted sabe el camino de todas estas vidas? ¿Qué hacen aquí? ¿Por qué han dejado por un día sus trajes de chaqueta, sus corbatas, su malhumor en la espera del metro, sus batas de enfermeros del ánimo y de la luz? ¿Por qué París no es siempre un domingo de carnaval, y hace sol, y la gente sonríe, y si se chocan hombro con hombro, no mascullan injurias y profecías, sino que brindan con una cerveza? ¿Por qué, señor vestido de puta de los años veinte, por qué las calles hoy parecen más grandes que nunca?

Dejamos atrás el cementerio. Adiós señor Delacroix, mucho gusto Jim Morrison, conde de los experimentos alucinógenos y del sexo bíblico al aire libre. Nos veremos pronto, señor Miguel Ángel Asturias, en una clase de Granada. No dude en escribirme, señor Largo Caballero, comprendo mejor que nadie ahora mismo lo que puede significar estar en el exilio (pero el mío es necesario y voluntario). Y en el reino de los vivos la vida sigue diferente. Comenzamos a bailar poseídos por un ritmo extraño. Las máscaras las llevaba cada uno en su interior. Empiezan a aparecer por todos lados amigos. Números de teléfono que nunca llegan al móvil. Vámonos al vasco, que se está haciendo tarde. Desde las ventanas, abiertas y llenas de niños y viejos, se tira confeti. Tú, que el vasco siempre se llena. Vámonos dos. ¿Por qué París no será siempre una fiesta de carnaval? Los muertos con los muertos, los vivos con los vivos. Los colores todos en línea. Setenta y cinco por ciento del París que no pensaba encontrarme, encerrado en una calle. Y por unas horas ignorando que también existe el hambre y el mal en esta ciudad.

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