viernes, 11 de marzo de 2011

La caída



Permanecí durante media hora callado. Solamente podía mirar hacia arriba. Esas luces que pasan desapercibidas todas las noches y que sin embargo se encienden en todas las miradas, en todos los hogares cuando se aparecen los silencios. Mi cabeza estaba sobre el asfalto. Lo sentía frío y húmedo, como si corriera por mi frente un río helado que me dejara escarcha en las pestañas y me impidiera moverme con normalidad. Las manos las tenía envueltas sobre el pecho, cuyas elevaciones se hacían pausadas e irregulares. No podía respirar bien. No me sentía el oxigeno pasando entre las venas, entre los orificios nocturnos de mi cuerpo. Un sabor metálico invadió mi boca. Sentía que de mi labio se abría una grieta profunda que emanaba sangre, una sangre oscura como el cielo que sobre mi cuerpo se apresuraba. Las piernas estaban estiradas. Mi cuerpo se esparcía sobre la calzada, sin poder articular gesto, sin responder ante ningún estimulo de la sociedad.

Yo miraba solamente hacia arriba. Vi una noche oscura con sus astros, unos astros que juro, solo veía yo. Se pagaron las luces de los coches. Las farolas cesaron de iluminar todas las esquinas. El frío se congeló en la puerta de los comercios y en los árboles desnudos (esos que se mueven como ángeles desaparecidos). El viento escampó y dejó las plazas y las bocacalles. Yo miraba solamente hacia arriba, como un perro herido de soledad, como las flores se acurrucan en la tierra justo antes de ser cortadas por el jardinero, como un católico mira hacia la cruz, con miedo, pero seguro de ser también la cruz.

No recordaba nada. La cabeza no me dolía aún, pero me faltaban veinte minutos para que comenzara a girarse entre pensamientos atrasados y problemas venideros. Todos los muertos de París deben estar sobre las colinas, entre las aguas del Sena, esperando en una parada de autobús, haciendo fila para recibir una sopa caliente o paseando a solas en una calle desmedida y azul noche. Se hizo el más absoluto silencio, de esos silencios que te duelen, que hacen más ruido que un ejército de voces. Y mis ojos se poblaron de otras noches, de otros besos, quizá nunca dados, de otras conversaciones que nacieron de la cebada o de la uva. Y mis ojos empezaron a iluminarse y a llorar. Y no sabían por qué lloraban. La sangre renunciaba a mis labios y se dejaba querer por mi mejilla, goteando en el asfalto.

Pensé en los que ya no están, y los vi a todos, paseando tranquilamente, cercando mi cuerpo dolorido, mi cuerpo con respiración pausada y trabajosa. Vi las manos de mi padre, agrietadas como la geografía y los mapamundis. Percibí una procesión de bicicletas: mis amigos de Granada, que se alejaban de mí, y no escuchaban mi llamada, las personas corrientes de Lorca, que hacían las mismas cosas que cuando era pequeño, sin mirarme siquiera. Vi el bien y el mal, en las ruedas circulares de todas las constelaciones, y todas estaban escritas en francés.

Elías y Antonio me encontraron con los ojos cristalizados, con la boca rebosando de sangre y unas palabras que no atinaba a acertar con la voz. Me dijeron que quizá estaba rezando al dios de la escalera, el que aparece en todos los pasillos de las fiestas que organizamos, el que se representa en forma de canción los sábados por la noche, en plena recogida, el que me habla cuando, tras una esquina y un despiste, percibo la sombra de Notre Dame, entre los árboles y los puentes.

La rueda delantera de la bicicleta se había roto por completo. Me ayudaron a levantarme. Mis piernas respondieron y tuve que cerrar los ojos para no marearme. Seguía sangrando. Mi respiración se recomponía. Pero la ciudad era distinta a un metro sesenta de altura. La ciudad volvió a ser la misma de siempre. La de los estudiantes perfectos vestidos de azul. La de los cigarrillos liados a destiempo. La de los fuegos de los amantes ajenos.

Si les soy sincero, nunca hubiera imaginado que el paraíso estuviera tan a ras de tierra. A apenas unos centímetros del alquitrán y los orines de perro y de borracho.

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